Sin querer quitarles valor, no los llamaré rituales, por esa carga religiosa que los entinta ni tampoco los compararé con el Black Friday por la misma razón.

Amo los ritos que adolecen, enteramente, de contenido pero que tienen la fuerza y el poder de gratificar la vida. Un diciembre en el hemisferio norte, sin estrellas luminosas ni pinos gigantes, cargados de luces, en las plazas, convertiría el último mes del año en el primero. Diciembre transcurre rápido, la oscuridad está encendida, el rojo lo tiñe todo, el azúcar no necesita disculpas, las mismas melodías y aromas emanan de puertas y ventanas, muchos más que menos las entonan o cantan. Enero tiene la de no terminar nunca y de alargar la resaca al máximo.

En el país que vivo, se celebra junto a los colegas, un almuerzo de navidad. Se comienza a partir de las 13:00-14:00 horas, preferentemente un viernes y se continúa sin pausa hasta el total cansancio. Los ingredientes más importantes son vino, cerveza y café avec. La comida es excelente, pero en realidad no tiene una importancia primordial, pues se trata de no permitir que la rutina laboral tenga influencia en esta tarde-noche, única en todo el año, donde el director no lo es y las colegas antes, a pesar y después del MeToo se visten sugestivas y aceptan piropos y desmanes de los colegas. La maravilla de este rito es que al finalizar produce una amnesia colectiva y el lunes que sigue es un lunes común y corriente. No es que siempre suceda así, hay personas que practican la abstemia y otras que se retiran antes de que comience el baile.

Los 24 de diciembre, cuarto o después de cuatro domingos de adviento, es el día familiar por excelencia. Los hijos visitan a sus padres o los padres visitan a su hijo o hija. La familia se sienta a una mesa, cargada de alimentos predecibles y por eso deseables por unas horas. Luego se baila y canta alrededor del árbol navideño adornado como los años anteriores.

Mientras viven los abuelos los descendientes los visitan. Si hay dos parejas de abuelos se va un año donde unos y el siguiente, donde los otros. Hoy día la ecuación tiene muchas variables. Una pareja con hijos pequeños, por esto de la modernidad, puede tener 4 parejas de abuelos que anhelan ver a los descendientes de los descendientes. Ver a los pequeños cada cuatro años es una alternativa, la otra, la mía, por ejemplo, es trasladar el 24 de diciembre al domingo de adviento anterior al 24 y celebrar con todos los míos, juntos. Es un rito que tiene ya sus años y nos permite alargar las navidades hasta el fin de año, pues el 28 de diciembre la reunión es con toda la familia, es decir, hermanas, sobrinos, nietas, cuñados, nueras, bisnietos y los correspondientes os y as.

Los regalos que se entregan para los aniversarios o que se depositan a los pies del árbol no deberían ser un rito, pero lo son.

Los infantes los esperan, los sueñan, los anhelan y escriben listas con sus deseos. Las generaciones más antiguas deberían ponerse de acuerdo en qué regalarles para no llenar los dormitorios infantiles de plástico y objetos innecesarios. Pero no quiero entrar al problema climático, aunque no me falten las palabras, pero, el rito que celebraremos, y el espacio, no me lo permite.