Ayer no empecé a escribir este artículo, aunque lo pensé. Lo he empezado hoy, después de darle algunas vueltas a sensaciones y emociones. El recuerdo de una vivencia personal de juventud es el desencadenante de encontrarme ahora, escribiendo lo que escribo. Me bajé de la estantería La banalidad del mal de Hannah Arendt; aunque no sabía muy bien por qué, en ese momento.

Los recuerdos, cuando tienen algún matiz traumático los enviamos, con frecuencia, a algún lugar recóndito de la memoria. En realidad, los dispersamos entre los diferentes córtex cerebrales. Es un mecanismo de defensa de nuestra vulnerabilidad. La dispersión del recuerdo nos proporciona una sensación de seguridad que nos facilita continuar con nuestra cotidianidad sin demasiados problemas. Cuando esto no ocurre aparecen los trastornos postraumáticos y las disociaciones traumáticas.

Lo que ocurre es que, una noticia, una palabra, una persona, un hecho, hace posible que nuestra memoria autobiográfica nos devuelva un suceso del pasado reconstruido, narrado y secuenciado de tal manera que nos parece que lo estamos viviendo como si acabara de ocurrir. Ayer fue 19 de octubre y se cumplieron 10 años desde que ETA anunció el cese definitivo de toda su actividad paramilitar criminal. Ayer me acordé del 19 de junio de 1987.

La matanza como mensaje

Los hechos autobiográficos con implicación emocional se recuerdan, normalmente, con más detalles que los recuerdos neutros. Esto no quiere decir que los recuerdos recordados sean exactos, ni la memoria inmune al paso del tiempo.

El 19 de junio de 1987, pasados unos minutos de las cuatro de la tarde, a la altura del metro de la Sagrera, en la avenida de La Meridiana de Barcelona, subido en la moto con la que me ganaba la vida y pagaba los estudios, la tremenda explosión, aunque lejana de la esquina de la calle Garcilaso donde me encontraba, nos zarandeó como hoja de papel.

Si me preguntaran que pasó después, no lo recuerdo, ni siquiera sé si entregué la correspondencia comercial que llevaba, si permanecí mucho tiempo allí o me fui a casa. La imagen en mi cabeza es la de una enorme columna de humo negro y una extraña percepción de olor acre, picante, de aceite de coche quemado y mucha gente, desconcertada, que mirábamos en la misma dirección. El comando Barcelona de ETA detonó un coche cargado de explosivos en el aparcamiento subterráneo del centro Hipercor de La Meridiana de Barcelona. La explosión mató a 21 personas y dejó numerosos heridos de diferente gravedad.

Ninguna de aquellas personas muertas o heridas en el Hipercor era, en realidad, objetivo del comando. Era la primera vez que ETA atacaba un objetivo civil de manera indiscriminada. Aunque eran años de atentados y muertes casi a diario, ETA había decidido enviar un mensaje a través de una matanza.

El motivo, ideológico, político y criminal es sencillamente aterrador. Matar a mucha gente genera escenarios apocalípticos y la percepción perturbadoramente ansiosa es, para cualquier persona, la de no estar a salvo en ningún lugar. El mensaje de miedo e intolerancia del atentado de Hipercor afectaría a toda la sociedad en su conjunto. Y este era su verdadero objetivo, el de la banda, pero también el de cada uno de los terroristas.

Los atentados los cometen personas, y en muchas ocasiones, en diferentes contextos y bajo determinadas condiciones, las personas somos capaces de manifestar violencia extrema hacia otras personas. Con frecuencia, cometemos el error de considerar que un extremista o un fundamentalista es una persona trastornada, a la que le han «lavado el cerebro», o que necesariamente tienen que padecer algún tipo de trastorno mental, porque, de otra manera, no nos entra en la cabeza que alguien en su sano juicio pueda poner una bomba para matar a cualquiera.

La realidad es que la mayoría de los terroristas (existen numerosas investigaciones al respecto) no padecen ningún tipo de trastorno o enfermedad mental. Son gente heterogénea, corriente; pero radical y carente de empatía con todos aquellos que están fuera del grupo, de la raza, de la simpatía política. Pero, no olvidemos que la mayoría de los crímenes contra la integridad física de las personas son cometidos por gente común y corriente. El terrorista es un sujeto racional que sabe bien lo que hace. No es un loco, sino un tirano.

Psicología de tiranos

La banalidad del mal (ya sé por qué cogí el libro) es ese concepto que afirma que gente aparentemente normal es perfectamente capaz de cometer crímenes y atrocidades. Hannah Arendt escribió su libro después de asistir, en Jerusalén, en 1960, al juicio del criminal nazi Adolf Eichmann, responsable de las deportaciones de millones de personas hacia los campos de exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Eichmann, probablemente un hombre al que mucho antes de que entrara en las SS, sus vecinos lo consideraran incapaz de hacer daño a nadie.

Algo menos de un año después, Stanley Milgram (1961), llevó a cabo un conocido experimento con voluntarios que, ante los errores de respuesta de otros voluntarios, debían administrarle una descarga de 15 vatios, cumpliendo órdenes de un instructor. Cada error sumaba 15 vatios más. Las preguntas eran difíciles. Curiosamente, este experimento fue ideado para responder a la pregunta ¿podría ser que Eichmann y un millón de cómplices más del Holocausto solo estuvieran siguiendo órdenes?

Los resultados fueron sorprendentes. El 65% de los muchachos que realizaban las descargas eléctricas mostraron poca resistencia a las órdenes de administrar la descarga eléctrica, a pesar de escuchar al otro lado de la puerta alaridos y súplicas (todo era un simulacro, los aparatos estaban amañados y las voces grabadas, aunque ninguno de ellos lo sabía). Muchos de aquellos muchachos evidenciaron cómo la empatía o la compasión desaparecen de nuestras cogniciones y ocupa su lugar un placer perverso y una satisfacción de adherencia al grupo dominante, al grupo de personas que no se pensaría utilizar la tortura, el chantaje o la violencia para imponer sus ideas o mantener sus privilegios.

No toda persona que expresa opiniones radicales, extremas, se involucra en acciones violentas; pero todo terrorista se retroalimenta de ideas radicales que le llevan al convencimiento de que utilizar la violencia está justificado en pos de un objetivo mayor. Hasta los fundamentalismos más sanguinarios se sustentan en ideas románticas sobre el bien común. La explosión de aquel Ford Sierra supuso la expresión más maligna de la mentalidad terrorista y eje sobre el que pivotan las creencias de todo el que es capaz, finalmente, de ejecutar actos de una violencia brutal: la desidentificación.

La pérdida de la visión del otro, de la deshumanización a través de la merma de empatía y juicio crítico, produce que lo relevante en la acción violenta no sea el asesinato de alguien, de muchos o el sabotaje, sino los efectos psicológicos del terror sobre una mayoría, y la adquisición de admiración de unos pocos, que se hacen muy visibles por efectos de la intimidación. El terrorista es lo que quiere, que tengas miedo, miedo hacia ellos, miedo hacia ellos todo el tiempo. A diferencia de un vulgar criminal, de un pandillero e incluso de un sicario, el terrorista adiestrado es más capaz de tiranizarnos, porque entre su munición cuenta con el conocimiento de que las experiencias crónicas de miedo pueden transformarse en una angustia psicopatológica que perturba a las posibles víctimas del terrorismo, sus familias, allegados, protectores, compañeros, conocidos y, por ende, a toda la sociedad.

Los seres humanos comunes y corrientes se pueden volver brutales en un contexto grupal. La psicología lo ha demostrado de manera inequívoca. En 1970 un polémico experimento, realizado en la Universidad de Stanford, por el psicólogo Philip Zimbardo, que consistía básicamente en las relaciones de poder en un contexto similar al de una cárcel, con voluntarios guardianes y voluntarios reclusos. Fue tal la violencia del grupo de rol de guardias, de cada uno de los jóvenes que lo componían, que el experimento hubo de detenerse. La conclusión fue que los comportamientos capaces de llegar a la violencia extrema (como ocurre con los terroristas), suelen tener una de sus explicaciones en las relaciones grupales que se desarrollan en contextos donde se habilita el exceso de poder, es decir, donde podemos ser casi todo lo tiranos que queramos.

¿Debemos entender, entonces, que la matanza de Hipercor, como todas las de ETA, IRA, Al Qaeda, ¿o cualquier otro grupo que ejerza violencia extrema, obedece al envalentonamiento de alguno o todos los componentes de sus estructuras paramilitares?

La bitácora personal del terror

No hay duda de que una de las patas del adoctrinamiento terrorista es sentirse parte y seguro dentro del grupo. El aprendizaje vicario dentro de estas estructuras es un elemento clave en el desarrollo para la capacidad de operar, de desarrollar finalmente conductas individuales dirigidas a postularse como garantía del miedo de los demás. Se sienten, por ello, relevantes.

Como ya comentamos anteriormente, el terrorismo como forma de violencia extrema no es el acto demoníaco de unos cuantos psicópatas envalentonados por el grupo. Un terrorista no es un homófobo que da patadas a un homosexual oculto en el enjambre de piernas de muchos otros homófobos. Un terrorista es alguien capaz de matar y muchas veces hasta de morir por aquello en lo que quiere creer. Y con frecuencia se las puede valer por sí mismo para ejecutar sus acciones.

Aunque también como persona forma parte de la banalidad del mal, el terrorista psicológicamente está mucho más configurado que los voluntarios en los experimentos, tanto de Milgram como de Zimbardo. Sus aptitudes primero y sus actitudes después obedecen a una hoja de ruta repleta de directrices que el aprendiz de terrorista acepta cual catecismo o libro rojo y se basa en el postulado psicológico de que, cuantas más desviaciones existan de las expectativas de una conducta civilizada, más impacto tendrán las acciones violentas sobre la psique de los demás.

Esto fue lo que ocurrió con el atentado de Hipercor, y otros posteriores. Esto es lo que hemos venido experimentando con las atroces ejecuciones realizadas por el conocido como Estado Islámico. El terrorista individualiza el objetivo grupal, que no es otro que tratar de conseguir que los demás se rindan. El terrorista no pierde la cabeza y se lanza a una vorágine de sangre solo porque es el camino emprendido por un colectivo para la consecución de un fin. Lo macabro suele estar más a menudo en uno mismo. Somos capaces de hacer cosas terribles cuando nos identificamos con grupos violentos, pero no nos hace falta pertenecer a un grupo violento para hacer cosas terribles.

El terrorista es un ser especialmente autónomo en este sentido, independientemente de que obedezca instrucciones o forme parte de un plan minuciosamente elaborado para atentar. Son individualmente, cada uno de ellos, el engranaje perfecto para la guerra psicológica que persiguen. Con frecuencia, comentemos el error de considerarlos cortados por el mismo patrón, cuando, en realidad, podemos diferenciar a muchos de ellos por su particular historia de terror.

La guerra psicológica del terrorismo consiste en penetrar en nuestras consciencias y hacernos creer que no hay nada que no sean capaces de hacer. Y así lo llegaron a demostrar. Diez años después de la masacre de Hipercor, y de un periplo de coches bomba, de bombas lapa y de tiros en la nuca, mataron a Miguel Ángel Blanco, y en ese crimen se desveló, en mi opinión, la realidad de la implicación mental del asesino, un poco más allá de las órdenes. Es decir, de su implicación personal en la revancha social y local, en su idea particular de desprecio al diferente y en la manera en que cómo busca culpable para la frustración de sus propias expectativas personales.

A diez años vista

Afortunadamente, ETA dejó de matar. Nada, en relación con la experiencia terrorista vivida durante más de 40 años puede mejorar eso. Hay cosas que te alegran la vida cuando llegan y otras que te devuelven la paz y la alegría cuando se van. Hoy hay mucha gente joven que no sabe o no recuerda que era ETA, y aunque conviene que debamos explicarles y tengan una visión clara de lo que sucedió, es un alivio que no la conozcan tal y como la conocimos.

Los tiempos de vivir casi permanentemente en shock por la incertidumbre de ETA, por su imprevisibilidad, por el carácter obstinado y obsesivo de sus componentes, pero, sobre todo, los tiempos en que permanecíamos resistentes al terrorismo, ya no nos fracturan psicológicamente. A diez años vista, ETA ya no le quita el sueño a nadie, ya no nos hacen sentir con esa amarga satisfacción de no haber sido nosotros alguna de sus víctimas.

El fin de la violencia extrema de la dictadura terrorista es el fin de la banalidad del mal de los miembros de la organización ETA. Mantener la esperanza de una reencarnación de la banda no es diferente a desear el resurgimiento del nacionalsocialismo o del fascismo franquista. Quienes así lo desearan saben perfectamente los límites que están conscientemente dispuestos a traspasar y, en consecuencia, el daño que están dispuestos a volver a provocar.