Las personas sentimos ansiedad en diferentes momentos de nuestras vidas y por motivos distintos, es algo normal. La ansiedad no es solo, ni es necesariamente, un producto mental, también es una consecuencia psicosocial. De hecho, son los factores sociales y las interacciones personales en el espacio común lo que con frecuencia nos lleva a una forma de pensar catastróficamente que refuerza los trastornos de ansiedad, en especial el de la ansiedad generalizada. El problema de la ansiedad es un asunto psicosocial.

Salud mental y cultura de la inmediatez

El tiempo es nuestro mayor tesoro. Es una gran verdad. Lo que hacemos con él, a lo que lo dedicamos, en lo que lo invertimos, define nuestra existencia. El tiempo es un bien limitado con el que conviene ser cuidadosos y aprovecharlo. Sin embargo, nos hemos impuesto un afán cultural de prisa y de impaciencia, de exigencia y de rechazo al fracaso que nos hace interpretar la realidad de manera que la convertimos en potenciadora misma de la aparición del fenómeno patológico de la ansiedad. Y es que, apreciado lector, lectora, probablemente también a usted, como a mí, como a cualquiera, le ocurra que, en la búsqueda de gratificación inmediata, o de soluciones ad hoc a nuestras necesidades, acabemos viendo limitada nuestra tolerancia a la frustración.

La cultura de la inmediatez nos precipita, nos obliga a decidir, nos hace esclavos de la insatisfacción, del estrés y de la ansiedad. Los problemas de ansiedad han crecido en paralelo a la sociedad moderna y se han desbaratado en estos tiempos de hipermodernidad. Tal es así, que los trastornos de ansiedad constituyen la forma más prevalente de enfermedad psiquiátrica en las sociedades contemporáneas, en occidente y cada vez más en casi todo el planeta. Sin embargo, la mayoría de las personas que sufren alguno de los trastornos de la ansiedad no son correctamente identificadas ni reciben el tratamiento adecuado.

Mi amiga Luisa, doctora en medicina general, me lo ha comentado en varias ocasiones, lo ha expresado en diferentes foros y entrevistas, y hasta lo ha publicado en algún periódico o magazín. En síntesis, viene a decir que, cada día, se llenan las salas de espera de los ambulatorios y centros médicos de personas solas y ansiosas para las que, en realidad, no tienen remedio real, más allá de prescribirles ansiolíticos o placebos. Mi querida doctora, entiende bien de qué va la verdadera pandemia del siglo XXI, y que abordar la preocupación excesiva atacando el síntoma y rara vez el fondo del problema, es ya cosa del siglo XX.

Sin embargo, el consumo de medicamentos para la ansiedad, a pesar de no ser la opción más eficaz y la menos recomendable, no ha parado de aumentar. Si bien es verdad que, durante la pandemia de coronavirus que aún padecemos, los problemas mentales han aumentado debido a los factores estresantes psicosociales (les remito al estudio sobre esta evolución publicado en The Lancet ), a las personas nos cuesta la pausa necesaria para abordar adecuadamente un problema de salud mental. Seguimos instalados en la búsqueda de soluciones rápidas, sin tener en cuenta, en demasiadas ocasiones, que esta inmediatez ignora la prevención de la salud, suele cronificar los trastornos ansiosos y, en consecuencia, nos acaba por complicar aún más la vida.

Aquello de que «el tiempo es oro» es un poderoso determinante de la vida en las sociedades hipermodernas. Esta creencia fortalece determinados vínculos de comunicación destinada al consumo (de lo que sea), en el marco de la paradoja de la felicidad de una sociedad en la que el tiempo, en conjunción con el aumento de lo efímero y la inmediatez, se arraiga fuertemente con la ansiedad y, en consecuencia, con los problemas de salud mental y, particularmente con los provocados por el miedo.

La era del miedo

El término ansiedad implica una variedad de apreciaciones que ocuparían un espacio del que no disponemos en este artículo. De forma general, podemos decir que, si bien la ansiedad no es una emoción patológica por sí misma, cuando los fenómenos que se presentan en ella aumentan cualitativa y cuantitativamente, puede llegar a serlo y a convertirse en un estado displacentero caracterizado por sentimientos subjetivos de tensión, aprensión y preocupación excesiva, injustificada que contribuye notablemente al desajuste de nuestro sistema nervioso autónomo. Emociones con las que históricamente nos ha costado convivir, como la tristeza o el miedo.

Durante los últimos dos siglos, la ansiedad ha pasado de suponer un proceso de adaptación y supervivencia, a un problema importante para las personas y para los contextos en las que estas se desarrollan. Si la histeria fue la gran protagonista en la época victoriana, hacia finales del siglo XIX, de los descalabros emocionales, los desfallecimientos, el insomnio, la irritabilidad y la tendencia a causar problemas, principalmente atribuida a las mujeres por la ignorancia masculina (recuérdese la relación entre el paroxismo histérico y el advenimiento del consolador vaginal), en el siglo XX, la transición de la melancolía a la depresión, entendiéndola definitivamente como dos condiciones distintas, iba a determinar los conflictos maniacodepresivos a principios de ese siglo, y la evolución de la depresión como patología severa y extendida en la sociedad y comórbida con trastornos de personalidad, como el narcisista, después de la Segunda Guerra Mundial y hasta principios de este, nuestro siglo XXI.

Hoy, los nuevos escenarios de las relaciones sociales se ven atravesados por patologías, biopatías y trastornos derivados de la emoción dominante en nuestros tiempos: el miedo. Este contexto hipermoderno genera sujetos ansiosos, expuestos a su vulnerabilidad por el miedo. El humano hipermoderno es libre, pero frágil, hedonista y bulímico, el consumo le consume y su tendencia es a vivir en un inquietante equilibrio emocional que se descompone con facilidad en una sociedad de riesgo en la que las manifestaciones de ansiedad encuentran eco en el miedo. Miedo a los vínculos profundos, a la ausencia de referencias y a las angustias y trastornos psicosomáticos que nos provoca. Miedo a la frustración de las expectativas, a la exposición de la ansiedad ligada al fracaso y a la necesidad de éxito de la sociedad del rendimiento.

Nuestra era, más que ninguna otra anterior, está caracterizada por grandes transformaciones en las áreas más importantes de nuestras vidas: el trabajo, la familia, la pareja, en la democracia, en las tendencias afectivo-sexuales, en el disfrute de la libertad y el tiempo. Estas transformaciones repercuten en la forma en la que vivimos, como también lo hacen las situaciones conflictivas que de ellas se desprenden y nos generan incertidumbre y ansiedad anticipatoria. El desempleo, las preocupaciones por la salud, las crisis económicas, los virus, los desencuentros y un sinfín de hipermodernidades más provocan ansiedad individual que, colectivamente, se ha ido introduciendo en el cuerpo social. Y eso es miedo y más miedo. Un miedo, que como lo describe Zygmunt Bauman (Miedo líquido, 2007) «se arraiga en nuestras motivaciones y objetivos, se instala en nuestras acciones y satura nuestras rutinas diarias».

Aunque la sociedad no esté completamente definida por la tecnología (al menos de momento), sí que impone determinados tipos de comportamientos no exentos de miedos. El anonimato no da seguridad sino temor a ser descubierto. Más allá de todas las ventajas que la tecnología actual puede aportar a nuestras vidas, no cabe duda de que cada vez nos aleja más de los demás, contribuye, cuando no se usa adecuadamente o se abusa de ella, a difuminar la noción del otro, del de enfrente y nos sentimos cada vez más inseguros y temerosos en el cara a cara. Podríamos decir, sin riesgo a exagerar, que la tecnología tiene un impuesto psicológico.

La ansiedad hoy en día

La vida, actualmente, es más fácil. Podemos, incluso, asegurar que vivimos mejor que antes. Que, en general, para una gran parte de la población de los países más desarrollados con acceso a más y mejores recursos de bienestar, cualquier tiempo pasado no fue mejor. Sin embargo, los índices de los trastornos de ansiedad aumentan en la población de estos países. Paradójicamente, las condiciones que han permitido el aumento mejorado de la calidad de vida material también han contribuido a elevar el grado de ansiedad.

Aunque ya hemos apuntado lo que, en mi opinión, es sustancia de la que se alimenta esta ansiedad de los tiempos modernos; es decir, la inmediatez, las prisas y los miedos, nos queda por nombrar otro factor más, también, como los anteriores, muy humano, que favorece notablemente el incremento, la prevalencia y la persistencia de la ansiedad en los individuos y en la sociedad: nuestra disposición conductual de evitación de la ansiedad. Hoy sabemos, que los problemas con la ansiedad no son el producto de cambios aleatorios en la bioquímica cerebral, sino que se trata de reacciones a la desconexión social. La evitación es el interruptor principal de esa desconexión.

En cualquier momento, cualquiera de nosotros, puede sufrir una crisis de ansiedad. Podemos experimentar una abrumadora sensación de angustia existencial y una panoplia de síntomas físicos que nos complican la vida, que aumentan nuestra incertidumbre y miedos. Un trastorno de ansiedad es una reacción continua y errónea a una percepción no real, no fundamentada, de temores y miedos, y a la que respondemos de manera poco apropiada huyendo del presente a través de un alivio subjetivo. Como toda ignorancia, la evitación garantiza una sensación relativa de seguridad a corto plazo. Es como construir un murito de arena a orillas de la playa para que el mar no nos moje los pies.

La evitación es una conducta que cambiar, lo antes posible. La evitación es un mecanismo de refuerzo, un condicionamiento de escape, una forma de espera, una manera de inacción frente a la incidencia de la ansiedad en nuestro entorno particular y social. Pero, sobre todo, la evitación es una conducta ineficaz que produce el efecto contrario al que se pretende. Aumenta la persistencia del trastorno, refuerza la sintomatología ansiosa, abre de par en par las puertas a las emociones negativas. Escapar y evitar impide, además, que se produzcan los procesos de habituación al estímulo y de extinción de la ansiedad respecto al mismo, necesarios para dejar atrás la vivencia ansiosa y los perjuicios que ocasiona en la calidad de vida de las personas.

Hay quien deja de hacer planes con la familia o con los amigos, abandona aficiones o se recluye en su casa para no enfrentarse a las situaciones que le producen ansiedad, lo que acaba produciendo un enorme impacto en la salud mental del individuo. Que cada vez nos encontremos con más personas en estas circunstancias, nos devuelve el reflejo de una sociedad que produce seres agotados en la exigencia, en el rendimiento, en la competitividad y, sobre todo, en la comparación.