¡Quién lo iba a decir! Hace pocos meses publiqué el artículo «Apología de los osos perezosos» (Nuestro País, 16-VII-2021), a raíz de una iniciativa de la diputada Yorleny León Marchena, quien logró que las dos especies de perezosos que coexisten en Costa Rica (Choloepus hoffmanni y Bradypus variegatus) fueran declaradas símbolos nacionales, junto con la guaria morada, el guanacaste, el yigüirro, el venado cola blanca y el manatí, así como otros íconos importantes en el país. Y hoy, para mi sorpresa, recibí una simpática camiseta que me enviaron de la Embajada de Alemania, junto con un comunicado y varios pequeños obsequios alusivos a la Fiesta Nacional de Alemania, en la que se celebra la reunificación del país, ocurrida el 3 de octubre de 1990.

Algunos podrían pensar que, por mi apellido, así como por haber escrito varios libros acerca de científicos alemanes llegados a Costa Rica en el siglo XIX, tengo raíces germánicas, pero no es así, pues mi padre Pasko Hilje Vuleša era croata. No obstante, además del respeto por ese maravilloso país, que ha dado al mundo notables figuras en casi todos los campos imaginables, sí me une con él que ahora tengo dos sobrinos-nietos berlineses, Luisa y Erik, hijos de Björn Pieprzyk y mi sobrina Paula Rojas Hilje.

Además, con la citada embajada conservo una buena relación desde el año 2006, cuando estaba por ver la luz mi libro Karl Hoffmann: naturalista, médico y héroe nacional. Se trataba de una obra que, con la ayuda del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), concebí en el marco del Sesquicentenario de la Campaña Nacional 1856-1857, para honrar a ese gran pionero de nuestras ciencias naturales y extraordinario médico, a quien nuestro presidente don Juanito Mora le confió la responsabilidad de fungir como Cirujano Mayor del Ejército Expedicionario.

En efecto, solicité una cita en la embajada, pues deseaba que ellos participaran en la ceremonia de presentación del libro en el Museo Histórico Cultural Juan Santamaría —acordada para el 7 de septiembre por la noche—, así como en un homenaje en la tumba del Dr. Hoffmann, a efectuarse ese mismo día por la mañana en el Cementerio General. Me atendió con gran gentileza la encargada de prensa, Bettina Sassen —quien, lamentablemente, moriría pocos meses después—, y casi de inmediato, por vía electrónica, le empezamos a dar forma al evento en el cementerio.

Del acto de aquella inolvidable mañana ante la tumba que en 1929 el gobierno de don Cleto González Víquez cedió para albergar para siempre los restos del Dr. Hoffmann y su esposa, dejé testimonio en mi artículo «¡Gracias, amados Karl y Emilia!» (Informa-tico, No. 116, 11-IX-06).

Aunque es de mármol, estaba bastante descuidada y hasta roñosa, pero en pocos días, gracias al tesón y al esmero de tres obreros del INBio, la tumba estaba impecable, así como rodeada de plantas con flores rojas y amarillas. Además, en determinado momento del acto, el entorno quedó aún más lindo, cuando al lado de la tumba se colocó una grande y hermosa corona —donada por la embajada—, con cintillos representativos de las banderas de ambos países. En realidad, en ese pequeño espacio del camposanto, lejos de cualquier sentimiento luctuoso, lo que emanaba era confraternidad, gratitud y júbilo entre los concurrentes, al percibir cómo, gracias el Dr. Hoffmann, se reafirmaban los vínculos entre dos países unidos por el destino y la historia.

A ese punto se dirigió un grupo de estudiantes del Colegio Humboldt, quienes portaban las banderas de Alemania y Costa Rica, y casi de inmediato se cantaron los respectivos himnos. Ante las casi 60 personas ahí congregadas, hubo alocuciones del Dr. Rodrigo Gámez Lobo (INBio), la Sra. Jana Wall (Cónsul de Alemania), el Lic. Edwin León Villalobos (Comisión Nacional del Sesquicentenario), el amigo Fred Hoffmann (pariente del Dr. Hoffmann), y también mías. Aproveché para mi texto «Carta a una mujer innominada», alusiva a aquella hermosa y valiente esposa que compartió con el Dr. Hoffmann las horas más difíciles de su vida y que, irónicamente, moriría tres meses antes que él; es por eso por lo que la dedicatoria de mi libro dice «A la memoria de Emilia, amada y cabal compañera de Karl en tiempos turbulentos». Además, generosos, los amigos Dionisio Cabal y Aurelia Trejos interpretaron varias piezas de La Guerra de 1856, cantata original de su hoy extinto Cantares, emblemático grupo musical que tanto rescató de nuestro terruño y nuestra historia.

Este cálido convivio nos dio la oportunidad para refrendar la hermandad entre dos países que, aunque muy distanciados por la geografía, han sabido unir sus destinos de diversas maneras a lo largo de la historia. Al respecto, abundan las evidencias en el libro La inmigración alemana a Costa Rica en el siglo XIX (1840-1900), que mi hermana Brunilda y Margarita Torres Hernández publicaran en el año 2019, con el sello de la Editorial de la Universidad Técnica Nacional.

Como una muestra fehaciente de ese destino común, el censo poblacional de 1864 reveló la presencia de 164 alemanes en nuestro país —donde la descendencia de algunos se ha prolongado hasta hoy—, vale decir, el 42% del total de extranjeros residentes entonces; dicha inmigración fue estimulada en gran medida con la exportación de café, en lo cual fueron clave los alemanes George Stiepel y Eduardo Wallerstein. De ello da fe también que las haciendas cafetaleras de don Juanito Mora se denominaran Frankfort (en Pavas) y Hannover (en San Rafael de Alajuela). De ello da fe, igualmente, la eficiente intercesión de Wallerstein para adquirir en Inglaterra las modernas armas que, pocos años después, nos permitirían derrotar a las huestes del esclavista William Walker. Finalmente, de ello da fe la carta enviada a don Juanito por 35 alemanes residentes en la capital, en la que se ofrecían para defender a Costa Rica ante la agresión filibustera, como consecuencia de lo cual perderían sus vidas —víctimas de la pólvora o el cólera— los solidarios y valientes Alexander von Bülow, Pablo von Stülpnagel, Franz H. Blotenberg y Teodoro Schäfer.

Sin embargo, hay una dimensión extraordinaria, poco estudiada hasta hace poco tiempo, la cual develé en mi libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX, publicado en el año 2013 por la Editorial Tecnológica de Costa Rica. Ahí demuestro de manera prolija que el desarrollo de nuestras ciencias naturales tiene la indeleble impronta de exploradores alemanes que, interesados en nuestras flora, fauna y volcanes, hicieron aportes de gran calibre para develar los intrincados misterios de la naturaleza tropical. En esa memorable legión, llegados casi todos por su propia cuenta y riesgo, figuran el propio Hoffmann, más Alexander von Frantzius, Julián Carmiol, Hermann Wendland, Otto Kuntze, Helmuth Polakowsky, Karl von Seebach y Karl Sapper. Otros, como Felipe Valentini, Walter Lehmann y Bernardo Augusto Thiel —nuestro segundo obispo—, hicieron valiosas contribuciones etnográficas, en el entendimiento de la cultura y las lenguas de nuestros aborígenes.

En el caso de Hoffmann, llegado a inicios de 1854 y ávido por explorar nuestra naturaleza, la guerra libertaria contra Walker no le dio la oportunidad de escalar más volcanes que el Irazú y el Barva, pero emprendió varias giras por sitios no muy lejanos de la capital. Y, como lo relaté en el artículo «Apología de los osos perezosos», pudo recolectar tres ejemplares de un perezoso, sin conocer su identidad. Para su sorpresa, a mediados de 1858 recibió una carta del experto Wilhelm Peters, del Museo Real de Zoología de Berlín, en la que le comunicaba que el pelaje, el cráneo y otros huesos que le había remitido, correspondían a los de una nueva especie para la ciencia, que él eligió bautizar como Choloepus hoffmanni, en homenaje a su recolector.

En dicho artículo indico que, por entonces, Hoffmann estaba sufriendo en crudo embate de una enfermedad degenerativa —derivada de sus extenuantes labores durante la primera etapa de la Campaña Nacional—, debido a la cual había perdido movilidad, Y, como ya no podía ejercer su profesión de médico y había empobrecido, don Juanito y el general José María Cañas le tramitaron una pensión vitalicia ante el Congreso, en compensación por sus servicios a Costa Rica. Tal era su estado, que sus manos le impedían escribir, por lo que un día de octubre le pidió a su amada Emilia que actuara como amanuense para redactar una respuesta a Peters. En su misiva, le expresaba a su colega que se sentía halagado por el gesto de bautizar a esa especie de perezoso con su apellido.

Al parecer, cuando Peters tuvo ese gesto, ignoraba el estado de salud de Hoffmann, a quien le restaba apenas medio año de vida. En el acta de la Asamblea General de la Academia Real Prusiana de Ciencias, efectuada el 4 de agosto de 1859, consta que:

El señor W. Peters le comunicó a la Academia la triste noticia de la muerte del Dr. Carl Hoffmann el 11 de mayo del presente año, acaecida en Puntarenas, Costa Rica. El mismo ha legado su gabinete de historia natural al museo local [Berlín] a través de su testamento, después de que ya antes había enviado muestras de historia natural muy valiosas, para mostrar a la Academia Real su agradecimiento por los instrumentos entregados tanto a él como al Dr. von Frantzius con motivo de su partida hacia Costa Rica.

En síntesis, es a Hoffmann y a Peters a quienes se debe el descubrimiento y bautizo del perezoso de dos dedos que, junto con su homólogo de tres dedos, son nuestro más reciente símbolo nacional, y que la Embajada de Alemania reconoce en la camiseta mencionada al inicio de este artículo. Como se aprecia en el estampado, corresponde a un gran sello postal con las banderas de ambos países, en medio del cual destaca el dibujo de un perezoso de dos dedos, mientras que en el ángulo inferior izquierdo aparece como matasello la foto del Dr. Hoffmann, junto con la simbólica fecha 03.10.2021. Eso sí, se trata de «nuestra variante» del perezoso, en palabras de la embajadora Martina Nibbeling-Wriessnig —a quien conocí en el año 2019 en la Biblioteca Nacional, en la exposición Humboldt y las Américas, en conmemoración del 250 aniversario del natalicio del gran naturalista Alexander von Humboldt— pues, recurriendo a una licencia artística, tan voluminoso animal no cuelga de una rama, sino que está erguido sobre esta.

Así que, ¡quién lo iba a decir!, pero hoy esta noble y apacible criatura silvestre nos sirve para reafirmar los vínculos históricos entre ambas naciones. Esto, sin duda, hubiera conmovido y agradado al Dr. Hoffmann, quien en su corazón y su mente reconoció a Costa Rica como su segunda patria. Así lo expresó en una carta remitida a don Juanito Mora pocos días antes de morir, la cual dictó a su entrañable amigo Rodolfo Quehl, al manifestar que:

Yo también, aunque nacido en un suelo muy distante, pero agradecido a la República que tan benignamente me acogiera, no puedo menos que desear su engrandecimiento, su felicidad.