Hay en el cielo nocturno un área llamada «acuática». Allí están Acuario; el Pez Austral; el río Eridanus; Piscis; Andrómeda y Cetus o la Ballena... Cetus fue, sin embargo, un malentendido lingüístico. La constelación refería al griego Keto: «Monstruo marino», una titánide, hija de Gea y Ponto, que se latinizó como Cetus. En el ciclo de Perseo, esta mata a Keto y salva a Andrómeda, encadenada a una roca para ser devorada por la titánide. Así se confundieron las palabras «monstruo» y «ballena». Pero por la disposición estelar también fue fácil imaginar un par de pilares encerrando tres estrellas: las tres cabezas de Cerbero. La antigua representación del perro tricéfalo, guardián de Hades, adquiere significados simbólicos importantes. Al estar cerca de la Eclíptica, en el solsticio estival del H. Norte, el sol, que venía ascendiendo sobre el horizonte, al llegar a Cerbero, detiene su marcha y comienza su retroceso. En la ingeniería simbólica, se supone que algo frena al sol en su avance y lo devuelve hacia las oscuridades del otoño. ¿Qué mundo desconocido hay para el sol tras esas estrellas que Helios no se atreve a traspasar? ¿Qué misterio resguarda el monstruo -titánide o perro-? Quizás la respuesta sea: silencio. Pero no el natural, cuyo sonido ignoramos, sino silencio humano, que aturde con ladridos en ausencia de palabras.

El sol retrocediendo ante Cerbero simboliza una ausencia intransitable, y siendo el símbolo algo humano, lo que frena la luz solar -egoica: la consciencia y su eje, el yo- es algo no humano... es la ausencia de palabras. ¿Tendríamos consciencia del mundo sin palabras? Pensamos que el mundo existe más allá de ellas, pero que también hay un pensamiento prelingüístico: «...lo tengo en la punta de la lengua»; «...me deja sin palabras...»; «...no se puede expresar con palabras...». Algo que dice que no estamos ante nada «concreto» porque no hay palabras para aprehender lo enfrentado: solo sombras, fantasmas de palabras. Ni siquiera palabras silenciadas porque no nacieron. Más allá del límite de la palabra intuimos un orden que se va del plano consciente por no tenerlas. Así, la palabra refleja un orden mental antes que un orden propio de las cosas. Y la ciencia, de este modo, no comprobaría nunca nada, sus leyes -predecir efectos desde causas- lo serán hasta que nuevos conocimientos las modifiquen: no existe el conocimiento definitivo.

La sólida Física Clásica se encontró con el tembladeral de la Física Cuántica, las teorías de Comunicación y de Sistemas. Enfrentamos el entusiasmo de un Leibniz quien nos decía que una «causa plena» y un «efecto entero» eran equivalentes: causa y efecto se identificaban y esa porción del Universo estaba definitivamente resuelta. Hasta que Karl Popper y Thomas Kuhn acotaron ese entusiasmo teológico y humanista de un humano omnisciente: «todos los cuervos son negros» hasta que aparezca un cuervo blanco -Popper- y solo será verdad aquello que una comunidad científica acepte como tal durante el tiempo que sea aceptada: un paradigma... después o antes de estos límites, solo el universo sin palabras y sin consciencia.

La ciencia es un ejercicio metódico de indagación que genera palabras que permiten expandir la consciencia, pero el hecho de que las incertidumbres crezcan más rápido que las certezas relativas del conocimiento científico (el llamado «pensamiento entrópico»), nos hace dudar acerca de la utilidad supuesta y de la nocividad cierta de un sistema de generación de conocimiento con más ignorancias que certezas. Ciencia y tecnología disminuyen nuestro caudal relativo de palabras... relativo a nuestra noosfera, donde se habla cada vez más y se dice cada vez menos.

Es que resulta difícil entender que no sea la realidad la que orienta la información, sino que se trate de la información orientando a la realidad (Kant). Nuestras palabras generan realidad. Ya Ludwig Wittgenstein redujo el límite de nuestro mundo a nuestro lenguaje: palabra que no conocemos, pensamiento y cadena de pensamientos que no se generan y realidad que no aparece.

El Universo real se presenta como la expansión de nuestra mismidad. Y vuelve Wittgenstein: los nombres de las cosas son el límite de los hechos y expresan aquellas cosas que nuestro yo construye con sus herramientas: las palabras... Pero entre las palabras se nos cuela el silencio. Entre ellas y antes y tras ellas, hay silencio. Y se nos plantea la pregunta: ¿de dónde viene ese silencio? Nuestra respuesta es que tanto las palabras como su antecedente lógico, el silencio, se originan en nuestro yo. Decía Wittgenstein que no podemos estar frente a nuestro yo: «el yo se cuela en el mundo por el hecho de que el mundo es mi mundo» ... Soy puro sujeto: el yo es lo único que no puede ser observado porque solo puede observar: «el Hombre es el ente que habla» (Heidegger). Puedo decir las cosas y por eso las cosas son. Puedo decir mi yo al vacío cósmico y este será lo que mi yo le diga y hasta donde mis palabras lleguen. Habrá constelaciones definiendo universos simbólicos según las cosas que se griten al cielo en cada época y lugar. Pero cuando al sol/ego le toque enfrentarse a Cerbero o a Cetus, sabremos que estamos ante un territorio imposible de conocer: el silencio anterior al silencio de las palabras.

Todos los seres son tan reales como mi voz: están en el mundo porque están en mí, en mis palabras y silencios: si así no fuera no podría decirlos o silenciarlos... pero, ¿qué nos pasa allí donde la voz grita, pero ya no se oye? ¿Qué nos pasa en el límite de nuestro encastre conceptual determinado no por nuestra palabra sino por nuestro silencio? ¿Qué monstruos pueden aparecer y arrebatarnos la existencia, abandonar la palabra y caer en lo inhumano más allá de la matriz silenciosa de la palabra? ¿Qué vio el sol tras el monstruo centinela que lo espantó? Sin dudas, algo ajeno a nuestro yo, a nuestra mismidad. Algo que no viene de la perfección intuida del Todo, sino de allende el monstruo. El enigma de ver lo oculto que nos pare al mundo. De donde las cosas quieren ser y donde se retuerce la serpiente tóxica del yo, ciego y mudo... allí donde se forma la vida y donde se vierte el veneno inicial de la muerte y su secreto.

De monstruos y héroes

Disolverse perdiendo de vista la Naturaleza, quedándose con una divinidad solitaria y atea... una visión underground y monstruosa de nosotros mismos, previos al ser. ¿Qué nos sucede cuando la fuerza del ser, la energía que busca ser más de lo que es, nos abandona? El infierno no es un lugar ni son los otros: es sentir dentro de nosotros el no-yo. Más allá de la frontera inicial de mi intimidad hay un mundo sin un yo que oscila entre el querer ser y el no poder serlo y con el dolor que eso conlleva. Querer entrar al no ser, pero no poder porque el monstruo me ha detenido. No es el monstruo verbal de Spinoza, lo impensable, sino lo indecible. Y en su mudez hay monstruosidad. ¿Por qué ese silencio? Pues porque no podemos distinguir la diferencia entre las esencias de las cosas. Es nuestra imbecilitas intellectus nostri de Santo Tomás: nuestra imbecilidad a la hora de entender el tesoro de sentido que espera pasando nuestros límites.

El monstruo es, en diferentes simbolismos, guardián de tesoros: la limitación al buscar al sentido existencial último, tras palabras y silencios. Pero al mismo tiempo que descubre el miedo que nos habita, es la llave para nuestro heroísmo. El monstruo es la barrera a vencer y el miedo a conquistar. Es lo único que justifica todo rito iniciático. Puede ser un gigante, un dragón o una habitación negra, llena de símbolos fúnebres y aislada de la luz solar: la Cámara de Reflexiones masónica, donde el monstruo es reconocer nuestra mortalidad, somos a la vez la Estigia, la barca y Caronte... y por eso las «medallas profanas» masónicas -el dinero- deben dejarse allí antes de la iniciación: el barquero reclama su pago.

Y por eso también el monstruo está a la entrada de espacios a los cuales, con su presencia, convierte en sagrados. El Árbol de la Vida vigilado por grifos; las Hespérides por un dragón; el toisón de oro por esqueletos guerreros y toros-dragones con pezuñas de bronce; la cratera de Dionisos por serpientes y la entrada al Hades por Cerbero y tres ríos monstruosos: Aqueronte, el de la aflicción, Flegetonte, el ardiente y Cocito, el de los lamentos. Y los monstruos podrán ladrarnos o rugir cósmicamente, pero en su esencia solo está aquello que yo no soy... y donde yo no soy está mi origen en el mundo. Por eso en la iniciación masónica, aquello que me justifica aquí es el monstruo apotrópeo que me presenta: el Hermano Terrible... Ser a quien se le toma del brazo y se le sigue enceguecido, en confiado y temeroso silencio iniciático. Y queremos descubrir qué es lo que vuelve sagrado a lo sagrado. Qué es aquello presacro que custodian las estrellas.

Secretos y misterios

Al vivir no nos acompaña el secreto de la muerte, sino el misterio de la vida. En ella el misterio y ese tesoro primigenio que necesitamos recuperar antes de morir y convertirnos en un secreto. Ella es el tesoro que corona la perfección del Universo. ¿Y dónde está el monstruo que la preside para que sea sagrada? En nosotros. Vino y vive con nosotros como un ser para ser mo(n)strado (pro/puesto) a nuestra consciencia... pero solo si nos hacemos ciertas preguntas. Vive con su propia energía y por eso merece respeto. No somos nosotros, es él. Él: el enrevesado; el antinatural; el que es porque no puede ser. Es el que les da forma a nuestras espiritualidades: ¿O no es monstruoso acaso un dios que es uno y triple a la vez? ¿No es monstruoso un cadáver devuelto a la vida? Y una virgen parturienta, ¿no torna en monstruoso el nacimiento de un Cristo?

Decía Dión Crisóstomo (s. I) que en la Naturaleza hay una iniciación. Pero el monstruo con el que venimos es antinatural, merodea fuera de todo camino interior. No nos inicia en ningún sentido. No viene ni va a ninguna parte. Está en las antípodas de nuestra existencia, antes aun de ser lo que somos; su perversión es mostrarse para no dejarnos ver. Nos detiene. Nos deja a oscuras frente a la luz del conocimiento. El sol se ensombrecerá ante Cetus, pero traspasarlo será nuestra heroicidad, conseguir la iluminación, el satori, en pleno anochecer de lo real.

Lo monstruoso embellece nuestro espíritu. El silencio que defiende, da ser a nuestro silencio. Y este es más porque genera palabras. Y las palabras son más porque le dan forma a la Verdad. Y lo verdadero es más porque él nos da la Libertad. Quizás, ante las estrellas de Cerbero, el sol se retire a orar, a meditar en las tinieblas de un templo mayor e ignoto, frío y tenebroso, en el que se prepare para el siguiente embate... que quizás sea el final.