La noticia, aterradora, me produjo una terrible sacudida: una comitiva provista del mandamiento legal pertinente llegó a un domicilio de Barcelona para efectuar un lanzamiento (Der. Despojo de una posesión o tenencia por fuerza judicial) de bienes y proceder al desahucio del inquilino que ocupaba el apartamento. El habitante de esa vivienda, un hombre solo y sin esperanza, solicitó unos segundos de aplazamiento («Un momento, por favor») y, decidido, con paso firme, se dirigió hacia la parte posterior de la que hasta ese momento había sido su morada y, enfilando su cuerpo a través de una ventana, se arrojó al vacío muriendo en el acto mismo de acabar con su vida.

Jueces, servicios sociales, agentes políticos de la más diversa índole se rasgaron las vestiduras al día siguiente: nadie pudo prever tan funesto desenlace; el inquilino no presentaba ninguna anomalía psicológica; todo había sido producto de una desgraciada concatenación de elementos que nadie pudo vislumbrar en aquel hombre —«pobre pero honrado»—, sin trabajo ni medios de subsistencia necesarios para satisfacer las demandas pecuniarias del dueño del piso... etcétera, etcétera. La milonga de rigor en estos casos para tratar de ocultar una realidad bien evidente a los ojos de quien quiera verla: la pérdida de cientos, de miles de vidas al año en similares o parecidas circunstancias. Una vergüenza de la que nadie habla por «pudor», por desidia o por un sentimiento de hastío indiferente («¡Qué horror, Dios mío! ¡Pero qué mal está el mundo! ¿Adónde iremos a parar?»).

Al ritmo que vamos, quizás todos terminemos en el tacho de la basura; pues las peores pesadillas de la humanidad toman cuerpo cuando nadie asume las responsabilidades que debe, a las que está obligado por desempeño de función pública o actividad privada bien retribuida.

¿De qué sirven las protestas, las manifestaciones de repudio, el rechazo de esta ignominia en el campo de la palabra cuando nadie con verdadero, auténtico poder —siquiera sea una miaja— emprende ninguna iniciativa?

Me refiero, claro está, en primer lugar, a la clase política; a la facultad legislativa de diputados, senadores, pero también de fiscales y jueces, los cuales podrían elevar propuestas que nos evitasen esta sangría que afea y destruye el concepto más noble que tengamos del «hombre» o «ser humano» y sin distinción alguna de género, por supuesto.

Sorprende, al tiempo que escandaliza, el hecho de que nadie tome cartas en este asunto, así como en tantos otros relacionados con él. ¿Acaso hemos perdido hasta el último vestigio de nuestra imaginación? ¿Realmente nada es posible ni realizable en este «oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento»? (Charles Baudelaire, citado por Roberto Bolaño en su obra magna: 2666).

Tal vez, y sin querer darnos cuenta por pereza mental o como producto de una negligencia culpable, vivamos ya en pleno apocalipsis; una revelación última de nuestra maldita condición, rodeada, eso sí, de toda clase de comodidades antes del estallido final que nos aguarda. Síntomas no faltan, y la cifra de todas las abominaciones (666), brilla con fulgor particularmente siniestro allá donde miremos para conformar la parrilla del espectáculo que todas las cadenas de televisión se disputan a diario.

Sin embargo, lo mejor de nosotros mismos lo hemos logrado a lo largo de la historia en lucha abierta y constante contra esa tendencia mortífera, razón por la cual una propuesta, por peregrina que parezca, puede ayudarnos a despejar la perspectiva menos abyecta.

Así, por ejemplo, la tímida floración de una idea que puede resultar útil en el marco de esta propuesta la constituye la elaboración de un proyecto que tanto políticos como empresarios, así como asociaciones de vecinos, podrían desarrollar hasta alcanzar el rango de ley que podría dar con la clave de una situación harto compleja: la construcción de un Fondo de Garantía Universal para el pago de alquileres. Existen ya pequeñas iniciativas que discurren en este sentido, pero las mismas han sido producidas por propietarios que, en el caso de un impago, contratan un seguro que subsane el problema con carácter puntual o durante un tiempo limitado.

La que aquí avanzo es otra cosa. Se trataría de crear un fondo con carácter permanente, una bolsa de dinero cuyas aportaciones efectuarían propietarios e inquilinos, así como el Estado, las arcas del cual verterían la suma de ambos. Si establecemos un diez por ciento del recibo del alquiler tanto para inquilinos como para caseros, el Estado estaría obligado a pagar un veinte por ciento. Como contrapartida para el Tesoro Público, aquellos propietarios que posean pisos vacíos o fuera de uso (porque no les interese un precio de alquiler relativamente bajo) sufrirían la imposición de un impuesto especial que nutriría ese Fondo de Garantía Universal pactado por todos los grupos parlamentarios, así en el Congreso como en el Senado.

Sorprende (o más bien, da pirrilera) que nadie haya reparado en algo tan obvio y que a nadie perjudica. Al contrario, da confianza en el sistema; aumenta la autoestima de todos los participantes; y castiga (no sin razón y con mesura) a todos cuantos, insolidariamente, nada quieran saber de la presente oferta.

Ha llegado, pues, el momento de la acción y el compromiso; el compromiso con nosotros mismos, pues en este mundo traidor, (neo)conservador y liberal, todos somos objeto de compra y venta, y —que Dios ni Tomás de Kempis lo quieran— si alguna vez, en el ciego devenir de nuestra existencia, nos vemos en la desdicha de caer en desgracia ante el gran Otro que es el Mercado, nadie podrá asegurarnos que nuestro destino no sea el de ese hombre —del que nadie ha dado nombre— cuyo fin se ha disuelto en una laguna de cieno, indiferencia u olvido.

De aquí, pues, como decía ese entrañable poeta que fue León Felipe Camino Galicia, no se va nadie, porque...

Antes hay que deshacer este entuerto,
antes hay que resolver este enigma.
Y hay que resolverlo entre todos,
y hay que resolverlo sin cobardías,
sin huir
con unas alas de percalina
o haciendo un agujero
en la tarima.
De aquí no se va nadie. Nadie.
Ni el místico, ni el suicida.1

Nota

1 León Felipe, «Pie para el niño de Vallecas de Velázquez», en Obras completas. Buenos Aires: Editorial Losada. 1963.