Todos los sábados por la mañana, bien temprano, acudo con mi esposa Elsa a la feria del agricultor en Santo Domingo de Heredia, cerca de donde vivimos. Para quienes, como científicos, por muchos años hemos trabajado con pequeños productores agrícolas, representa una invariable y rica cita, que nos permite no solo conversar y aprender de ellos —así como hacer tertulia con otros parroquianos—, sino también deleitarnos con los aromas, colores, texturas e incontables formas de tantos productos frescos que brotan de nuestras feraces tierras, gracias al esfuerzo cotidiano de tantos de ellos, quienes se desviven cada día, literalmente, para poder llevar a la feria sus hortalizas, legumbres, frutas, raíces y tubérculos, así como huevos, quesos, natilla, miel de abeja y muchas cosas más. Como es sabido, esa modalidad de comerciar, en la que los propios agricultores venden a los consumidores el producto de sus faenas, fue concebida para saltarse a intermediarios tagarotes e inescrupulosos.

Cabe hacer un paréntesis para destacar que esta idea nació en Turrialba, en las mentes de los recordados intelectuales y líderes comunales Hernán García Fonseca y Mario Loaiza Jiménez. Con gran convicción y empeño se enfrentaron a la burocracia municipal y estatal, y con el apoyo político de los señores Rodolfo Cortés Rojas, Alvaro Rojas Espinoza y Willy Loría Martínez lograron que, tras años de esperar, por fin en la administración de don Rodrigo Carazo Odio se legitimara el concepto propuesto y se extendieran las ferias por todo el país. Esto lo relaté en el artículo «Ferias de agricultores», aparecido en la prensa hace muchos años (La República, 23-X-04), para reivindicar a estos cinco grandes costarricenses, de esos que no buscan los reflectores de las pasarelas políticas, sino que simplemente hacen lo que sienten que se debe hacer en beneficio de sus conciudadanos.

Para retornar a las citas sabatinas en Santo Domingo, entre la multitud y el barullo, en medio del cual emerge el alegre palpitar de una marimba, sobresalen las voces de los infaltables vendedores de lotería, así como las de los que mercan comidas, refrescos, ropa, manteles, bolsas, zapatos, cuchillos, juguetes, tiliches, e incluso a veces hasta la de un afilador que con su agudo esmeril y su esmero convierte en filoso brillo lo que antes era el borde de la oxidada hoja de algún roñoso cuchillo. Entre esa turbamulta siempre transita con paso lento, apoyado en un bastón —debido al problema de movilidad en una pierna—, don Adrián Torres Torres, quien con voz más bien discreta ofrece algo diferente: alimento para la mente y el espíritu. Josefino nacido en Desamparados y hoy residente en San Isidro de Coronado, por un tiempo vivió en San Ramón, Alajuela, donde se inició como vendedor ambulante de lupas, anteojos y otros objetos, y desde hace unos 20 años aprovecha el inicio del año para ofrecer almanaques y calendarios; a propósito de fechas, el pasado 21 de febrero llegó a los 76 años.

Menciono esto, porque entre su repertorio —y por eso lo busqué una mañana de enero— figura el librito o almanaque Escuela para Todos, producido por la fundación homónima, hermana gemela del Instituto Centroamericano de Extensión de la Cultura (ICECU), infaltable en mi biblioteca desde que hace 35 años conocí a don Luis Pérez Loaiza, mi suegro. Redactor ahí desde 1975, cuando frisaba los 52 años, durante 30 años ejerció esa labor —hasta los 82 años, de tanto afecto que sentía por tan noble entidad—, al comenzar cada año él solía comprar y regalarnos un ejemplar del almanaque a cada una de las familias de su prole, con la alegría y la satisfacción de haber completado a cabalidad su tarea anual. Como lo expresé en el artículo «Un suegro turrialbeño», que escribí cuando él murió, «colmado de felicidad, pudo conjugar su hábil pluma con su profundo conocimiento del alma campesina para, como un alquimista de la palabra, trasmutar a un lenguaje bellamente sencillo los más complejos conceptos e ideas, en beneficio de los pobladores rurales de Centro América» (Revista Turrialba Hoy. Octubre, 2015).

En efecto, es común que algunos textos de este compendio les sean encargados a expertos, quienes colaboran en forma gratuita —tuve la oportunidad y la fortuna de participar con dos o tres, y aún hoy a veces me envían consultas y, si no puedo responderlas, las remito a otros colegas—, y después son trabajados por los redactores, para convertirlos en materiales de lectura aptos y comprensibles para los campesinos. Para ello se basan en el Decálogo del redactor, concebido por los fundadores del ICECU, el abogado y humanista austríaco Roderich Thun Stotzingen, junto con su visionaria y tenaz esposa Manuela Tattenbach Yglesias, nacida en Alemania. Fallecido él primero y ella en el año 2010, fue declarada Benemérita de la Patria justamente el año pasado, debido a su labor al frente de esta maravillosa iniciativa, cuyos logros sobrepasan las fronteras de cada uno de los países centroamericanos.

No hay duda de la riqueza de su contenido. Por ejemplo, en las 192 páginas de la edición de este año, además de las habituales y muy útiles tablas referidas a las mareas y a las fechas de parto de varios animales de interés pecuario, al igual que dónde y cómo ver los planetas durante el año, hay artículos de carácter médico (vacunas, digestión, neumonía, gastroenteritis, remedios caseros y ejercitación), educativo (aprendizaje, buenas costumbres y pensamiento positivo), científicos y tecnológicos (meteoritos, ondas de radio, el péndulo de Newton, leche pasteurizada, telefonía y agricultura, y matrículas de aviones), biológico (historia de la vida, abejas, el pájaro dodo, animales y plantas útiles), geográfico (desafíos del clima y pueblos circulares), cultural (tejedoras mayas, pueblos originarios y origen de los villancicos), económico y comercial (medios de pago, el patrón oro, inflación y certificación) e histórico (la vida del héroe italiano Giuseppe Garibaldi). A estos temas de fondo se suman las usuales, recetas de cocina, consejos útiles, dichos y refranes populares, cuentos, canciones, curiosidades, pasatiempos y chistes.

Efectivamente, ese es el variopinto contenido del librito que este año adquirí de don Adrián Torres, y que he ido disfrutando de a poquitos, para después sumarse a los que residen en un anaquel de mi biblioteca, los cuales hojeo y ojeo de vez en cuando. Nacida hace más de medio siglo, en 1966, se trata de una verdadera enciclopedia, aunque muy sintética, e impresa en letra grande, pensando en personas que, como consecuencia de la edad, enfrentan algunas dificultades visuales. Cabe destacar que este verdadero tesoro de conocimientos alcanza un tiraje de unos 300,000 ejemplares por año. Me pregunto si en el mundo entero habrá un libro que iguale este tiraje, con un total de unos 20 millones desde su existencia.

Sin embargo, hay otra importante dimensión de esa obra, y es su exitoso sistema de distribución y venta. En realidad, desde que sus fundadores concibieron esta altruista empresa cultural, se propusieron que el anuario llegara hasta los más distantes rincones de cada país centroamericano y que quienes lo venden lo hicieran al pregón, para así garantizarse la mayor cobertura posible. Además de que se vende prácticamente al costo —sin afán lucrativo alguno—, para evitar cualquier tipo de especulación el pacto es que nadie puede venderlo a un precio mayor al previamente convenido, y que el vendedor obtenga un buen porcentaje, y fijo. Así que, como don Adrián Torres, hay centenares de heraldos que recorren a pie la geografía del istmo mesoamericano, desde el sur de México hasta Panamá, para facilitarle al usuario la consecución de tan esperado y apetecido libro-almanaque.

Ahora bien, los méritos no se restringen a esta obra, que aparece apenas una vez al año, sino que se extienden y magnifican con su programa radial, hoy denominado Oigamos la respuesta, el cual se transmite desde la sede del ICECU, en San Pedro de Montes de Oca, con la colaboración de más de 90 radioemisoras de todo el istmo, al igual que por Internet en tiempos recientes. Dicho programa se nutre de manera permanente de las consultas de la gente, y en particular de los campesinos. Hasta hoy, en su acervo se acumulan más de 700,000 preguntas, recibidas y respondidas a lo largo de su existencia. De hecho, el programa radiofónico precedió en dos años al almanaque.

Bien lo sintetiza el siguiente párrafo, tomado de su portal de Internet: «Tanto el programa radial como el anuario están indisolublemente ligados a nuestros pobladores rurales, quienes se ven reflejados ahí de manera genuina, porque se les habla en su mismo lenguaje, se les demuestra un profundo respeto por sus valores e inquietudes, se atienden con presteza sus provocadoras preguntas, y se les aportan abundantes consejos de tipo práctico». ¡Cuántas universidades o ministerios de agricultura no quisieran contar con un sistema de extensión rural con un componente educativo como este!

En síntesis, y para concluir, en modalidades tanto escrita como radial, he aquí una más que exitosa escuela sin aulas, sin paredes ni muros que impidan su plena apertura hacia el mundo rural. Ya veterana, e incluso curtida por dificultades que ha debido soportar en épocas aciagas, así como siempre receptiva a aires de renovación —como la fresca brisa de las alturas de Rancho Redondo, en las estribaciones del volcán Irazú, donde brotó y se incubó la idea—, representa el portentoso legado de aquel filántropo austríaco y su esposa germano-costarricense, a quienes la convivencia con las buenas gentes del campo supo acrecentarles su amor por la humanidad. Por ello, con inmensa gratitud, ante su ausencia física pero conscientes de que su memoria pervive en su fecunda obra, desde estas páginas les decimos… ¡salud!