Entraron a la habitación muy entusiastas para decirle a su hija que habían comprado las entradas para el espectáculo del titiritero estadounidense Bruce Schwartz. La familia había pasado meses ahorrando para conseguir las entradas con una buena ubicación, lo más cerca del escenario.

Verónica no tenía el mismo interés, pero no quiso aguarles la fiesta y alzó sus brazos en un hurra desganado, luego estiró sus piernas fuera de la cama e hizo un par de flexiones y estiramientos de empeines, rotaciones de cuello, todos estos movimientos sonaron al igual que el crujido de una rama seca de un árbol. Está era su rutina matutina antes de ponerse de pie. Les pidió a sus padres que la dejaran sola para vestirse.

Sus padres, Esteban y Gracia, eran titiriteros y aprendieron el oficio mirando espectáculos itinerantes que llegaban al pueblo en el sur de Chile en Villarrica, donde ambos habían crecido. En la capital habían elegido vivir en una comuna también agreste, en Colina, donde tenían una chacra, un lugar para cultivar sus propios alimentos y un taller para hacer sus trabajos. El padre de Verónica disfrutaba cortando leña de los mismos árboles que estaban en su jardín y seleccionaba la madera como si estuviera eligiendo la fruta más madura, la mejor era la que usaba para crear sus títeres. Los construía con la calma y precisión que le daba un entorno regido por el pulso de la naturaleza y no del acelerado reloj.

Gracia se dedicaba a diseñar y coser los vestuarios de los títeres, a pintarles los rostros y armar los laboriosos peinados de los que se sentía orgullosa. Los títeres eran tan realistas, en sus expresiones faciales y articulaciones de cuerpo, que parecían humanos. Esteban y Gracia, por sus años dedicados a este arte, habían logrado el reconocimiento de otros artistas nacionales y tenían en mente crear una escuela para traspasar su conocimiento y que su legado no se perdiera.

A Verónica lo que gustaba era bailar, su sueño era dedicarse a la danza clásica, su espíritu se identificaba con esa época histórica, estética y costumbres. En su escuela las profesoras de educación física, que también impartían las clases de danza, le enseñaban a sus estudiantes los pasos del fenómeno del momento, movimientos fáciles de repetir con música popular.

Pero a Veronica no le interesaba aprender ese tipo de danza, y aunque tenía las condiciones físicas, no lo disfrutaba y su mala actitud terminaron por afectar sus notas. Las de ella eran las peores del curso, algo inexplicable para su talento, pero los profesores tenían que ser justos y premiar el esfuerzo y actitud de sus compañeros, que aunque carecieran de la gracia y el talento hacían lo que se les ordenara, y con eso lograban las calificaciones más altas. A Verónica esto le parecía irrelevante, era completamente indiferente a este tipo de injusticias, la competencia con ella misma era la más dura, esa autoexigencia ocupaba el máximo de atención y para los que no sabían interpretar ni comprenderla podían creer que era apatía.

En uno de los paseos de curso que organizaron a final de año, fueron a conocer el Teatro Municipal de Santiago, Verónica quedó extasiada viendo el Lago de los Cisnes. En casa se dedicó a investigar, encontró un video por YouTube de Anna Pavlova y supo que se convertiría en bailarina clásica. Los profesores la vieron tan entusiasmada que le propusieron que audicionara en la Escuela de Ballet del Teatro Municipal. Pero por los continuos viajes de la compañía itinerante de sus padres no pudo ser constante, y la danza exige disciplina y asistencia. El día que iba a audicionar sus padres anunciaron que se irían de gira por unos meses a recorrer los pueblos del sur hasta llegar a Chiloé. Las lágrimas saltaron lejos de sus ojos, tan lejos que sus padres no vieron la poza que dejó, el charco que formó se convirtió en un río que desembocó en el mar, perdiéndose junto a muchas otras lágrimas de niñas y niños frustrados.

Arriba de la camioneta destartalada viajaban sus padres adelante, ella iba en el asiento trasero junto a unas cajas de madera con los títeres envueltos en tela, y los diferentes escenarios que armaban con unos paneles modulares. Sus padres parecían estar pasándolo bien, contaban chistes y reían con las anécdotas que iban sumando en la estadía de los diferentes pueblos que iban conociendo. Los dos eran cómplices, que compartían el amor y el trabajo, haciéndolos inseparables en lo afectivo y subsistencia. La pareja unidad, Veronica conocía esa frase y la repetía en silencio como un masculleo.

Verónica era hija única y cuando les preguntó en la edad de los por qué a sus padres por qué la tuvieron solo a ella, le contestaron que los títeres les demandaban mucha responsabilidad. Se sentían padres de cada uno de ellos, tenían que vestir, limpiar, nombrar, crearles una vida, darles una historia, de lo único que no eran responsables… era de alimentarlos. Cuando decían esto último, Esteban y Gracia se tomaban las manos suspirando de alivio.

En los viajes se quedaban en hospederías y a veces tenían que compartir una sola habitación los tres. Verónica veía como cada noche sus padres les hablaban en voz baja a los títeres, desenredaba los hilos de sus cuerpos como si fuesen los cabellos largos de una niña, con esa misma delicadeza que se tendría para no tirar ningún cabello con fuerza para no provocarle dolor. Era un ritual que Verónica miraba de reojo desde su cama, leyendo, y sin involucrarse. Nunca sintió ningún interés por tomarlos o jugar con ellos, estaba obligada a saber que existían ya que en las presentaciones era la encargada de hacer los cambios de paisajes, mover los fondos, pero lo hacía mecánicamente, nadie notaba su disgusto, conocía el oficio del simulacro.

En el camino por la carretera hacia el sur, Veronica miraba por la ventana, por las repentinas lluvias del sur los vidrios se cubrían del barro salpicado por los neumáticos, y quedaba dibujando un mapa cafesoso que se iba diluyendo lentamente como un reloj de agua, así se sentía ella. Sus padres la miraban por el retrovisor, veían esa cara agria, y para distraerla le pasaban un mapa desplegable para que se ubicará en él y les fuese marcando las ciudades y pueblos por donde iban pasando. Así aprendió geografía, en sus muchos viajes por Chile, que gracias a eso tenía la mejor nota del curso en esa asignatura.

Por cada pueblo que pasaban sus padres iban recolectando telas que les llamaban la atención, era una colección que habían ido acumulando, tejidos autóctonos, que utilizaban para los vestuarios de sus títeres. Verónica los observa y cuando estaba sola confeccionaba sus zapatillas de ballet con unos trozos de madera que se trajo de su casa del taller de su padre y unas telas de diferentes texturas y colores que le sacó a su madre. En las noches sus padres acomodaban a los títeres, les hablan como si fuesen sus hijos, luego le dan las buenas noches a Verónica.

Así pasaron los meses y años en viajes la Compañía de Títeres, los padres fueron perdiendo la lustrosidad volviéndose cuerpos secos de miradas borrosas. Ya no tenían una buena coordinación para manipular los títeres, en los espectáculos sus hilos se enredaban entre sus dedos, estrangulando el movimiento de sus queridos títeres. Un día sus padres afectados por el dolor que le estaban causando a su títeres llaman a Verónica y le comunicaron que había llegado el momento en que ella se hiciera cargo del legado, del teatro de títeres, que tendría que sostenerlos económicamente.

Veronica aprendió gestión cultural, logró ganar unos fondos culturales y obtuvo el apoyo económico para crear la escuela que sus padres tanto soñaban. A días del estreno de la página web, con el recorrido de la compañía, Verónica sabotea el proyecto. Después de meses de trabajo despide al equipo de trabajo sin mayores explicaciones. Sus padres vivían lejos, habían regresado al sur de Chile y no se enteraron que la compañía de títeres ya no existe ni la escuela de títeres. En el pueblo se ha anunciado el estreno de una nueva presentación de la Compañía de Títeres La Gracia en el evento de cierre del verano.

Ese día no aparece la compañía de títeres, Verónica se presenta sola. En el centro del escenario se abre la tapa pesada de una caja de madera forrada de una tela satinada negra, y comienza a sonar la música. El público observa atento, casi sin respirar, están bajo el encanto de las notas musicales. Los niños que corrían por los pasillos con algodones de azúcar se sientan cerca de sus padres, las conversaciones ruidosas se silencian y la música sigue sonando…

Lentamente aparece Verónica, estira su cuerpo, alargándolo elegantemente, al ritmo de la música. Sus delicados movimientos controlados hacen que el público se convierta en su cómplice, uniéndose a su danza. Todos sincrónicamente, en un control absoluto de los músculos de sus cuerpos, y con sus esqueletos transformados en una estructura invisible, un instante de éxtasis estético.

Desde fuera del teatro se apreciaba un espectáculo mayor, se veían solo espíritus bailando, flotando etéreos. Al abrir la puerta del teatro, se asomó el vendedor de algodones de azúcar y quedó paralizado al ver la escena. En esa corriente de aire que se provocó, desaparecieron los espíritus de la sala. El público volvió a apoyar sus cuerpos pesados en sus asientos, algunos más resistentes se mantenían suspendidos y bajaban con vaivenes suaves, con la liviandad del otoño en las hojas cuando se separan de las ramas de los árboles. Verónica cayó de golpe al piso, pálida y sin aliento. El público se retiró de la sala pensando que era parte del espectáculo. Caminaron silenciosos y se perdieron en el horizonte.

Esteban y Gracia tomaron a su hija en brazos, y la llevaron a casa. La desvistieron, y la metieron en la cama. Tomaron el vestido nacarado de seda y lo dejaron en los pies de su cama, pero antes de eso tomaron una tijera y cortaron unos trozos de tela, con eso le harían un vestido a uno de sus títeres más amados.

Veronica continuó presentando su espectáculo en diferentes pueblos del país, luego cruzó fronteras del continente y pasó a otros. Por muchos años, y sin detenerse.

En casa, en el sur de Chile, sus padres abrieron la caja de los títeres y cuidadosamente desenvolvieron la tela que los cubría, se quedaron vistiendo su títere amado que no tenía nombre, solo le decían la bailarina. Gracia usó ese trozo de tela que habían recortado tiempo atrás, de tela nacarado para hacerle su tutú,

–Esteban, no te olvides de las alas. Recuerdo que tenía unas alas hermosas en la espalda.

–Sí, querida… se las haré.

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Imagen por Daniela Vera Jiménez.

Texto de Daniela Vera Jiménez.