Nos citábamos al atardecer, en su casa o en la mía; ambos vivíamos en Barcelona muy cerca uno de otro, vecinos en la misma avenida; eran tiempos de pandemia. Tras una cena ligera y una conversación larga, hacíamos nuestros rituales antes de acostarnos y nos esperábamos en el dormitorio encima de la cama grande, con las luces encendidas y los pijamas puestos. Ella siempre a mi derecha, yo siempre a su izquierda, tumbados boca arriba y los cuerpos juntos, pero no revueltos, pasábamos escasos minutos quietos. Luego ella se giraba hacia afuera, se arrimaba de lado y me ofrecía su espalda y sus nalgas, aún vestidos; yo también me giraba hacia ella y encajábamos todas las curvas y recovecos hasta darnos calor. El enorme espejo en la pared reflejaba el perfil de nuestros cuerpos acoplados bajo las sábanas nuevas, los ojos bien abiertos y la dulzura en los labios: éramos felices en silencio. En ese instante yo deslizaba mi mano derecha por debajo de su cuello y ella ofrecía la suya bajo la almohada, ambas manos permanecían enlazadas largo rato. Después, yo metía mi mano izquierda bajo sus ropas hasta que agarraba suavemente la suya y la acariciaba un rato largo, en la penumbra. Le amasaba primero un pecho, luego el otro, después los dos juntos; bajo las telas, le frotaba sus carnes duras hasta que sus grandes pezones se erizaban veloces entre mis dedos; saltaba un beso, un pellizco y algún gemido. Así era nuestro rito inicial.

Unas noches nos quedábamos dormidos pronto, otras ella se volvía hacia mí, nos quitábamos mutuamente los pijamas, paso a paso, y nos ofrecíamos caricias uno a otro, despacio, hasta que su mirada pícara encontraba mis ojos; callada y, tras una pausa, se abalanzaba entera sobre mí, ambos ya desnudos. Así empezaba la batalla cuerpo a cuerpo, el baile carne con carne:

Estar encima o debajo,
delante o detrás,
enfrente o al revés.
Daba igual, lo principal era
estar juntos.

—¿Sabes una cosa?: cuánto más lo hago más me gusta hacerlo contigo —me confesó una tarde en la siesta.

Tras un merecido descanso resucitábamos abrazados, con las sábanas antes limpias, ahora rociadas por fluidos rojos o blancos, y la cama revuelta. Cientos de noches fue así, pero no todas: algunas habíamos despertado enzarzados (sin habernos soltado en toda la noche), mientras la lluvia cubría las ventanas en París o cuando el mar Caribe nos iluminaba hechizados por Yemayá.1, 2

Cuando abro los ojos
te veo;
cuando los cierro,
también te veo.

Cuando los abro
veo tu mirada pícara
y tus labios
carnosos.

Cuando los cierro
veo tu cuerpo,
unas veces cerca, otras lejos,
unas veces juntos, otras enfrente,
o encima o debajo,
o delante o al revés.

Cuando duermo
sueño con tus ojos
abiertos;
mientras despierto
veo tu sonrisa,
muerdo tus labios
sabrosos.

—¡Un beso, dame beso! —me había pedido en momentos difíciles.

Nuestro penúltimo beso fue al atardecer, en la calle más céntrica de Barcelona que baja hasta el mar Mediterráneo. No fue un beso de despedida, fue un beso fuerte con los labios abiertos y las lenguas mezcladas; fue un beso húmedo; fue un beso largo, de esos que te paran el corazón y te cortan la respiración: aquel beso en otoño fue largo y húmedo, igual que nuestro primer beso caribeño en primavera. Esa sería la primera noche que no dormiríamos juntos, esa fue la primera mañana que amanecimos distanciados, en la gran avenida separados, ya divorciados.

Notas

1 Ver Yemayá.
2 Ver La Virgen de Regla.