Soy una mala persona. Ya está. Lo dije. ¡Qué paz! Siento que se me quita un peso de encima. Hay tantas personas que se gastan la vida justificándose y es una pena. Yo era así. Ya no. Me libera poderlo reconocer. Tal vez sea esa la razón por la que la sentencia de que la verdad te hará libre sea cierta. Fueron tantos años de estarme justificando, de estar abrazando una bondad más falsa que una moneda de plástico, de estarle echando la culpa a los demás por el daño causado y ya estuvo bien. Soy mala, ya está. Es así de simple.

No necesito justificarme por lo que hice. Por supuesto, hasta en la maldad hay grados. Yo no soy de las que dice que matar a alguien no es cosa del otro mundo. Sería incapaz de apuntar a alguien con el cañón de una pistola o de un fusil, tampoco me atrevería a clavarle la punta de un puñal a nadie, ni siquiera en defensa propia. Sé que hay los que, sin hacerse preguntas, se las averiguan para liquidar a alguien si les estorba, como si estuvieran siguiendo la receta para hornear galletas y luego siguen por la vida tan felices. No, tampoco. Sería una exageración innecesaria confesar algo así. Si entre los perros hay razas y entre la gente hay clases sociales, en la maldad también hay diferencias. No, no estoy empezando a justificarme otra vez. Pero tampoco hay por qué exagerar. Eso no me resta maldad ni me acerca a ser menos mala.

Soy de las malvadas que no soporta que le estén hablando de lo inteligentes o guapos que son los hijos de alguien, cuando en realidad son tan adorables como el olor al hígado encebollado. Soy de las que, si nota que alguien se está haciendo la disimulada para no saludar, va y se les planta enfrente, solo por el gusto de mortificar. Mi maldad me lleva a incomodar a la gente que va a pasear a sus perros y no recoge las porquerías que hacen sus mascotas a las que les dan trato de hijos. Me burlo de esos treintones y cuarentones que se quieren seguir sintiendo adolescentes. Bostezo sin pudor si alguien está siendo cursi, me río de los presumidos y soy incisiva cuando me quieren contar mentiras. Me enervan los payasos que creen que las bibliotecas son parte de la decoración de un hogar y no el centro de rotación de la vida familiar. Eso me llevó a perpetrar una de mis últimas maldades.

Soy mala, no tonta. Tal vez, no me he visto en la ocasión de ser otro tipo de malvada. Nadie sabe como va a reaccionar ante ciertas vicisitudes, por algo dicen que Dios no les da alas a los alacranes. De todas formas, frente a mis maldades me invento cien mil coartadas para salirme con la mía y luego otras cien mil consideraciones para sacarme la responsabilidad y aventársela a alguien más. Eso es lo que he hecho toda mi vida, eso o resolver las cosas con lagrimitas de cocodrilo mientras me muero de risa por dentro. Aunque, en estricta justicia, ya no lo hago, a estas alturas, ya no tengo por qué andarme justificando, el tema de la bondad martirizante me tiene sin cuidado. No me gusta el papel de víctima: se ha convertido en un horrible lugar común.

En serio, la maldad es una cuestión de capacidad y hay criminales que afirman que el estado de ánimo contribuye. Yo estoy segura de que es cierto. Si bien, no soy capaz del violar el quinto mandamiento de la Ley que Dios le entregó a Moisés en el Monte Sinaí, sí fui capaz de transgredir el séptimo y no siento el menor de los remordimientos. Lo hice porque pude, porque me pareció divertido y porque después de tres copas de champaña, el ánimo sí que contribuye. No fue nada que se haya planeado con frialdad, la ocasión me hizo ladrona. Se abrió ante mí una ventana de oportunidad y no resistí la tentación de aprovecharla. Lo cierto es que ya habíamos hablado mucho del tema y las fichas de ajedrez se acomodaron para que yo pudiera hacer una jugada limpiecita.

La primera vez que escuché sobre el objeto en cuestión, fue en una plática de café. Juan Carlos me contó que, en la biblioteca personal de Frida Kahlo, en un estante que tiene puertas de vidrio y cerradura, se encuentra una primera edición de La guerra y la paz de Lev Tolstoi que su abuelo le había prestado a la pintora. Libro que jamás fue devuelto. Siempre que Juan Carlos platicaba esa anécdota, la remataba con una advertencia que su abuelo había leído en la biblioteca del monasterio catalán de San Pedro: «Si te presto un libro y no lo devuelves, que los gusanos de los libros te roan las entrañas, como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno te consuman para siempre».

La sentencia me parecía muy dura, pero en algo tenía razón: una cosa es prestar y otra regalar. Además, era una pena que semejante libro estuviera condenado a no volver a ser leído por estar guardado bajo llave. Los libros no son adornos, son artefactos que están hechos para ser leídos; si les quitas su propósito, les robas su esencia. Y, si de maldades se trata, ¿qué peor maldad que robarle su esencia a un libro? Cada vez que tocaba el tema, Juan Carlos elevaba un poco el tono de voz, respiraba en forma agitada y de repente se quedaba lívido, como si se perdiera en los ruidos del ambiente y concluía con un: algún día me lo voy a robar. Me reía y él se quedaba serio. Se frotaba las manos como si tuviera el ejemplar frente a sí. Esperaba que algún día lo hiciera, que se le presentara la ocasión y se atreviera. Creí que no se animaría, siempre ha sido una persona de hablar pausado, de caminar lento, de esos que anda en las nubes buscando respuestas o con la nariz metida entre las hojas de un libro o escribiendo en algún cuaderno de hojas rayadas. Pero, deseaba que lo hiciera y que me contara su hazaña.

Es que, un profesor sin teorías, un hombre sin ideas, un perro sin pulgas y un libro sin lectores valen para lo mismo: para nada. Y, ahora que sé que soy mala, puedo asegurar que un travieso sin una maldad aspiracional tampoco vale gran cosa. Y, como no se puede ser una persona de acción y de contemplación al mismo tiempo, aquella tarde le di un empujoncito al destino para que se cruzaran los límites necesarios y se pusieran manos a la obra. Me enfada la gente que se pasa la vida hablando.

Debo insistir en que no hubo un plan como tal. Pero, desde que nos dijeron que la fiesta anual de la facultad sería en el Museo Frida Kahlo, Juan Carlos y yo nos miramos con cierta complicidad. Solo eso. No hubo reuniones conspiratorias ni tácticas estratégicas. Simplemente, fuimos los primeros en confirmar asistencia y ya. Y, como no hay plazo que no se venza, la fecha alcanzó su día. Fui de las primeras en llegar al lugar. Las mesas periqueras estaban dispuestas en el jardín, los meseros con sus filipinas blancas y corbatas negras de pajarita ofrecían bebidas y bocadillos a los asistentes. Conforme se vencía la tarde, una serie de luces indirectas se fueron encendiendo. A las ocho el lugar estaba lleno de invitados y la noche era oscura.

A esas alturas, ya me había anticipado a dar un recorrido de reconocimiento por el lugar. La información es poder. Las visitas guiadas habían iniciado desde temprano, lo que sirvió para explorar las posibilidades. De inmediato vi la primera dificultad, no había libre tránsito por la casa, para visitarla había que apuntarse en una lista y esperar a que personal del museo te acompañara, no había recorridos libres. Dos guías del museo eran las encargadas de tutelar las visitas. Los grupos eran de diez personas máximo. Se pasaba de una habitación a otra, de un espacio al otro en los que se veían fotos de Frida y Diego, oleos de la pintora, utensilios de barro en la cocina, pinceles y caballetes en el estudio y así se conocía la casa mientras se escuchaban anécdotas de la infancia de Frida, de su padre, de Diego, de Trotsky. Por suerte, no hay cámaras de vigilancia. Nos apuntamos y escuchamos con paciencia todas las explicaciones. Por fin, llegamos a la biblioteca. Mientras la guía contaba alguna fábula de la vida de la gran representante del surrealismo, Juan Carlos y yo nos acomodamos cerca del estante. Mira, ese es, me señaló. Apreté los labios y asentí. En tanto valoraba las palabras, ubiqué el ejemplar. Un hermoso libro de tapas de cuero color tabaco, muy desgastadas. Un libro triste que fue muy usado y ahora estaba olvidado, aburrido, anhelante.

—¿Estás seguro de que ese es el libro que tu abuelo le prestó a Frida?

—Segurísimo —me respondió mientras se pasaba la mano por la barba y asentía para afirmar de que estaba cierto.

El recorrido continuó a las habitaciones de Frida, el contingente en el que llegamos hasta ahí salió y Juan Carlos y yo nos quedamos en la biblioteca. Jalé la puerta del estante. Nada, estaba cerrada. Lo miré y elevé los hombros. Me miró, apretó los labios y los dejó como una línea recta. Me guiño el ojo izquierdo. Sacó una tarjeta de crédito, se ajustó los lentes y la pasó por el contorno de la puerta. El movimiento fue enérgico: la desplazó por la ranura de arriba abajo. Escuchamos el crujido de los pistones. La cerradura cedió. La puerta se abrió con un rechinido. La cerramos de inmediato, como en un acto reflejo. Cuando el vigilante entró al lugar, no sospechó nada y salió de la biblioteca. Es ahora o nunca, dije. Vi en la mirada de Juan Carlos la flama del arrepentimiento, así que, abrí el librero, saqué el ejemplar, lo metí a mi morral y me reincorporé al recorrido.

Me imagino que Juan Carlos se quedó en la biblioteca a cerrar la puerta del estante ya que tuvo la astucia de no acercarse a mí en toda la noche. Al terminar el recorrido por el museo, yo me regresé a la mesa donde estaban el director de la facultad y los coordinadores de las carreras. Él anduvo caminando por el jardín, lo vi acomodarse en otro grupo, se sentó con Raúl y Cecilia, pero andaba serio, no platicaba. Me miraba de vez en cuando y yo acariciaba mi morral. La fiesta estaba llegando a su fin, algunos de los profesores y del personal administrativo ya se habían ido. Así que cuando Juan Carlos se ofreció a llevarme a casa, acepté feliz.

Lo que no tuve previsto fue que antes de salir, había un aparato de rayos X, por el que tenías que pasar tu bolsa. Me sudaron las manos. No había vuelta atrás. La biblioteca estaba cerrada. No podía regresar a dejar el libro en su lugar. ¿Qué hacemos?, me preguntó mi cómplice. No te preocupes. Yo me encargo. Ahorita me deshago de la evidencia. Se me ocurrió ir al baño y dejar el botín ahí, pero Cecilia se ofreció a acompañarme y no pude decirle que no sin hacerme sospechosa. Y, como ante la desgracia no queda más que mirar al frente, imité a Lot y me fui derechito con una seguridad de movimientos que no sé de dónde me salía. Entré a lavarme las manos, dejé el morral en una esquina, salí a paso veloz sin esperar a mi acompañante y le hice señas a Juan Carlos para que se saliera conmigo. ¿Todo en orden?, me preguntó agobiadísimo. Todo en orden, respondí orgullosísima de mí astucia.

Estábamos pasando el umbral de la Casa Museo de Frida Kahlo cuando sonó mi teléfono. Lo dejé timbrar. Juan Carlos se fue a buscar el coche. Volvió a sonar. Era Cecilia. ¿Dónde andas?, pensé que te vería al salir del baño, pero no te preocupes, dejaste tu morral en la esquina junto al lavabo, pero aquí lo traigo. No, no, no me lo traigas. Deja eso ahí, no es el mío. ¿Cómo no? Ya revisé. Aquí está tu credencial de la universidad. ¿Mi credencial?, tragué gordo. No te apures. Ahorita te lo doy. ¿Dónde estás? Afuera, ya nos vamos. Déjalo ahí, yo mañana vengo a recogerlo. Lo único que me urge es la credencial. Si quieres, esa sí guárdamela, me la das después. No, espérame en la puerta, te lo llevo todo. Espérame, ahorita te la doy. Así, ya no tienes que regresar. Sí, aquí te veo.

Ya ni modo. Me acerqué a la puerta. Soy mala, no maldita. La vi haciendo fila para salir, en medio de los trabajadores del museo y de los empleados de la empresa de banquetes. Mientras esperaba parada en la banqueta, junto a la puerta del museo, me tronaba los dedos y buscaba a ver si Juan Carlos ya llegaba con el coche. La vi entregar el morral al guardia de la salida, lo introdujo en la máquina. Apreté fuerte los dientes, cerré los ojos. La máquina pitó. Casi me caigo. El guardia le entregó mi morral y le deseó buenas noches. Al mesero que se estaba robando un sacacorchos se lo llevaron a otro lado.

—Toma, dejaste el morral en el baño. Pero aquí está, sano y salvo.

Me dieron ganas de darle un puñetazo en la cara. Le di un abrazo. Ella arrugó la cara, como pensando que no era para tanto. Hasta le hubiera dado un beso o le hubiera arrancado el pellejo, pero me contuve. No quería que notara que me sudaban las manos y me temblaba el cuerpo. Abrí el morral y ahí estaba el libro. Creo que ni le di las gracias ni me despedí. Jamás he vuelto al museo. Ni cuenta se dieron de que algo falta en la biblioteca.

Robar está mal, punto no hay que agregar nada más. Cecilia se enteró de lo que hice y ya no me habla. Ni hablar, reza el dicho popular que ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón. Frida no regresó el libro. No era de ella. A veces pienso en la sentencia que pronunciaba el abuelo leyó en el monasterio catalán de San Pedro y, de inmediato, tomo conscientemente la decisión de que yo no me robé nada, recuperé algo y se lo devolví al legítimo dueño. Robar está mal, punto. Sin embargo, los malos también tenemos nuestras satisfacciones. Ahora, cuando veo que Juan Carlos imparte clases de literatura rusa y saca un libro de cuero color tabaco con tapas desgastadas, siento que hay algo de redención. Lo lamento, los libros no son adornos y las bibliotecas no son parte de la decoración. Por lo menos, ese ejemplar recuperó su esencia. ¿Cuánta maldad hay en eso? Y, no. No me estoy justificando.