La cita fue a las 12 del sábado 3 del mes 3 en el Castillo de Montjuic de Barcelona, junto al Mirador de Mediodía: era mi primera cita a ciegas. Pelirroja, la descubrí apoyada en la baranda de madera sobre el acantilado, con el puerto abajo y el mar Mediterráneo azul de fondo. Pelirroja, altura media y cuerpo atlético. Llevaba puesta una camisa beige marcando redondeces, falda negra —ajustada—, zapatos negros con tacón y su chaqueta doblada en el brazo. Me acerqué a ella con el sol bien alto, en primavera. El contraluz le resalta sus imponentes curvas. Aparenta unos 45 años, aunque en la página de contactos ponía 41: tiene 20 años menos que yo y ganas de gozar.

—¿Marutxa? —pregunté sonriendo.
—Sí, soy Marutxa Besteiro —me respondió con sonrisa seductora y mostrando muchísimas pecas rojas en la cara.
—Soy Pepe, Pepe Romero, encantado de conocerte. Hoy hace un día espléndido.
—Sí, tienes razón, Pepe, apetece pasear al sol. Soy maestra en una escuela pública y, aunque paso muchas horas de pie, me gusta caminar al aire libre.
—Yo me dedico al diseño de interiores, me gusta dar vida a los espacios vacíos; paso mucho tiempo sentado frente al ordenador, prefiero disfrutar en los exteriores.
—Es bonito poner color en las casas para que la gente se sienta más a gusto...
—Sí, que la gente se sienta a gusto y aproveche mejor los espacios. Las viviendas en la ciudad son muy pequeñas y hay que sacar provecho de cada palmo; mucho más ahora que, debido a la pandemia, trabajamos en casa y pasamos muchas horas encerrados.

Paseamos despacio por el camino de ronda colgado sobre el puerto. Encontramos una pareja entrada en años deambulando, dos tortolitos franceses dándose el pico,1 una morena cuarentona con chándal azul haciendo running, dos chavales a buen paso; un chino tocando el saxo, dos peruanos vendiendo abanicos, un subsahariano mostrando collares; un misionero americano de esos con camisa blanca, doce japoneses haciendo fotos; un barrendero recogiendo colillas de cigarro, un mendigo dando los buenos días y turistas —cientos de turistas— entrando y saliendo por el puente del castillo.

—Mis padres son de origen gallego y yo nací en Barcelona, en un barrio humilde del norte. Quería ser pintora, por eso estudié Bellas Artes; me fascinan Magritte y los surrealistas. Estuve un tiempo de maestra interina, luego aprobé las oposiciones y vine a vivir cerca de mi escuela. Ya pasaron muchos años, desde entonces vivo sola, estoy soltera.
—Mis padres son de origen andaluz y yo nací en un suburbio pobre al sur de Barcelona. Estudié arquitectura en la Universidad Politécnica. Me fascinan las formas limpias de la Bauhaus2 y el uso de luces y sombras que hace Jean Nouvell en la Torre Agbar3. Siempre he vivido en Barcelona, primero en la periferia, ahora en el centro. Conviví varios años con mi pareja, arquitecta, pero lo dejamos hace unos meses.

La puerta del castillo está abierta invitando a entrar. Al cruzar el puente levadizo el piso de madera se balancea y las tablillas resuenan queriendo saltar;1 Marutxa se estremece. Al otro lado, en la penumbra del estrecho túnel, subimos rápido por la pista adoquinada. En la Plaza de Armas, en otro tiempo llena con miles de presos políticos5 y a esta hora vacía, resuena el eco de nuestras pisadas. El museo —antes militar, ahora centro de paz— muestra cañones, objetos y libros; tiene un bar. Nos sentamos afuera. La camarera llegó pronto con la carta de tapas en una mano y un paño para limpiar la mesa en la otra.

—Yo tomaré un Martini rosso con pulpo, Pulpo a feira6 —se adelantó Marutxa.
—Para mí otro Martini y también eso que están friendo en la cocina, con ese fuerte aroma que me abre el apetito: calamares a la andaluza.

Luego del primer brindis, «por este día maravilloso», nos recreamos con el vermut amargo y compartimos sabores de pulpo gallego y de calamares andaluces.

—El Pulpo a feira me trae recuerdos de cuando iba con mis padres a Galicia durante las vacaciones de agosto. Mi abuela preparaba el pulpo que le gustaba a mi madre. Es muy fácil prepararlo, primero hay que ablandarlo, antes lo golpeaban contra una roca, también he visto en Grecia que lo secan colgado al sol durante 21 días; ahora es suficiente con congelarlo y descongelarlo. Se hierve durante media hora y luego se corta con unas tijeras en trozos muy delgados. Antes de servirlo se aliña con aceite de oliva y pimentón.7
—Yo recuerdo que iba con mis padres de vacaciones a Andalucía, cerca de Málaga. Tomábamos calamares y pescaditos fritos con vino blanco.
—Mi madre prefería el pulpo, a mi padre le gustaba más chupar las almejas vivas, abiertas, mientras lanzaba miradas sospechosas hacia mi madre, que se ponía la cara colorada. Nunca entendí aquel rubor de mi madre mientras mi padre chupaba almejas vivas; ahora comprendo: a mí también me gusta ver a los hombres chupar la almeja cuando está abierta y viva —me lanza Marutxa con intención libidinosa.

La respiración se me para, mi corazón estalla, trago saliva, silencio...

—Los anillos de calamar rebozados con poca harina están muy tiernos —prosigo y consigo desviar la conversación.

Hablamos de esto, de aquello, de lo otro y de nada durante una hora larga.

Al fondo de la plaza las escaleras de piedra invitan a subir; hacia ellas fuimos avanzando acompasados. La inmensa terraza está abierta a los cuatro vientos, ofrece las mejores vistas hacia el mar, las montañas y la gran ciudad. Nos paramos en una esquina para divisar el panorama desde arriba. El fuerte viento marca curvas en su camisa de seda; una perla centellea en su ombligo por la escasez de la tela. Su escote está convenientemente desabrochado, como yo soy más alto que ella, saboreo desde arriba las amplias vistas:

Dos montes blancos,
dos violetas,
buscan libertad.

Dos pasteles de nata,
dos fresas,
anuncian
dulces tardes de otoño,
cálidas noches de invierno.

Dos violetas, dos fresas,
piden volar.

Llegamos hasta la torre de vigía, hacía demasiado viento.

—Entre 1792 y 1793, el astrónomo francés Pierre Mêchain obtuvo las coordenadas geográficas de Barcelona y estableció el punto geodésico que serviría para medir el arco meridiano de Dunkerque. Las dimensiones de este arco, que une Barcelona, París y Dunkerque, se usaron en su momento como base del sistema métrico decimal8 —le explico—. ¿Cómo ves el mundo, Marutxa?

Tras larga pausa, responde reflexiva:

—No lo veo mal, dicen que el mundo es redondo.

Nueva pausa, silencio, y primeras risas compartidas.

—Con este confinamiento, con tanto tiempo enjaulados, yo veo el mundo plano, muy plano —replico.
—Hace frío aquí —susurra Marutxa.
—Sí, Marutxa, mucho frío; es viento norte —respondo—. Es mejor que nos recojamos, que bajemos la plaza.

El paseo por la terraza duró pocos minutos, fue un visto y no visto, tiempo suficiente para contemplar la gran urbe a los pies, el inmenso mar abajo y dos montes blancos.

Bajamos las escaleras deprisa y nos refugiamos en el restaurante. Allí nos sentamos para comer. La camarera trajo la carta de platos un rato después.

—Yo prefiero ensalada, paella de mariscos y merluza fresca a la plancha con ajo y perejil —sugiere Marutxa.
—Yo tomaré lo mismo —afirmo. Acompañado de un vino de aguja, de Perelada.
—Y flan de postre, para ambos —propone.

La comida transcurre ligera y pausada entre aromas de marisco y la suavidad de la merluza; hablando de esto, de aquello, del tiempo, de los políticos, del gobierno...

Y después de comer... un paseo por el jardín, paso a paso, juntos, pero no juntados, con miradas que se buscan y se esquivan. A la sombra de los naranjos —en un recodo— nos paramos, nos miramos a los ojos, en silencio: quedaron dos montes blancos, bajo el sostén rosa, por destapar. A la puesta de sol los cabellos rojos de Marutxa irradian fuego; el viento marino ondula su larga cabellera, apura sus caderas, sugiere tortuosos caminos, resalta dos botones saltones que, bajo la camisa de seda, quieren estallar.

Cae la noche, la media luz. Nos recogemos. Llegamos a mi casa en taxi, en silencio. Con los labios cerca y la mirada ciega, sus ojos brillan como luces en el mar.

Me despierto al alba. Abro los ojos y la veo a mi lado aún dormida; siento su piel cerca y su cuerpo caliente, aún dormida:

Mi Virgen tiene el cabello rojo y largo,
de vikinga;
la mente abierta,
la cara marcada por las penas de la vida,
la piel de fruta fresca
y cuerpo de bailarina.

Busqué, la encontré
y llegó:
en primavera.

Rompe el día. Desayunamos rápido en el balcón, ella marcha a trabajar pronto. Nos besamos, nos abrazamos. Nos despedimos naciente y el azul mediterráneo de fondo, al amanecer.

Mi Virgen tiene el cabello rojo y largo,
de vikinga,
llegó en primavera.

Y entre las sábanas dejó
un broche de nácar
que se le «olvidó».

Notas

1 Dándose besos.
2 P. ej. Weisenhofmuseum.
3 Torre Agbar.
4 Puente de acceso al Castillo de Montjuic.
5 Calabozos del Castillo de Montjuic.
6 Famosísimo plato de Galicia.
7 Ver receta para cocinar pulpo.
8 Terraza y torre de vigía del Castillo de Montjuic.