La nieve había cubierto ya todo el valle cuando la criatura vino al mundo. Incluso cuando el llanto quebró el silencio, los copos no dejaron de caer. La comadrona limpió al bebé, lo envolvió en una manta amarilla y lo dejó en la cuna directamente. La madre no pidió verlo y el padre, esperando fuera, no oyó el ruido. A la mañana siguiente, ambos habían olvidado los sucesos de la noche anterior y siguieron con sus vidas habituales: ella cosiendo junto a la chimenea, él fumando puros en sus reuniones.

La criatura, una niña de ojos oscuros y cabellos claros, creció solitaria entre las patas de la mesa de la cocina, sorbiendo limonada y engullendo migas de pan empapado en vino. Sus brazos y sus piernas se estiraron como juncos, sus rodillas y sus codos se hicieron más pronunciados, y las cuencas de sus ojos se tiñeron de violeta. La cocinera le trenzaba el pelo, la mucama le cazaba los piojos y el cochero le ataba los cordones de los zapatos. Si desaparecía mermelada de la despensa, nadie ponía el grito en el cielo; la señora de la casa apenas se daba cuenta del fantasma que vivía entre sus cuatro paredes.

Nadie estaba seguro de que la niña existiera realmente. A veces la veían, otras simplemente notaban su presencia. ¿Qué nombre le pusieron los criados? Ninguno, les daba miedo enfurecer a los patrones, así que a duras penas le dirigían la mirada. Le dejaban caer los restos de su comida bajo la mesa, como a los perros. Ella se la comía con las manos, directamente del suelo, y se relamía luego los labios. Estaba siempre hambrienta.

—Mamá, tengo hambre —llamaba la niña, pero la señora hacía oídos sordos. O a lo mejor realmente no escuchaba su llanto.

Así que los criados dejaban un bol repleto de leche en el suelo, cerca de la cama de los perros, y la niña se acurrucaba entre las mantas y sorbía la merienda.

—Me gustaría tener una criatura —decía su madre todas las noches, sentada junto al fuego con los hombros encogidos bajo el chal—, nada me haría más feliz. Una hija para llamarla como mi difunta madre.

La niña levantaba la mirada y esperaba pacientemente a que la reconocieran, pero los ojos de sus padres nunca se desviaban hacia ella.

—Dios te ha hecho yerma —contestaba siempre el marido—, por eso eres incapaz de darme un hijo. Sigamos rezando y a lo mejor nos bendice. Milagros más extraños han ocurrido por estos lares y tú aún eres joven y fuerte. No desesperemos.

La señora siempre se echaba a llorar ante esas palabras y la niña, con los ojos como platos, se acercaba a ella en silencio y le acariciaba el pelo.

—Tienes una hija, mamá. Estoy aquí.

La respuesta era siempre la misma: silencio.

Muchas noches le siguieron a esta, todas iguales. La niña se sabía el ritual de memoria. Con los meses vinieron los abortos; dos, para ser exactos. El doctor dijo que era por falta de calcio y por tener los nervios a flor de piel, así que le recetó un tónico; el mosén, por otro lado, le regaló un nuevo rosario y la instó a hincar la rodilla todas las noches. La comadrona, sin embargo, le echó un vistazo y, tras cinco minutos de pincharla y pellizcarla, se encogió de hombros y se lavó las manos.

—Algún hijo vendrá, parece todo en perfecto estado. Buenas caderas y buenos dientes, y un hígado de hierro. Patas fuertes como una yegua. ¿Come bien?

El marido asintió. Al otro lado de la habitación, la criatura se abrazaba a una muñeca destartalada, los restos de un juguete de una de las hijas de la mucama.

Pocos meses después, la comadrona regresó para confirmar que la señora se encontraba nuevamente encinta.

—Creo que esto lo he vivido ya —dijo la dama, acariciándose el estómago hinchado.

La niña se mordió el labio y alargó la mano para posarla sobre el vientre de su madre, pero la señora la apartó de un manotazo y se levantó en busca de un vaso de agua.

—¿Qué nombre le pondrás? —preguntó su marido, cuando ya era evidente que en pocas semanas daría a luz.

La señora se mordió el labio y se examinó en el espejo.

—El nombre de mi madre, aunque debería esperar a verle el rostro para decidirme, ¿no crees?

—Debes decidir el nombre antes —dijo el ama de llaves—, por si pasara algo. Raquel, sí, como tu madre, un buen nombre para una buena niña.

—Pero no puedo evitar pensar que ya he pasado por esto antes.

El ama de llaves sonrió, evitando dirigir la mirada hacia el harapo de la esquina, y pronto todos olvidaron la conversación.

—Soy yo, mamá. Di mi nombre, soy tu hija.

La pequeña Raquel vino al mundo cubierta de sangre, pero una vez la hubieron limpiado y envuelto en su mantita de algodón, resultó ser la niña más hermosa que jamás habían visto los amos. La señora la envolvió con sus brazos temblorosos, y el señor abrió una botella de buen vino que compartió con todo el servicio. Su primogénita, un fantasma entre los demás cuerpos, probó de todas las copas y se quedó dormida, borracha y desorientada, bajo la mesa del salón.

Era un bebé tranquilo, se dijo la niña, un bebé que dormitaba en silencio en los brazos de cualquiera, incluso los suyos. Pero nunca tenía hambre. Mamaba a desgana y se cansaba rápidamente. Sin embargo, no hacía más que engordar y engordar. En pocos días ya tenía unas piernas rollizas y corpulentas como las de la patrona. Su hermana, por el contrario, no hacía más que robar los restos de los platos ajenos, pero por más que comiera nunca se encontraba satisfecha. A duras penas tenía fuerzas para subir las escaleras hasta su habitación, y perdía el aliento cada noche. En sueños, comía un pastel hasta reventársele el estómago, una monstruosidad de chocolate y nata con cerezas confitadas. Se despertaba con arcadas, demasiado débil para vomitar.

—Daremos una fiesta para Raquel —dijo el padre, cuando la niña hubo cumplido los dos meses.

Las hermanas se encontraban en una esquina, Raquel descansando plácidamente en los brazos de la mayor. La señora sonrió y bebió de su te sin inmutarse.

—Un bautizo —puntualizó el ama de llaves.

—Un bautizo y una fiesta. Raquel, cielo, ¿qué te parece?

—Es un bebé, papá —contestó la primogénita—, no puede hablar. ¿Y qué nombre me daréis a mí?

Nadie contestó. Sintió que Raquel intentaba engancharse a su pecho, pero la apartó de si con cuidado. Su lloriqueo interrumpió la charla de los adultos, que en seguida se pusieron en movimiento, y la señora corrió a tomar a la niña de sus brazos. Chocaron, y el golpe debería haberla hecho caer, pero se mantuvo erguida y vio, para su horror, como el hombro de su madre le atravesaba el pecho sin herirla.

Raquel se enganchó al pezón en seguida y ella, la niña sin nombre, se sintió desfallecer. Estaba hambrienta, más de lo que estaría su hermana jamás.

—Mírala como engorda —dijo la cocinera al pasar con los platos sucios—, y tú solo haces que desvanecerte.

—¿Qué quieres decir? —farfulló la niña, pero ya había dicho demasiado, y no pudo sonsacarle nada más.

Esa noche, mientras la casa dormía, se desveló y se escabulló al cuarto de sus padres. Raquel dormía en el moisés, junto a su madre.

—Mamá… Mamá, estoy muy cansada. Di mi nombre, mamá.

La señora se acomodó entre las sábanas y enterró el rostro en la almohada.

—Mamá… —lloriqueó la niña.

La zarandeó y tiró de su camisón, pero era un peso muerto, sordo y ciego a sus súplicas.

—Raquel —susurró en sueños.

La niña se secó las lágrimas con la manga del camisón. Raquel dormía, rolliza como siempre, con las mejillas rosadas y los párpados pálidos como papel de cebolla, cubiertos de venas púrpuras que le surcaban la piel como pequeños riachuelos. Tomó al bebé de la cuna.

Fuera, el espesor del bosque la reclamaba. Mejor muerta, se dijo, que sin nombre.

—Vamos —dijo—, ven conmigo, o a ti también, con el tiempo, te olvidarán.