No hay, seguramente, ningún texto para principiantes en el estudio de la Filosofía que no nos lleve de entrada a la etimología del término: Filosofía es «el amor al saber». Este amor al saber, a conocer las causas primeras de las cosas, sus naturalezas y consecuencias ha llevado -fomentado por la etimología- a poner el énfasis en lo que se ha de conocer antes que en la fuerza que lleva a ese conocimiento. En otras palabras: el eventual texto de filosofía que da su definición con base en lo etimológico no parece preocuparse tanto por el amor como por su objeto.

Tenemos sed y buscamos agua, lo malo es -parafraseando a Antonio Machado- no saber para qué existe esa sed. En Oriente predomina la idea de que no es tanto satisfacer la sed como el superarla: que no haya sed será condición de existencia en el Nirvana. En Occidente, en cambio, no es rara esta fórmula: «En eso, una mujer de Samaria llegó al pozo a sacar agua, y Jesús le dijo: -Dame un poco de agua. -Pero como los judíos no tienen trato con los samaritanos, la mujer le respondió: -¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides agua a mí, que soy samaritana? Jesús le contestó: -Si supieras lo que Dios da y quién es el que te está pidiendo agua, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva...» (Juan 4:9-10).

En vez de superar la sed, cancelarla con la satisfacción eterna de esa sed, por un agua de inmortalidad. Es curioso, sin embargo, que en ambas formulaciones de superar o satisfacer la necesidad de conocimiento, el resultado sea el mismo: la sabiduría como un cese en la búsqueda del conocer. Es que, por un lado, vemos que la filosofía como amor al conocimiento ya sospecha desde hace tiempo que lo único que tendrá será conocimiento y nunca un saber: un sinfín de respuestas, pero ninguna solución. Y, es más: cada vez que se tomó una respuesta filosófica como una solución aplicable al mundo real, lo que obtuvimos fue alguna sangrienta tiranía.

Pero existió un planteo etimológico de Filosofía a la que poco se le atendió, y que la dio el misterioso «último alquimista»: Fulcanelli. Nunca se pudo saber quién fue, pero fue leído hasta por los científicos del Proyecto Manhattan. Para algunos, sigue siendo y lo fue y siempre será. Como fuera, Fulcanelli sostuvo que la etimología de Filosofía no era el «Amor al conocimiento» sino «El saber del Amor». Así, cambia el centro de gravedad de la expresión, el cual recae, ahora, en el Amor antes que en el conocimiento. Mientras en la etimología tradicional, el agua que sacia la sed es el punto central, en la versión de Fulcanelli el tema central es la sed. Explica al Amor diciendo que el conocimiento absoluto -el saber- es atributo del Amor: el Amor como agente activo, como generador de verdad y de realidad. Cuando Durante Alighieri -más conocido por su diminutivo de Dante- termina su Commedia, afirma: «L'amor che move el sole e l'altre stelle» («El amor, que al sol mueve y las estrellas») está diciendo lo mismo que Fulcanelli.

Dante pertenecía a una de las sociedades secretas más misteriosas: la de los Fedeli d’Amore. A esta organización que supo mantener sus secretos hasta ganar su actual silencio, pertenecían Bocaccio, Petrarca, Guido y Giovanni Cavalcanti entre otros escritores y filósofos, todos afluentes del Dolce stil novo, un nuevo estilo literario de perfil amoroso que creció entre la Florencia italiana y la Provenza francesa y que ya desprendía su inconfundible esencia al Renacimiento en ciernes. Es que la atmósfera intelectual del s. XIII se volvía cada vez más irrespirable para el poder político: el surgimiento de Franciscanos, Cátaros, Templarios -entre otros- llevó a Dante a enfrentarse con el Papado y la política de una Italia fragmentada en pequeñas naciones y en multitud de lenguas: tan solo en Florencia se hablaban catorce dialectos. Por eso Dante buscó unificar la lengua desde el dialecto toscano: unificar la lengua implicaría unir a Italia.

Los conflictos entre la corona francesa y el papado llevaron al afianzamiento de las órdenes religiosas y militares, especialmente a los Caballeros del Temple. Dante estuvo en París tras la ejecución en la hoguera del gran maestre Jacques de Molay y sus templarios. Mucho de la literatura dantesca giraba en torno a sus ideales políticos y a simbología basada en el tres y el nueve: nueve años llevó organizar la Orden del Temple y nueve fueron los años que duraba la iniciación. Asimismo, Dante tenía nueve años cuando vio por primera vez a Beatriz Portinari y la volvió a ver nueve años después, relatando que su muerte aconteció en el noveno día del noveno mes (del Calendario Oriental). El tres y su expansión, el nueve, implican entre ambos el origen y la conclusión del círculo perfecto de lo creado, expresado asimismo en la organización en círculos tanto el Infierno como Purgatorio y Cielo. El motor de todo lo creado y de la creación misma, entonces, dependía según el verso final de la Commedia, de esta fuerza organizativa de «amor»... y reparar aquí en que el nombre de la organización incluía la «A» mayúscula de «Amore» quien no era otro que Eros: era él quien hacía girar los mundos esféricos en sus órbitas circulares que construían Paraísos e Infiernos. Y el mismo Amor que animaba a Dante por Beatriz fluyó luego desde Petrarca hacia Laura, confundiéndose la historia con la simbología, al amparo de los tres modelos de los Fieles de Amor: la mujer galante, como símbolo del amor y la sabiduría; la mujer glorificada, como Beatriz y Laura, y la Rosa Roja que simboliza la conquista final de la Sabiduría espiritual: la verdad oculta tras el velo de lo aparente. También el rojo de sus vestimentas -comunes, por ejemplo, en Petrarca y Dante y en autorretratos de Bocaccio, se asociaba a que un Fiel de Amor consumaba su fidelidad a Amor regalando a una mujer idealizada, la rosa roja, bajo la idea de que «tu misterio me ha conquistado», porque su portador había sido iniciado por méritos propio entre los Fedeli d’Amore. El amor era así, poesía porque todo lo existente es poesía. Y esa es la respuesta que buscamos: en el saber del poeta, el amor del saber.

Tiempos modernos

Así concluimos en que el amor tiene saberes tras los conocimientos del Hombre y que esos saberes desencadenan la fuerza organizadora de todo lo existente. Un punto triple: el tres que se expande en las tres dimensiones como un nueve estaba también en el amor platónico que iba del carnal al intelectual... y en este mismo sentido, Platón muere a los simbólicos 81 años en el día de su cumpleaños, de modo que su muerte se dio en el cuadrado del cuadrado del tres. Y aunque toda esta argumentación sepa a viejo, esta forma de pensar ha ido llevando al pensamiento humano a redescubrirse en una fuerza o principio inicial organizativo. Dudo que algún científico se atreva a llamar «amor» a esta fuerza o principio, pero sí a reconocer que parece invadir todos los caminos que llevan al Universo a ser tal como es ahora.

Ya habíamos explicado en otro lugar una situación muy particular que vive la materia: el doble camino de la degradación y la complejización. Astrónomos, astrofísicos, cosmólogos se debaten con sus números -que nos exceden- para tratar de definir esta particular dinámica de la materia: un animal muerto, al cabo de cierto tiempo, terminará hecho átomos. Y uno de esos átomos -de Carbono, pongamos por caso- será tomado algún día por una planta y terminará recalando en el dulzor de una manzana... y ya sea en la boca de Eva, de Blancanieves o de Newton, seguirá otros caminos insospechados. Pero la pregunta que nos acosa es ¿para qué esta complicación? Una estrella explota en una ola de desorden para terminar dando, con su materia y su energía, otra estrella alrededor de la cual gira un mundo que dará un cerebro en un grado inconcebible de orden. ¿Qué sentido tiene este juego de prodigalidad de vida y perversión de muerte? A este mundo nos trae el amor y nos saca de él un hoyo en el suelo ¿tiene sentido esta ecuación? No... a no ser que entendamos que el hoyo en el suelo forma parte del mismo camino amoroso que nos trajo al mundo. (V. El bucle de la vida ) Y cuando hablo de amor no estoy hablando solamente de «romance» -que sería, platonismo aparte o no, un grado más de ordenamiento-, sino de todos los procesos biogeoquímicos que terminan dando un ser humano y su increíble complejidad.

Nuestras partículas subatómicas, átomos y moléculas constitutivas dependen de una serie de números: la velocidad de la luz; la constante gravitacional; la constante de Planck; la relación masa-energía de Planck; las masas de los quarks «Arriba», «Abajo» y «Extraño»; la relación de masas entre electrón y protón; la constante Cosmológica; la constante de Hubble y unas cuantas ecuaciones más, determinan que hoy estemos escribiendo o leyendo estos textos. En efecto: la más inconcebiblemente pequeña diferencia a cualquiera de estas y otras variables, implicaría la imposibilidad de la existencia del universo tal como es ahora, permitiendo la existencia de estrellas, planetas, elementos químicos y vida. Si, por ejemplo, la constante gravitacional variara tan solo en un rango de 1 en 1060 partes, el Universo sería imposible. Así, si tuviéramos un dial dividido en 1060 grados (un uno seguido de 60 ceros) y moviéramos ese dial en un grado, todo en el Universo sería imposible. Nuestro cuerpo, para comparar, tiene «apenas» 1014 células y la cantidad de segundos que han pasado desde el hipotético Big Bang es de «tan solo» 5,1 x 1017 segundos. ¿Y con la Constante Cosmológica asociada a la gravedad? Si variara en un grado en un dial de 10120 grados (un uno seguido de 120 ceros), tampoco sería posible la materia... Y este grado de precisión natural se extiende y se exige a una larga lista de cifras análogas, de las cuales rescataremos, por último, la distribución de materia y energía en el Universo primitivo con una precisión de uno en 10 elevado a la potencia 10 y a esta potencia de diez, elevada a su vez a la potencia 123: sin este grado de precisión, tampoco la materia, su organización y sus procesos serían posibles.

Esto es lo que se llama «Argumento del Ajuste Fino». Y este argumento es muy utilizado por los defensores del Principio Antrópico, el cual -tecnicismos aparte- afirma que el Universo existe para que el Hombre sea, y que para ello necesitó de una serie de condiciones de alta precisión original... el objetivo del Universo es formar al Ser Humano.

Muchos científicos han tratado de encontrar, tanto en el Ajuste Fino como en el Principio Antrópico, inconsistencias. Supercomputadoras han generado universos virtuales fuera de los valores de las constantes mencionadas que podrían llegar eventualmente a dar vida, y el Principio Antrópico ha sido calificado como una argumentación muy cercana a una tautología. Pero no sería de extrañar que el Universo fuera una gran tautología... después de todo, ¿a qué podría referirse si no es a sí mismo? Por eso, no sería un dislate decir que el universo está en silencio y que el Hombre se disloca de esta autorreferencia para introducir en ese silencio el sonido de sus propias palabras, las cuales serán ecos de la autorreferencia cósmica y de ese modo nuestro ‘yo’ es el mismo ‘yo’ del Universo, el cual estará, en el balance final, siempre silencioso.

Pero si el Ajuste Fino encauza al universo a ser como es, y el Principio Antrópico evidencia el sentido del Universo para que dé cuenta de sí mismo, seguimos sin saber para qué existe la vida y menos aún la vida humana, sea esta lo trascendente que pueda ser para que el Universo vea su propia espalda de espacio y tiempo: ¿para qué quiere sentirse y entenderse? Si buscamos la respuesta en el Ajuste Fino ¿por qué el ajuste es «fino» y no absoluto? Es cierto que un 10 elevado a la 10, y este 10 elevado a la 123 contra uno es bastante significativo como para ser tomado como un ajuste prácticamente absoluto, y más considerando la combinación con las otras variables de Ajuste Fino, pero que el ajuste no fuera absoluto nos quita cierta ilusión de necesidad absoluta. Sin embargo, ese absoluto que le da sentido de trascendencia a la aparición necesaria del Hombre, sí encuentra un fundamento en amor: Eros aporta su poesía como potencia desencadenante y sostenedora de lo existente y lo autorreferente. La poesía de Eros sería el principio fundador de toda la legislatura natural que conocemos en Física, y donde su «casi cierre» en el Ajuste Fino, indica el «hueco» por el que el amor de Eros hace trascender nuestro macrocosmos y lo convierta en una suerte de collar de cuentas, donde cada cuenta será (es o fue) un Universo diferente y completo. El Ajuste Fino es el infinito poema que lo enlaza todo. Un todo que se organiza espontáneamente más allá de sus puntuales y transitorias desorganizaciones; quizás rumbo a un Dios que se glorifica a sí mismo... pero que quizás también busca en el Principio Antrópico la formación de nuevos hijos dioses (perfectos como él es perfecto: Mateo 5:48). Todo queda ajustado a una precisión física que le da sentido a la precisión existente: el Universo se ve a la vez autorreferente y trascendente. No necesitamos -no podemos necesitar- una lógica aristotélica limitante: las cosas pueden ser y no ser al mismo tiempo. El Principio Antrópico y sus condicionamientos necesitan para ser comprendidos cabalmente del Amor como fuerza organizativa que redima al desorden, subsumiéndolo en su sustancia -como un Cristo reservó para sí todos los males del Hombre en el Getsemaní-: el desorden y el orden se hacen un solo Amor: un amor que verdaderamente «mueve al sol y a las estrellas». Y que lo que mueve, lo mueve para sí mismo. Porque todo es poesía: el amor es poesía y la poesía es amor.

Alguna vez escribí:

¿Qué impulsa a la saeta del verso, a buscar inútilmente un blanco? Viaja como la nube por el cielo, sin sentido y llevada por casuales vientos. Vientos sin objetivo. Universos que desfilan, ante nuestros ojos, sin destino... Pero el poeta fiel a Amor seguirá disparando sus decires, sus sentires y amores. Y si a la mariposa no le importa qué hay más allá de las flores, al poeta no le interesará que no haya una diana más allá del feliz y fugaz accidente de una palabra, de un giro afortunado o una rima lograda... que se posa sobre esa otra flor al azar que es el lector.

El poeta amante escribe, lo lean o no. Obcecado. Tenaz. Fiel a ese impulso sin nombre, como todo verdadero artista. El poeta no necesita de causas y no busca efectos: lo mueve Amor, como Amor mismo mueve a las estrellas. Dante, Petrarca, Bocaccio, Cavalcanti solo son algunos de aquellos nombres que entendieron el significado final del amor: la Libertad... Fieles a Amor y Fieles a la Libertad.