La evolución de la forma es el drama principal de la historia de la vida, tanto en el registro fósil como en la diversidad de especies vivientes.

(Sean B. Carroll en «Endless Forms Most Beautiful», 2005, citado por J. Arvid Ågren en «Una idea con mordida»)

En ningún discurso del occidente cristiano con que he tenido contacto desde que las palabras comenzaron a imantarme evocando sus «saberes», recuerdo ocasión en que haya conectado el término «sesgo» con asunto de importancia cognitiva (ejemplo, «Vía de Opinión Parmediana», «Cueva de Ideas Platónicas», «Ser Aristotélico», «Ética Epicúrea», etc., etc., etc.). Tampoco me ocurrió con textos procedentes del pensamiento oriental, aunque de estos guardo opinión sobre cómo sus autores trataban «los misterios»: siempre me dejaban «duda cómoda» sobre la imparcialidad de lo narrado. De esta cuestión —«Intenciones del Oeste y del Este»—, poco sé y puedo decir. Apenas la recuerdo así, vagamente. Quizá porque son «hechos mentales» procedentes de lectura, sobre todo las que hice en el momento más confuso y maravilloso de mi domesticación, cuando mi cerebro remodelaba su heurística original de nacimiento y reeducaba mis conexiones —sinapsis neuronales—, para adecuarlas a vivir en la civilización humana en que debía existir e instruirme: la cultura cubano-hispano-norteamericana, impregnada de sincretismos afro-caribeños cocidos con fina seda asiática. De este diseño, desgraciadamente, poquísimo heredé del saber de quienes fueron los nativos originales que habitaron la isla donde nací —extinguidos siglos antes por quienes se creen «sus descubridores»—, lugar del planeta bautizado hace 260 años como Llave del Nuevo mundo, antemural de las Indias Occidentales, Ciudad de La Habana, capital de los cubanos.

¿A qué me refiero, exactamente, en ese primer párrafo alegórico? Solo a «3 cosas»: la primera, que soy animal y humano. Segunda, que soy maleable y adiestrable. Tercero, que he tenido la suerte de darme cuenta de esas cuatro características del qué y cómo soy, ¡afortunadamente! Pero tales propiedades no son suficientes para protegerme contra el «sesgo cognitivo» —¡ni siquiera contra el mío propio y ni que decir contra el que padecen mis semejantes. Ergo, he tenido que aceptar ser manipulado por otros y, a regañadientes, alcanzar el extremo de automanipularme a mí mismo. Esa es la mala noticia. La peor, es que pienso y creo que los sesgos cognitivos son congénitos (¿defectos o habilidades?) para todos los de mi especie, los sapiens. ¿Por qué?

Porque lo primero que necesito/deseo para ser/estar vivo, es continuar siéndolo/estándolo la mayor cantidad de tiempo posible. Y esto supone no solo obligación de aprender y saber todo lo posible para lograrlo, sino también prever que ocurra algo que conspire, atente o afecte esa orden básica escrita en mi código genético, gracias a una programación evolutiva de la aún ignota ingeniería que nos otorga la vida: ¿coito o divina concepción?

¿Cómo, por qué, para qué he llegado a imaginar, pensar, creer, discernir lo escrito en los tres párrafos anteriores? Si fuese totalmente sincero, transparente y libre de prejuicios, respondería: «No lo sé». Pero en ninguna de las personas con quienes he tenido relaciones, contactos o vínculos, a lo largo de mi vida —sean de cualquier naturaleza, tipo o condición— he percibido disposición sin mácula que le haga renunciar al último gramo de su autoestima para alcanzar el límite que, paradójicamente, se nos inculca como cimiento de la virtud sapiencial —sea verdad religiosa o científica—: la máxima sabiduría socrática, «Solo sé que no sé nada». Tampoco yo.

—¿Es posible saber «algo» más?
—¡Claro, «sí, lo es, ¡pero no todo!»

Reafirmar ese «sí» requiere, implica, demanda, actitud individual sin la cual el conocimiento privado de cualquier sapiens convertido en ser humano se estanca —no progresa, se fosiliza, se paraliza—: estar despierto, alerta, vigilante, frente a su inevitable sesgo cognitivo. Este amenaza y contamina a todos los que hemos sido reeducados para compartir la civilización.

El pecado original sistémico en que incurre la humanidad cuando sus individualidades creemos, pensamos, reflexionamos, opinamos o nos colocamos, ante un asunto que requiere «cognición insesgable» —algo así como «la verdad» o «lo real»—, es que cada uno/a de nosotros siempre selecciona y favorece una respuesta, opinión o criterio frente a otros por causa simple y sencilla: cuidar de lo que se es: un Yo. Quien niegue esta evidencia irrefutable, está ignorando su inconsciente propio o, conscientemente, miente y renuncia a «creer en Dios».

Mi respuesta —la tuya, la de ella, él, o aquel y esta—, presupone siempre la existencia de pensamientos oscuros, que defienden y valoran saberes preestablecidos, como «la existencia del bien y el mal», «los genes egoístas», u otros razonamientos sobre lo que es «mejor» o «peor», como por ejemplo, los partidistas sobre «capitalismo», «socialismo», «comunismo» o cualquier otra narrativa que destaca, privilegia, impone un sistema económico frente a otros —¡ni siquiera el caótico anarquismo escapa a la «sesgabilidad» propia!

En todos los casos (es regla sin excepción), incluidos los que aceptan «dialogar y discutir libre, abierta y honestamente», siempre se aportan pruebas sesgadas —reales, tangibles o intangibles—, que hacen creíbles, verosímiles, aceptables, los argumentos utilizados —¡o cuando menos, lo parecen! Los seres parlantes que somos disponemos de todo lo que nos sucede y ocurre —estemos informados o no del porqué, o porque nos lo inventemos—, en los llamados, actualmente, mundo real y mundo virtual. Y con esa masa de datos, «sesgada», defendemos y atacamos ideas, conceptos y principios —¡simplemente nos protegemos! Y es de esa «memoria imaginaria» de la cual se nutre el sesgo cognitivo para usarnos y hacer intangible el inconsciente colectivo, medio intransitable e intramitable cuantitativa y cualitativamente, sin que lo sesguemos con la principal herramienta individual para contrastar y jerarquizar datos de que disponemos los seres humanos para manipular la información automáticamente: el cerebro.

Nuestros recursos biocognitivos naturales intrínsecos son limitados, así como la cantidad de conexiones para identificar patrones de lo que es verdadero o falso. Cada individuo de nuestra especie cuenta apenas con alrededor de 100 billones de sinapsis en su cerebro, que le ayudan y facilitan analizar la información y aprender nuevos saberes. Pero ese volumen de «recursos propios» es insignificante en comparación con la cantidad de situaciones, hechos y conflictos que se conectan e interrelacionan para dar vida y realidad a «la diversidad de civilizaciones» creadas por ¡nosotros mismos!

—¿Puede la inteligencia artificial evitar el «sesgo cognitivo»?
—Reducirlo, sí. Cometerlo, no.

Si ha llegado hasta este «aquí» de mi relato, supongo se dará cuenta de que estoy pensando/escribiendo desde una perspectiva del tiempo que poco tiene que ver con la locución latina concebida hace más de 2000 años por el poeta romano Horacio (Odas, I, 11): carpe diem. Lo hago desde otra torre de temporalidad, que me permite imaginar un espacio del conocimiento que aún la ciencia paleontológica no ha sido capaz de precisar, cuando se pregunta cuánto tiempo a transcurrido desde que los primates homínidos comenzaron la transformación que produciría el tipo de ser vivo que somos hoy.

El cálculo de que dispone la ciencia actual todavía no es menor, más o menos, a millones de años. «En algún momento entre 9 y 6 millones de años atrás, evolucionaron los primeros homínidos». O sea, cuando la subtribu Hominina de la familia Hominidae, de la que descendemos, comenzó a «aprender y acumular saberes)», y a crear «sistemas adaptativos complejos» (¿gracias al «proceso de nacimiento/descubrimiento del lenguaje», o este es consecuencia de aquellos?) ¿Cómo comenzaron a diferenciarse las prácticas y actitudes instintivas «naturales» de aquellas especies de la nueva forma de cognición (¿creada por Él o Ella?). ¿Estamos seguros de que otras especies vivas no poseen instintos cognitivos mágicos? ¿Dónde se podría colocar la frontera entre religión humana y ciencia natural?

Es precisamente «la inexactitud» y tener «noticias» sobre unos pocos sesgos cognitivos famosos (los más recordados y publicitados históricamente, lo que conecta en mi cerebro la palabra/idea «sesgo» con otras. Y relacionándolas, ellas me invitan a «pensar/entender» qué significan para mí y cómo intuyo la manera en que él, el sesgo cognitivo, funciona en los «medios ambientes socioeconómicos, políticos, religiosos, culturales» que conozco (¡no en todos, obviamente, porque ningún humano es capaz de vivirlos en su totalidad por más poder y experiencia de vida que haya podido acumular durante ella!).

—¿Agnóstico?
—Sí, pero no del tipo que ignora y rechaza el gnosticismo.

En papers académicos y artículos de divulgación científica que tratan temas evolutivos, suelo encontrar, citada con frecuencia, la siguiente idea extraída de The Descent of Man (1871):

Darwin distinguió entre lo que llamó «hechos falsos» y «puntos de vista falsos». En contraste con los hechos falsos, que según él eran directamente dañinos para la práctica y el progreso de la ciencia, Darwin veía algo de valor en los puntos de vista falsos, ya que «todo el mundo siente un placer saludable en probar su falsedad».

—¿Son heredables los «sesgos cognitivos»?
—Sí y no, simultáneamente. Depende de la epigenética que te domesticó.

A lo que aludo como «código de trasmisión epigenético», no es a su aspecto químico/molecular —aún en estudio—, sino a ese «otro algo» de carácter socio/económico/educativo o de libre adquisición por quien lo usa en sus circunstancias personales de vida.

La estructura cognitiva del sapiens —la que nos asemeja más allá de la incalculable diversidad de nuestras formas mentales o «conectomas personales»—, soporta ideas, conceptos y contradicciones. «Temas», «asuntos» y «argumentos» equiparables a los discursos narrativos que dan sentido a la genética. Y, al igual que cualquier clado del saber de los humanos, es susceptible de injerto, adaptación y trasmisión a otro «descendiente» que «asciende» en el «árbol del conocimiento de los seres humanos».

En mi opinión, ello es posible gracias al origen, único y diverso a la vez, de todas las «formas lingüísticas», sonoras, visuales y sensoriales en general que usamos para enviar mensajes: la habilidad de «sesgar» —partir, fragmentar— en partes discretas «un saber/unidad de cognición». Cualidad esta que posee el cerebro del sapiens. Habilidad que tienen —¡imagino, pues no lo sé «científicamente»!— el conjunto de todos los seres vivos, pero que ninguno de ellos «desarrolló» hasta el nivel de excelencia que lo hemos hecho «nosotros».

¡Pero cuidado, lo que sugiero no lo asumo como causa que explica «la inteligencia», ¡tal y como ella es entendida y promovida por la civilización! Es muy probable que, en este sentido, la humanidad padezca de más de un sesgo cognitivo en su relación de «dialogo y discusión» con otras especies.

—¿Cuándo apareció, nació o se inventó la posibilidad de la inmortalidad entre los sapiens?
—Hay preguntas que ni siquiera «la ciencia de Dios» puede responder.

Las variadas formas que asume la sesgabilidad humana están emparentadas por un único y potente sentimiento —¡quizá el más fuerte de la gama de ellos que habitan en la psiquis de ser humano!—: el egoísmo. Pensando en ello, «conecté» el «significado» de este «significante» con las fuentes ontológicas que compulsaron la invención del pensamiento religioso. ¡Y Eureka! ¿Por qué no me di cuenta antes, durante los 75 años transcurridos desde que existo?

Puedo, entonces —a partir de tal «conexión», formular una ¿teoría nueva? para explicar que la causa principal en el origen del pensamiento mágico no fue, exactamente, «producir un sistema de interpretación de hechos» que contrarrestara, aliviara o curara el miedo que sentían los homínidos ante los peligros circunstanciales que implica sobrevivir en medio hostil —por naturaleza del clima—, y feroz —por depredación interespecies para alimentarse.

¿Cómo han evolucionado «las formas del miedo» bajo el impacto de las civilizaciones que hemos creado?

El «carácter imaginario congénito» con que el pensamiento religioso produce «sus ideas» —«hélice» identitaria de su código gnoseológico que perdura hasta la actualidad—, me deja presumir que «la causa primera» que provocó esa «tecnología del pensamiento», fue buscar y encontrar solución al sesgo más devastador y doloroso que supone vivir y reproducirnos colectivamente: el egoísmo, que nos gobierna, particularmente, a cada uno de quienes nos auto titulamos, ahora, humanos.

Espero que ninguno de nosotros se arriesgue a afirmar que «los derechos» con nuestro apellido genérico, sean fruto/consecuencia de otra «ciencia posible distinta al modo de conectar/significados y significantes religiosamente» (valor funcional del cerebro del sapiens que, como todo «hecho», tiene, también, «un lado oscuro y perverso» —en resumen, excluyente).

Considerando «así», el egoísmo de los seres humanos, comprendo mejor y con mayor exactitud el significado de otra palabra: la solidaridad. Y entiendo más profundamente las semejanzas y diferencias con que las culturas hacen suyo ese comportamiento cuando se relacionan con «otras». La solidaridad no es una proyección emocional individual, ¡aunque ella lo asuma como propia! Es una condición imprescindible que se deriva de nuestra necesidad de agruparnos para ser y sentirnos más fuertes. No se equivocó el pensamiento religioso cuando «¿descubrió/inventó?» la misericordia.

Tal comercio de ideas, conceptos y argumentaciones, en mi cabeza, contribuyen a aliviar el morbo gnoseológico que, seguramente, padezco —asintomático para mí—, por la diversidad de sesgos anidados en mi subconsciente sin que yo pueda, mediante cirugía de reconfiguración de palabras y significados, identificar y sanar —con voluntad hipocrática—, lo que ellas y ellos limitan, alteran y ponen en evidencia de mí cuando hablo, escribo o mi cuerpo expresa visualmente opiniones, puntos de vista o acuerdo y desacuerdo con esto o aquello (sean asuntos tangibles o intangibles —económicos, sexuales, políticos, amorosos, religiosos, morales, científicos, o sobre la libertad, la igualdad, etc., etc., etc.).

De lo que hablo aquí, podría entenderlo el lector como explicación muy teórica o, en caso extremo, considerarlo ininteligible e indescifrable (¡cosa que sucede, casi siempre, cuando intentamos ser sinceros y revelar lo que consideramos más valioso de nuestra autentica honestidad deliberativa —lo cual, como todos seguramente hemos experimentado y sabemos es fatal!).

Se sabe que las audiencias —en su mayoría casi absoluta—, se conquistan más con «emociones simples» que con «razones complejas» (más allá de la eficacia, monopolio o precariedad del medio o canal de distribución de la información usada). La educación nos domestica para que seamos «animales culturales pandémicos» y aprendamos a comportarnos como lo requiere y necesita la manada (¡ahora estoy desbordando, conscientemente y a propósito, los «límites temáticos» de este texto!). Y por estas razones, invito al lector a que lea un paper científico: Theories generate emotions, o como debería leerse por nativos de la lengua española que «hablan inglés»: «Las teorías generan emociones».

Cuando leo, escucho o pongo mi atención en «algo» lo hago por la atracción y el interés —curiosidad—, que despiertan en mí por saber qué me dirá «ese discurso» sobre lo que no sé. Entonces, primero, se inicia el movimiento de mi percepción —no la que está soportada por la integridad de mi estructura física, corporal, sino solo por la que se deriva de «la actividad de mi mente». Y coloco mi atención en la mayor comodidad posible para que mi capacidad de comprender a otros obtenga la mayor rentabilidad y provecho de lo que voy a «comprar» —¡siempre bajo la vigilancia y sospechas de mis sesgos, que cuidan de la «integridad de mi capital total como ser vivo» y de lo que ella, mi mente, «cree» que es «mi cordura»! Y, en la medida en que comienzo a retozar con significantes y significados que va ofreciéndome «el documento» que leo, escucho, veo —¡con interés y asombro!—, va creándose en mí una emoción emanada de los «saberes nuevos» que agrego a los que ya poseo —mi conocimiento personal.

¿Cuánto dura ese «coito divino» entre «la forma cognitiva» que quiere seducirme, poseerme, rehacer lo que pienso, y «el cuerpo» que recibe su forma de los saberes que tengo? La medida es diversa, aleatoria e incalculable. Su extensión puede ir desde los pocos segundos que median entre el comienzo de la «escucha/lectura», hasta el instante repentino en que tropiezo con palabra/imagen que me detiene en seco, porque se ha conectado a otras con las cuales nunca lo había hecho. Y me detengo para comprobar cómo «lo ha hecho», o —¡también puede suceder!—, porque no logro establecer «vínculo comprensible» alguno que me permita entender qué está tratando de decirme «el discurso en que centré toda mi atención». También puede ocurrir, lo que induce en el consciente el sesgo más común del inconsciente —¡el aburrimiento!—: «esto no me interesa para nada». El problema es cultural, no psiquiátrico.

Son los periodistas, los escritores, los cineastas, los filósofos, los psicólogos… quienes pueden influir para que las personas se pregunten si puede existir una única representación humana. La respuesta es que no. No hay un solo hombre que pueda dar una teoría filosófica o religiosa que represente a toda la condición humana. Así que solo podemos encontrar soluciones parciales y hacerlo mediante el debate, el encuentro. Aunque no sea perfecto, al menos no será totalitario.

Hasta aquí, lo que creo y pienso sobre la teoría de la mente propia y el sesgo cognitivo que se desarrolla en el sapiens cuando se le viste de «ser humano». Problema del siglo XXI y venideros.