¿Cuántas caricias virtuales hacen falta para generar el calor producido por una mano delicada sobre la mejilla? ¿Cuántos emoticones con besitos de corazón son necesarios para emular la tibieza de unos labios humanos? ¿Será que nuestras emociones escaparon del vasto sistema nervioso y se apelmazan, ahora, en las fibras oculares?
Bastó una pandemia para terminar de imponer el amor en línea y las relaciones a distancia. Sentado ante el ordenador, e inmiscuido en mi propia soledad, pienso un universo de equivalencias sensoriales. ¿Cuántos me gusta se debe sumar en las redes sociales para sentir lo mismo que produce el abrazo de un amigo, la mirada frontal de la persona amada, la sonrisa de un hijo cuando le besamos su cabeza al acostarlo? ¿Alcanzan cien emoticones para definir el colorido de nuestras emociones? Y si donamos mil seguidores a la causa de la piel, ¿lograremos volver a sentir el contacto humano?
Juntaremos toneladas de likes con tal de saborear una lágrima ajena, algún día, cuando las máquinas hagan todo por nosotros y ni asomemos la nariz de nuestros seguras habitaciones.
Hay tantas poses en Facebook o en Instagram como soledades, tantos filtros fotográficos como inseguridades latentes. Ya nos arde la exposición mediática, y en el camino hacia la cima de los diez mil seguidores vamos descamando la esencia de lo que somos: seres, en esencia, demasiado simples, fallidos e imperfectos, vulnerables, tímidos.
¿Cuántas tendinitis y síndromes del túnel carpiano padeceremos para acercar el amor al museo de cera de nuestra exhibición? El ratón, el maldito ratón que no se despega de nuestras manos y que es una extensión nuestra para manteneros en línea, del otro lado vidrioso de la pantalla.
Pablo Rodríguez Fuente, 25 años, es cofundador de FaceDate (4.000 usuarios). Comenzó a funcionar hace algo más de un mes, pero ya ha notado un incremento de la actividad “de más del 35%”. “Además, ahora, los usuarios tardan muy pocos minutos en responder: están más pendientes aunque no se puedan ver físicamente”.
(Párrafo extractado del diario El País, de Madrid, de hace cuatro años)
Paso una eternidad de esa noticia y, en ese momento, una plataforma de encuentros ya era rentable. Hoy en día Tinder lidera las citas en Argentina con más de 2,5 millones de matches (coincidencias entre personas) y cada día los usuarios dan "Me gusta" o "No me gusta" a 15 millones de perfiles. Instagram, por su parte, tiene 2 mil millones de usuarios activos mensuales y más de 500 millones de usuarios activos diarios. Instagram es la tercera plataforma de redes sociales más popular en todo el mundo. En promedio, los usuarios pasan más de 33 minutos en la plataforma.
Las aplicaciones de chat y citas en línea siguen muy activas, después de años de implementarse. La gente bucea en un océano de perfiles buscando “encontrarse” con alguien agradable. Posiblemente, nunca antes el sexting fluyó con tanta ligereza como en estos tiempos, donde amar es ver, contemplar los cuerpos e imaginar posibilidades detrás de los parapetos de la distancia.
Las conversaciones triviales se incrementan entre los usuarios de las redes sociales, intentando llenar el pozo emocional que ha producido el aislamiento postpandemia, y los algoritmos se han refinado para que la búsqueda nunca termine, para que siempre haya alguien más a quién encontrar; aunque, quizás sea un perfil falso generado con inteligencia artificial.
Después de hacer match, algunos comienzan a idealizar situaciones perfectas, futuros promisorios y realidades de película que trascienden el enfoque enmarcado de la cámara web. Se alucina, porque es “gratis”, y el escozor de la depresión solo se empieza a sentir cuando las horas y los meses se acumulan en el claustro, que es uno mismo.
¿Cuántos perfiles más habrá que pasar para encontrar un atisbo de felicidad palpable? ¿Nos hemos vuelto buscadores compulsivos de contactos? ¿No es una ironía, una solicitud de amistad? Resumir a un símbolo (la solicitud en sí misma) uno de los mayores bienes de la sociedad.
El riesgo del contacto físico tiene mucho que ver con la falta de valentía para superar los desafíos que nos humanizan. Es preferible recluirse como un monje sin norte, a mostrar el alma desnuda en la calle y a los comunes.
Cuando medito, en silencio, distingo un flujo constante en la desconexión física del ser humano y su inmersión total en el universo virtual y, en ese viaje, veo también a los robots humanoides con superinteligencia, abrazados y luchando por emular nuestros besos. Nuevos prisioneros de esta forja extraña que llamamos mundo virtual y redes sociales. ¿Será que nos imiten y hasta las últimas consecuencias? Tal vez reemplacen el hueco que vamos dejando y ellos deseen ser los dueños del contacto con la piel de elastómero y sus múltiples sensores. La utopía de la dejadez, por nuestra parte; y la de la curiosa humanización, por la de ellos. Todo se puede esperar en este mundo controvertido y vertiginoso.
Mientras el mundo gira, se vuelve cada vez más virtual y tecnificado, el amor en línea se ancla a la realidad, profundamente. Y son los jóvenes los que temen arriesgar sus cuerpos, sus corazones y sus miedos, más allá de las pantallas; como si la jungla de la carne los fuese a devorar y el universo algorítmico sea la verdadera calidez y la respuesta final.
¿Acaso llegará el día que deseemos cambiar el millón de me gusta acumulados en las fotos que hemos subido por una abrazo real y verdaderamente humano? Si así fuese, benditos aquellos que guarden el tibio candor de un cuerpo pegado a otro, será un hito de los recuerdos y, sin duda, las máquinas que nos sobrevivan lo estudiarán.















