He seguido casi con fervor clerical las ollas de hierro, desde que supe que este humilde utensilio inspiró un salto hacia delante de la humanidad. Todo viene de uno de los inventos más prodigiosos de la historia, cuando Abraham Darby, el viejo, un cuáquero de Bristol, Inglaterra, buscando fabricar ollas baratas, encontró un nuevo método de producir hierro fundido. Su invento, patentado en 1707, fue tan determinante, que aún hoy, muchos historiadores opinan que la Revolución Industrial, la inició Darby, en su terquedad por dar ollas eternas a las cocinas del mundo. Darby y su compañía Coalbrookdale, fundada en 1709, acaso no nos resulten desconocidos en Costa Rica, pues fue en ella donde se moldeó la fuente «Cupido y el Cisne», símbolo conmemorativo del primer acueducto de San José, y, con mucha seguridad, la desaparecida verja del parque central de San José.1

Esas negritas ollas curvilíneas, junto con la cocina de leña, la plancha y el comal, constituyen el decorado infaltable de los rincones nostálgicos en Costa Rica. Aunque, desde mediados del siglo XVIII ya había «ollas de fierro» en el país, fue el auge del café el que provocó un intercambio comercial, sin precedentes, con Europa y Estados Unidos, y entre los objetos más apreciados estuvieron las ollas y las cocinas de hierro.

La olla de hierro, omnipresente en las cocinas europeas —como el wok en las asiáticas— se conoce con muchos nombres: «horno», hoddy-doddy,2 «ollas misioneras»,3 «ollas de tres patas», «ollas negras»; en Estados Unidos también se les llama Dutch ovens (horno holandés) y Saugus pot; en Irlanda se les denomina «ollas de la hambruna» o también «ollas cuáqueras». Conocidas como potjes, a Sudáfrica las llevaron los holandeses en el siglo XVII y, aún hoy, son muy populares para preparar un platillo ancestral: el potjieko.4 Una característica atribuida, en Sudáfrica, a estas ollas es que los poros del hierro fundido capturan sabores de caldos pasados, que gradualmente se liberan a medida que el metal se calienta, de forma que los nuevos caldos heredan sabores de los anteriores.

Su origen es bastante oscuro, pero con seguridad aparecieron en la edad del hierro, cuando las personas aprendieron a fundir este metal, en recipientes variados. Los druidas y hechiceros las utilizaban en sus rituales y ceremonias, de ahí que comúnmente asociemos las brujas, no solo con la escoba y el sombrero apuntado, sino también con la olla o caldero. En tiempos recientes, estos aparecieron por doquier gracias a la saga de Harry Potter; sin embargo, el más memorable caldero de la literatura lo vemos al inicio del Acto IV de Macbeth, de Shakespeare, cuando las tres brujas preparan un brebaje para hechizar al rey Macbeth, al tiempo que la primera de ellas inicia el conjuro así: «Bailemos en torno al caldero y llenémoslo de venenosas entrañas».

Desde que Abraham Darby llegó a Coalbrookdale, obsesionado por las ollitas, la compañía no dejó de fabricarlas, hasta principios del siglo XX. Por supuesto que cuando la producción de hierro a escala industrial fue una realidad, la compañía produjo obras grandiosas como puentes, rieles, bancas de jardín, fuentes monumentales, estatuas y un sinnúmero de productos, en este metal. Las ollas se producían en gran gama de tamaños, con predominio de la gordita doméstica de tres patas; pero también fundían enormes de hasta 400 galones, para grandes cocinas y procesos industriales, como fabricación de jabón, y producción de aceite, dentro de los barcos balleneros.

¿Qué fue la hambruna irlandesa?

La Gran Hambruna Irlandesa, también conocida como la Gran Hambruna de la Papa (o patata), ocurrida entre 1845 y 1851, está considerada como la peor tragedia de Irlanda,5 en toda su historia. Se le llama Hambruna de la Papa, porque más de 3 millones (de poco más de 8 millones) de irlandeses dependían de este cultivo para sobrevivir, y en tal período se perdieron las cosechas, a causa de un hongo devastador (Phytophthora infestans), que produjo una enfermedad destructora del tubérculo, llamada tizón tardío. El catalizador fue el clima tan húmedo de la isla, con precipitaciones todo el año, tanto en verano como en invierno, al extremo que los mismos irlandeses dicen poseer una combinación diabólica del clima. El clima de Cartago, también con fama de infernal, es digno del Paraíso, comparado con el de Irlanda.

El verano de 1845 fue particularmente húmedo, con lluvias torrenciales sin pausa. De pronto, una enorme niebla como un tejido de plumas de cuervo, se posó sobre las plantas y luego sobre los encharcados campos de papas, y un olor repugnante a ratas y lirios muertos, se estableció en el aire. Cuando la gente arrancó las papas, encontraron dentro de ellas un puré cenagoso y fétido, que les produjo un ataque sin mengua, de llanto, asco y terror.

¿Cuándo llegó la papa a Irlanda? La versión más difundida es que Sir Walter Raleigh (un marino y corsario inglés de amplia cultura) la introdujo, en 1589. Desde el inicio, la papa fue del agrado de todos y vista como salvaguarda contra plagas sociales como el desempleo, la pobreza y la sobrepoblación. La facilidad para cultivarla, aun en suelos pobres, permitió llevar alimento de calidad a las clases más desvalidas. Aunque Irlanda había experimentado plagas de papas en 1740 y en las décadas de 1820 y 1830, estas fueron menores en comparación con la devastadora peste iniciada en 1845. Ese primer año, un tercio de la cosecha se pudrió, y para 1846 se perdieron tres cuartas partes de la cosecha.

El resultado en las personas fue macabro: literalmente, la gente moría de hambre en los campos. En el verano de 1846 se encontraban docenas de harapientos vagando por los terrenos, comiendo hierbas y ortigas, antes de echar una espuma verde por la boca. Hoy, casi dos siglos después, Irlanda no se recupera del cataclismo: de una población de ocho millones y medio, más de un millón de personas murieron, y aproximadamente dos millones emigraron, principalmente a Estados Unidos, en los llamados «barcos féretros», pues en la travesía casi todos morían de diversas enfermedades. Proporcionalmente, la de Irlanda cobró más vidas que cualquier otra hambruna conocida, y aún hoy, el censo está casi en dos millones por debajo de su población, al comienzo de la hambruna (Christine Kinealy. 2009. International Relief Efforts During the Famine). La diáspora irlandesa no es comparable casi con ninguna otra emigración humana, con un efecto impresionante en los países destino. Por ejemplo, en 1850, Nueva York, era la ciudad más irlandesa del mundo, con más de 250,000 residentes provenientes de Irlanda, y en este momento, se cuentan veintidós presidentes de los Estados Unidos, con raíces irlandesas, incluyendo el actual, Joe Biden.

Dicho lo anterior, se entiende que un hongo pudo haber afectado dramáticamente las cosechas de papa, al punto de destruirlas en su totalidad, pero nos resulta muy difícil entender cómo pudo tal plaga producir un millón de muertos y el doble de expatriados.

La mayoría de los historiadores atribuyen la catástrofe a una suma fatal de decisiones, especialmente del lado británico. Recordemos que, a regañadientes, Irlanda formaba parte del Reino Unido, desde 1800; luego, alcanzó su independencia en 1922, después de una guerra de guerrillas entre el Ejército Republicano Irlandés y las fuerzas armadas británicas en Irlanda.

Volviendo a la hambruna, las políticas británicas, al permitir la exportación de productos irlandeses a Inglaterra, fueron el detonante del drama. A pesar de la escasez, el gobierno decidió no interferir en el mercado, y en su lugar, dejó la importación y distribución de alimentos a la libre. Solo durante el invierno de 1846-1847, mientras más de 400,000 personas morían de hambre o de enfermedades relacionadas con la hambruna, se exportaron, desde Irlanda a Inglaterra, 17 millones de libras esterlinas en granos, ganado, cerdos, harina, huevos y aves de corral, suficiente para nutrir a la población más crítica (Thomas Gallagher. 1982. Paddy’s Lament, citado en Sinon J. Talty. Tesis. 2006). Sin embargo, el antropólogo norteamericano Reginald Byron (1944-2017) reconoce que, aunque el esfuerzo de ayuda británico fue insuficiente, también fue «masivo, a una escala que rivalizaba o superaba cualquier intento de cualquier país del mundo occidental hasta ese momento» y piensa que detener las exportaciones de alimentos irlandeses no habría evitado la hambruna y los desalojos masivos (citado en S. Talty. 2006). Por su parte, la plaga no se limitó a Irlanda, también alcanzó las Tierras Altas de Escocia y los Países Bajos. Pero la combinación del clima, la dependencia de la papa como dieta básica de millones, y políticas impropias, castigaron mucho más a los irlandeses.

La bondad de los extraños

En 1845, luego de la aparición del tizón tardío, iniciaron las recaudaciones de fondos. Las primeras provinieron de Boston, y de la India. De este país, los recursos no solo fueron aportados por funcionarios ingleses o personas ricas, sino por las castas más bajas; por ejemplo, algunos de los contribuyentes fueron descritos como barrenderos de alfombras. También hubo donaciones de sitios tan lejanos como Turquía, China, Australia, Sudáfrica, Rusia e Italia, y de América Latina: Venezuela y México. No logramos encontrar, de momento, registros de donaciones desde Costa Rica; pero es altamente probable que nuestros antepasados lo hicieran, porque todas las parroquias católicas del mundo, motivadas por una encíclica del papa Pío IX, enviaron plata a Irlanda; y porque la tragedia de la hambruna se divulgó con preocupación en periódicos, como El Costarricense.6

A fines de 1846, se establecieron varios comités de recaudación de fondos, tanto en Irlanda como en Gran Bretaña. Uno de los más exitosos y respetados fue el Comité Central de Socorro de la Sociedad de Amigos (cuáqueros), establecido en Dublín. También se creó, en 1847, la Asociación Británica de Ayuda, fundada por Lionel De Rothschild, un banquero judío de Londres, que reunió más de 15,000 donaciones.

Estados Unidos tuvo una participación muy activa y, es obvio que no solo los ricos aportaron fondos. Los jefes de la tribu Choctaw (originarios de Misisipi), habitualmente perseguidos y expulsados de sus tierras, enviaron $170 para los «hermanos blancos de Irlanda». Se recibieron donaciones de iglesias de esclavos en algunos de los estados del sur de Estados Unidos. Unos niños de un orfanato de Nueva York recaudaron $ 2 dólares y los presos de la prisión de Sing Sing, también de Nueva York, enviaron su platita.

La reina Victoria donó 2,000 libras. El sultán de Turquía quiso donar £10,000, pero le advirtieron que sería un insulto al protocolo real, si donaba más que la reina, por lo que redujo su donación a £1,000. Un grupo de presos ingleses a bordo de un barco de convictos envió 17 chelines; pero doce meses después, todos murieron a causa del tifus, por vivir en condiciones brutales e inhumanas. Un dato curioso es que las bailarinas del «Can Can» de París enviaron donaciones; pero la Asociación las devolvió, por considerarlas «ingresos inmorales»; sin embargo, sí aceptaron, después de discusión, un jugoso donativo de un esclavista sureño de Estados Unidos.

Las ollas de la hambruna y el papel de los cuáqueros

En el año 2012, John Cassidy y Mattie Lennon, dos investigadores irlandeses de la catástrofe, se preocuparon por sacar del olvido las ollas de la hambruna, porque se percataron que su papel «había sido casi borrado de nuestra historia debido a la intolerancia, el tonto orgullo, al patriotismo equivocado y a la información falsa heredada» (Mattie Lennon. 2013. The Famine Pot).7 Las ollas del hambre, a veces también se conocen como «calderas de sopa», «ollas de asilo» o también «ollas cuáqueras de la hambruna». Las pequeñas, más cercanas en tamaño y forma a las que conocemos en Costa Rica (desde 1 galón hasta 8 galones), se encontraban en todos los hogares irlandeses y, eran comunes en Europa y Estados Unidos. Se utilizaban para cocinar papas, hacer avena y hasta para hornear el pan. Aunque las ollas domésticas sirvieron para paliar el hambre, y en Irlanda también se les llama «ollas de la hambruna», la olla prototípica de la hambruna es una caldera más grande, donde se podía cocer alimento, para cientos de personas, como la que aparece en la foto inicial del artículo.

Al inicio de la hambruna había unos tres mil cuáqueros en Irlanda, casi todos comerciantes y hombres de negocios. Fueron los primeros en establecer contactos en todo el mundo, para pedir ayuda. Las donaciones se utilizaron, principalmente, en crear comedores de beneficencia, y como se sabe, las ollas son, junto con el fuego, el centro de cualquier comedor. Así que los cuáqueros, además de recibir alimentos, tocaron las puertas de fabricantes de ollas, tanto en Reino Unido como en los Estados Unidos, y llegaron a reunir 294 de estas.

Una de las donaciones de ollas más importante se recibió a inicios de 1847, por «Abraham y Alfred Darby de Coalbrookdale, de todos los tamaños que pudieran necesitarse, junto con los accesorios necesarios» (Hellen E. Hatton. 1993. The Largest Amount of Good. Quaker Relief in Ireland, 1654-1921. p. 105). En la entrega iban 56 piezas (ollas grandes y también algunas más pequeñas). Esta donación de Coalbrookdale, confirma el papel protagónico de la firma, no solo en la fabricación de este precioso utensilio, sino en el interés genuino de contribuir en detener la hambruna de Irlanda, sin ningún tipo de condiciones. Desgraciadamente no se conoce el destino de las ollas Coalbrookdale, es probable que varias hayan sobrevivido. Georgina Grant, curadora principal del Ironbridge Gorge Museum Trust de Coalbrookdale, institución que custodia el legado histórico de la firma, nos comenta que, durante muchos años, el museo ha tratado de encontrar registros, tanto en Irlanda como en Inglaterra; pero sin éxito, hasta el momento.

El gobierno británico, por su parte, proporcionó 600 ollas, en enero de 1847. En junio, había 1,850 ollas del hambre, y más de 3 millones de personas dependían de una ración diaria de sopa en los comedores improvisados. A pesar de que muchos veían degradantes las colas, preferían tragarse el orgullo y llenar sus estómagos vacíos, a veces caminando hasta 30 kilómetros, para comer un plato de sopa o una mezcla de avena.

Evidentemente, la tasa de mortalidad habría sido mayor sin las humildes ollas del hambre. El término despectivo souper o souperism sobrevive hasta nuestros días. Se aplicó a familias católicas hambrientas que tuvieron que cambiarse a la religión protestante, para conseguir la sopa y alimentar a sus pequeños, pues algunas de esas iglesias daban alimento condicionado a recibir instrucción religiosa protestante. Por supuesto que esta no fue una práctica de todas las iglesias protestantes. Varios anglicanos, incluido el arzobispo anglicano de Dublín, Richard Whately, condenaron esta práctica. Por su parte, hubo familias católicas que se resistieron del todo y prefirieron morir de hambre. Fue tan dramático el caso de los soupers que posteriormente fueron perseguidos hasta por los mismos católicos, que los marginaban por «dejarse vender». En contraste, los cuáqueros solo impusieron dos nobles condiciones en sus comedores: que no se discriminara a nadie por sus creencias religiosas, y que no se hiciera proselitismo religioso, como ocurrió en el caso del souperism.

Hay evidencia suficiente para afirmar que la humanidad, generosidad y habilidades organizativas de los cuáqueros salvaron a decenas o cientos de miles de personas de ser sepultadas en fosas comunes (Lennon, 2013). Tanto se valora su aporte que aún hoy, los irlandeses, tienen una frase común para ellos: «nos alimentaron durante la hambruna».

Las comidas que se hacían en estas ollas provenían de alimentos comprados, donados o a veces cultivados en invernaderos; pero a menudo, las recetas no estaban balanceadas nutricionalmente, dando lugar al escorbuto y otras enfermedades.

Después de la hambruna, se les restó valor y, poco a poco, fueron despojadas de su aura salvadora. Se les vio tiradas y rotas en ríos o semienterradas en los caminos. Granjeros las utilizaban para guardar el grano o alimentar al ganado, y algunas eran tan grandes que, en ocasiones, los animales se ahogaban en ellas. Sin embargo, en los últimos años, gracias al noble empeño de personas como Cassidy y Lennon, ha habido un resurgimiento del interés por mantener viva en la memoria la trascendencia histórica de esta tragedia humana, pero sin olvidar el papel fundamental de este humilde utensilio, un verdadero escudo protector contra la muerte. Pocos han sintetizado de forma tan inspiradora el drama humano y el papel de las ollas como la folclorista Estyn Evans (1905-1989): «se aferraron a la olla cuando todo lo demás desapareció».

Notas

1 Para más información acerca de la fuente y la verja del parque central de San José, consulte estos artículos del autor: «Del Palacio de Cristal a la UCR», Áncora, La Nación, 6 de abril de 2014; «Cupido y el Cisne: un símbolo de 150 años», Áncora, La Nación, 21 de octubre, 2018. «La fuente Cupido y el Cisne en la Universidad de Costa Rica», Revista Herencia, Vol. 31 (2), Jul-Dic, 2018; y «La verja del parque central de San José: un destino trágico», Áncora, La Nación, 30 de agosto de 2020.
2 Wiktionary: Hoddy-doddy: de hoddy-dod, un regionalismo inglés obsoleto que significa «bígaro», «caracol», o una concha de caracol.
3 Comúnmente los misioneros llevaban ollas grandes hasta el sitio de su misión. Algunos de ellos fueron objeto de canibalismo por parte de los nativos, motivo por el cual, en dibujos y caricaturas vemos misioneros siendo cocidos en ollas grandes de este tipo.
4 En Sudáfrica, potjiekos traducido literalmente es «comida en una olla pequeña».
5 La isla de Irlanda, la segunda isla en tamaño del archipiélago británico está formada por dos países: la República de Irlanda, que ocupa casi el 85% del territorio de la isla (capital, Dublín); y el país de Irlanda del Norte, que forma parte del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda (capital, Belfast). Los hechos narrados en este artículo corresponden a la República de Irlanda.
6 El Costarricense del 19 de diciembre de 1846 da cuenta de motines de personas muriendo de hambre en el puerto de Youghal, el estado de Castlemaster, y el pueblo de Fermoy. Ver, también, el 16 de abril de 1847 p. 83.
7 Lennon, M. (2013). The Famine Pot. Donegal diaspora.