Según datos del Ministerio de Interior español, solo en el año 2006 llegaron a las costas de Canarias más de treinta mil personas y se estima que más de diez mil perdieron su vida intentándolo en pequeñas embarcaciones. A este desastre humanitario se le denominó «La crisis de Los cayucos». Nunca se había producido un número tan grande de llegadas en un solo año. Por aquel entonces el gobierno de Zapatero gestionó la crisis de una manera nefasta incapaz de dar salida al problema y convirtiendo los CIE (Centros de Internamiento para extranjeros) de Canarias, en auténticos campos de concentración donde los migrantes dormían hacinados al raso sobre colchones en el suelo y en pésimas condiciones higiénicas entre otras muchas calamidades. El sistema colapsó y España pidió ayuda a la Unión Europea que habilitó la vía militar creando el Frontex, una Armada naval que se encargó de la vigilancia en las aguas fronterizas pero que a largo plazo no sirvió para nada.

La oposición del gobierno liderada por el Partido Popular popularizó el concepto «efecto llamada» y la utilizó como excusa política para culpar de la situación al gobierno tras la regulación de más de medio millón de migrantes que efectuó José Luis Rodríguez Zapatero en el año 2004. Sin embargo, años después un estudio elaborado por la escuela de economía BSE Working Paper de Barcelona, negó ese «efecto llamada» y además aportó datos que confirmaban que aquella regularización generó 2400 millones de beneficios al estado español.

Estos antecedentes hay que tenerlos muy en cuenta hoy en día porque tras quince años parece que nada ha cambiado. Lo cierto es que parece que al Gobierno español y a Europa, las vidas humanas le siguen importando muy poco y su política migratoria se ha centrado en atajar con parches el problema económico-demográfico que le supone este drama humanitario. Las actuaciones acometidas desde entonces hablan por sí mismas, más centradas en la buena imagen de cara a la galería y la opinión pública. Como siempre, ellos, los migrantes, las personas, son los grandes olvidados.

Desde el 1 de enero al 29 de agosto de 2021 llegaron a Canarias en la llamada ruta canaria, más de nueve mil personas. Solo en agosto murieron en el mar 379, el mes más trágico de la historia según revela Naciones Unidas. El Gobierno se ha visto obligado a crear campamentos de refugiados y alojar a muchos de los que llegaban por motivos sanitarios en hoteles que habían cerrado a causa de la pandemia y a cuyos propietarios se les pagó por el uso del espacio.

En 2006 viví en primera persona la crisis migratoria en Tenerife. Día sí y día no monté guardia en el Puerto de Los Cristianos, en el sur de la isla, donde en una sola jornada podían llegar hasta cinco embarcaciones abarrotadas de personas. Fui testigo de la llegada de cadáveres de adultos e incluso de niños que hoy descansan en lápidas sin nombre en los cementerios de la isla. Visité los centros de menores y recogí muchos testimonios de los viajantes. Hasta fui fichado por la policía en dos ocasiones por grabar y fotografiar el colapso y las condiciones infrahumanas de los CIE.

Así que he decidido volver a uno de los campamentos que operan en Tenerife y que ha sido centro de la actualidad meses atrás por sus numerosos conflictos. Se ubica en Las Raíces en una antigua instalación militar que también fue habilitada en 2006 como campo para refugiados. Ahora, todo parece más tranquilo. A las puertas varios chicos están sentados en sillas desvencijadas o sobre palés de madera. Dialogan tranquilamente entre ellos dejando pasar el tiempo. Otros no apartan la mirada de su móvil. En medio de la carretera que transita hacia la entrada del campo, un grupo de magrebíes juega al fútbol pasándose y compartiendo junto a varios subsaharianos un balón que les ha traído una mujer solidaria. Una chica se les une y suenan las sonrisas. Todo está en calma y armonía, pero es fácil intuir que el drama de estas personas no se expresa en sus caras sino en su interior.

Me acompaña Lucia. Ella es una joven de 22 años que desde que se reactivó la ruta canaria ha estado al pie del cañón en este campamento. Sus ojos han visto casi todo lo que ha ocurrido aquí desde que se puso en funcionamiento y pese a que trabaja de lunes a viernes, casi todas las tardes se acerca con su coche para traer ropa, calzado, comida o cualquier otra necesidad material. «Normalmente hablo con ellos para preguntarles dónde quieren viajar y les ayudo a comprar los billetes. También les ayudo a que los lleven al aeropuerto».

Lucia viene hoy acompañada por otras dos compañeras canarias, Indira y Kendra que la ayudan en las labores de gestión.

«Trabajamos gratis», me comenta. «Al principio veníamos a ayudar, pero en el fondo nos dimos cuenta de que más que eso lo que hacías era colaborar, porque es algo mutuo. Tú les ayudas a que conozcan un poco Tenerife y el idioma y ellos te aportan valores y, sobre todo, que no seas ignorante de esta realidad que vivimos en Canarias».

Lucía aprovecha su visita para dar una clase de español. A pocos metros de la entrada del campamento han construido una caseta con palos de madera. Del techo, cuelgan numerosos barquitos de papel en el que se aprecian corazones dibujados a bolígrafo en recuerdo a los compañeros que dejaron atrás en el mar. Lucía saca una pizarra y comienza su clase. Les enseña las palabras y frases básicas para que puedan defenderse en el trato con los vecinos de la isla. Una decena de alumnos la escuchan atentamente y anotan con interés en sus libretas los nuevos vocablos que mañana usarán a la hora de vender las pulseras de hilo que ellos mismos fabrican durante la noche en sus casetas de campaña.

Samba, es uno de esos chicos que aprendió español rápido. Llegó hace un año tras diez días de una dura travesía en el mar. Muy orgulloso me dice: «Estudié español para poder hablarlo bien y por eso aconsejo a todos mis hermanos que aprendan español porque es muy importante para trabajar. Mis primeros meses aquí fueron fatales, hubo mucha presión. Mi idea era irme a la península donde tengo familia. Luego empecé a jugar al fútbol en Santa Cruz y las madres de los chicos con los que jugaba me trataron muy bien. Desde el principio me dijeron que si quería quedarme aquí y así lo hice. La gente de aquí ha sido muy buena conmigo».

Samba ha podido rehacer su vida. Ahora vive con un compañero de Senegal con el que comparte piso y está estudiando un acceso de Ciclo de Grado Medio. «Lo que yo sé hacer es estudiar, es lo que quiero hacer y hoy en día me encanta».

Sila es otro de los chicos con los que comparto unas palabras. Llegó a las islas por Fuerteventura. Hace un mes fue trasladado a Tenerife. Me confiesa que está cansado y que la comida no es buena. Lucía me cuenta que muchos renuncian a la comida del campamento porque «les causa reacciones alérgicas y eso no lo controlan. Antes la comida la traían de Málaga empaquetada en grandes contenedores y con muchos conservantes. Hay que tener en cuenta que la mayoría de estos chicos están acostumbrados a una dieta natural en sus países. A esto se le añade la ansiedad que sufren muchos y los pocos psicólogos que hay para ellos».

«En ocasiones ha venido gente en coche que le pide a los chicos dinero a cambio de sexo. En un caso que yo vi, un chico de aquí le preguntó si tenía fuego y la persona del coche le respondió que, si se la chupaba, le regalaba el mechero. Esto lo hemos denunciado a la policía, pero como no hay pruebas, los coches siguen viniendo y nosotras tenemos que explicarles a los chicos que eso es ilegal».

No muy lejos de allí me encuentro con María. Esta mujer jubilada les ha traído unos cuantos balones para que se entretengan y les ayuda altruistamente con los papeles. En seguida muchos de los chicos se juntan en las proximidades de su vehículo para pedirle ayuda. «Vengo aquí porque me siento en deuda. Considero que hemos expoliado un continente donde surgió todo. Cada vez que voy a África me late todo, no sé si en la otra vida fui de allí. Me he dado cuenta de que vienen aquí para vivir un poco de las migajas que nosotros le damos y todavía seguimos haciendo negocio con ellos con el hipócrita dinero que llega de Europa para que no les dejemos salir y cruzar las fronteras. El otro día llevé a un chico al aeropuerto y le di dos bocatas para el viaje. Cuando abrió su mochila no llevaba nada, solo la ropa que vestía y sin ningún tipo de abrigo».

Uno de los chicos se acerca a Lucia y le dice que está muy contento porque su hermano le ha dicho que viene en una patera y que pronto se podrán encontrar. Lucía le muestra su cariño, pero rápidamente repara en que quizá su hermano nunca llegue. Prefiere no pensarlo dice, porque ya ha sufrido muchas de esas situaciones: «Psicológicamente es bastante duro sobre todo cuando te haces amigos de ellos porque vienes aquí día tras día y llega un momento que no solo te preocupas porque son personas que necesitan de tu ayuda. Llega el momento en el que usas todo tu tiempo libre para venir aquí a ayudar y esto se convierte en una familia para ti y hay veces que te olvidas de todo lo que está pasando, porque el día a día es tan bueno con ellos, te trasmiten tanta alegría que te olvidas de que estás tratando con gente que han venido en esas condiciones arriesgando su vida y lo que supone psicológicamente cuando has tenido que tirar cuerpos de tus amigos o hermanos por la borda en el mar. Ellos nos dicen que el mero hecho de que estemos aquí ayudándoles ya forma parte de su salvación». Lucía me enseña una foto en el que se pueden ver varias manos que sostienen conchas de lapas de mar que simbolizan la promesa y la esperanza de que puedan guardarlas hasta que se vuelvan a encontrar algún día.

En este campamento las expulsiones se realizan cuando se contabilizan tres faltas por algún incumplimiento de normas. «El problema es que esas normas no están escritas, no existe un papel ni un formulario o un libro donde se recojan», dice Lucia. En estos casos son expulsados sin que puedan ser readmitidos en ningún otro campo, por lo que quedan en situación de desamparo.

La Asamblea de apoyo a migrantes en Tenerife ha denunciado en numerosas ocasiones la situación en la que viven estas personas. Sin intimidad, carpas para más de cuarenta personas, duchas en las que el agua caliente apenas dura ante la cantidad de personas, etc. Meses atrás se organizaron manifestaciones para denunciar las duras condiciones en las que viven y el campamento fue noticia ante los conflictos entre magrebíes y subsaharianos.

«Incluso hemos tenido que denunciar a varios guardias de seguridad por insultos machistas hacia nosotras, nos han dicho que no teníamos estómago o que éramos unas putas».

«Lo que me molesta es que mucha gente que no sabe lo que ha pasado y que no ha venido aquí a verlo con sus ojos se refugian en que muchos están siendo alojados en hoteles. Todo el mundo debe saber que los hoteles se dieron en un momento en el que nos encontrábamos en un punto duro de la pandemia, que además estaban cerrados y que los dueños de esos hoteles cobraban por su uso al Estado. Igual que Cruz Roja y las ONG que han sido subcontratadas por el gobierno para gestionar todo esto y que además cobran por cada una de las plazas».

A unos tres kilómetros, el casco urbano de La Laguna, la ciudad más cercana a este y otros campamentos, es el hábitat diario de muchos de estos chicos que salen temprano para vender sus pulseras en el centro. Con lo que recaudan les da para ir tirando. Las calles y carreteras de las afueras son un tránsito constante de estos jóvenes que van y vienen a los campamentos de día y de noche.

Más allá de los conflictos en el propio centro, lo cierto es que la convivencia con la población lagunera siempre ha sido respetuosa. Las calles de esta Ciudad Patrimonio de la Humanidad por la Unesco son ya una mezcla de su cultura y la de estos jóvenes que han venido a buscar el comienzo del camino hacia sus sueños de futuro, en una tierra donde sus habitantes también se vieron obligados a emigrar a Venezuela o Cuba en la segunda mitad del S. XX. Como Buñuel, que también fue migrante en su exilio forzado en México y donde engendró una de sus mejores obras: Los olvidados, una de las tres únicas películas reconocidas por la Unesco como memoria del mundo y fiel reflejo de lo que se había convertido la cultura latinoamericana tras la violenta conquista y colonización posterior.

Es este paralelismo con la obra maestra del cineasta español la que nos sirve para ilustrar, reflexionar y recordar que pase lo que pase, en Canarias coexiste ya una generación de migrantes africanos que han marcado su historia y conciencia en este principio de siglo y de los que tenemos que seguir hablando para que no se reduzcan a lo que muchos se empeñan en convertir: en unos olvidados.

Fotos de Iván López y de Maya Bencomo