El desafío contemporáneo consiste en redescubrir la espiritualidad que subsiste y preexiste antes del establecimiento de las religiones, más concretamente se trata de concebir una espiritualidad más allá de las religiones, una interespiritualidad universal. ¿Es posible? ¿Cómo obtener y salvaguardar estos datos de informaciones esenciales de los cuales las religiones se creen las únicas depositarias? Una larga investigación se anuncia. Hará falta proseguirla con la seriedad que merece. Digamos aquí que nuestra convicción da una respuesta positiva, porque la humanidad ya realizó progresos en este camino. Importará explicar el poder liberador de los mensajes de amor incondicional de los grandes mensajeros-informantes, liberarlo de su contexto de condicionamiento histórico-religioso y entregarlo en fin a la humanidad entera para que pueda alimentar con intenciones de amor y de verdad los corazones humanos que tienen sed de estas verdades esparcidas alrededor del globo, según las etapas de evolución de la humanidad. Una vez reunidas y entregadas al patrimonio de la humanidad, estas parcelas de sabiduría universal manifiestan la grandeza del Hombre que rebasa infinitamente sus miserias. El espacio público acoge así, como suyo, lo que los agrupamientos religiosos estimaban (poder o deber) reservarse.

Lo que conjeturamos aquí, como existir encima de nosotros, al revelarse en el mismo tiempo en el interior de nosotros es el poder absoluto de energía positiva infinita. He aquí un nombre laico e universal de lo Divino. Habrá quienes se indignarán al no ver en este lugar el nombre específico de su deidad, sobre todo esta que les fue revelada a ellos. Ahí puede caber cualquier nombre, mas esta definición universal de un poder absoluto de energía positiva infinita, brindará para siempre un espacio más amplio y desprovisto de las limitaciones religiosamente impuestas. Cabe en este contexto, detectar lo que en el discurso religioso puede quedar sutilmente alienador en el sentido de abajar al hombre, de desconsiderarlo en la grandeza de sus facultades, al construir una proyección de un conflicto con lo divino, el cual defendería celosamente sus privilegios y se opondría a toda igualdad con el humano, clasificado y tratado de soberbia, mereciendo un castigo divino, poniendo al hombre en el rol de rebelde, de pecador.

En lo que plasmó la civilización llamada occidental, de desear el fruto prohibido del conocimiento del bien y del mal, privilegio divino, sería el origen del conflicto que se desprende de las imágenes mitológicas sumero-babilónicas (¿ahí hubo castigo divino?). Lo que enseguida ha sido definido en las religiones monoteístas como mereciendo el castigo, a saber de estar cazado del paraíso por el Dios enrabiado, para entonces tener que merecer su vida en la tierra por el trabajo, con el sudor de su frente, por la obediencia a las enseñanzas divinas, a unas leyes que dirigen la vida en su cabalidad. Sin embargo, el deseo de conocer el bien y el mal (tema tan comentado), queda la meta de la vida humana, promesa de un saber legítimamente deseado por ser necesario. Lo que quedó como fragilidad, incompletud, falta de control ético sobre sí mismo (akrasia, en lenguaje aristotélico), se encuentra ahora sustanciado (hipostasiado) en condición antropológica (conditio humana), en permanente estado pecaminoso. En este esquema de pensamiento, Dios estima como imperdonable el hecho de que el hombre desee este conocimiento por sus propias fuerzas, mientras que esta solo y exclusivamente le puede ser revelada, decretada y pues administrada por los representantes en la tierra de esta divinidad.

La civilización occidental ha sido marcada de forma contundente por esta herencia cultural, por la referencia a esta mentalidad religiosa. No obstante, pudimos hacer progresos en esta materia. Las sociedades democráticas han manifestado unos resultados satisfactorios, aunque incompletos. Se trata de evolucionar en el sentido de la realización de sociedades basadas sobre principios de una espiritualidad secular (laica), fundamento de una ética que se elabora sobre una base de conocimientos universalmente consensuados, que incluyen las compatibles y múltiples tradiciones de sabiduría. Existe algo que tenemos en común, lo Humano, la esencia del Hombre (homo, anthropos, purusha, adam, insan, cheloviek, mensch, man…).

La humanidad evoluciona colectivamente, y las personas auto-evolucionan individualmente. Hoy en día nadie, o casi nadie, está privado de un saber elemental sobre lo que fomenta el mejoramiento de la vida humana eco-psico-sustentable. Los especialistas emplearán sus lenguajes especializados, los juristas del derecho internacional, los científicos y los terapeutas de toda índole, adaptados a las condiciones y circunstancias que tienen que enfrentar, mientras que los sabios de la humanidad, como realizadores de una ética concreta con sentido universal, se expresan en un lenguaje de la intuición. Esta mirada que va hacia dentro, la empatía, el corazón, realidad íntima, símbolo y metáfora del Espíritu, son reconocidos en todas las tradiciones universales, en todos los pueblos de la tierra. Existe en las sabidurías de la humanidad algo que pudiéramos llamar «cardiología espiritual», en la cual la luz de la razón puede apoyarse para abrirnos el espacio de la interespiritualidad universal.

La ética del Corazón precede a la razón, la cual tiene que ejercerse al nivel de las normas de la moral civil. El corazón entiende la regla de oro en su validez como evidencia que la razón también puede entender. El corazón sabe que hace falta reducir el sufrimiento indebido y superfluo; sabe además, que hace falta curarlo en los otros por compasión. Es la bondad que nos hace vivir al cotidiano y nos constituye, incluso nos reconstituye en nuestra dignidad, en la generosidad y la gratuidad que nos habitan, y que nos hacen compartirnos.

La subjetividad restituida a sí misma, liberada de falsas ocupaciones ilícitas en sus territorios psicológicos y espirituales, manifiesta la hermosura del ser humano, esta de su esencia misma, invisible a los ojos del cuerpo.

La libertad del Espíritu reina ahí donde la espiritualidad ganó prioridad sobre todos los regímenes del saber exterior. De este modo, es preciso reconocer las tradiciones religiosas en sus intenciones espirituales, con un máximo respeto sincero a las personas, al continuar de escudriñar desde muy cerca las creencias y doctrinas profesadas, todas existentes y co-existentes en la gran pantalla de las civilizaciones de la Humanidad; y eso sin «cliquear» sobre ellas, porque eso revelaría sus caracteres individuales inopinados de reclamar cada una su exclusividad, una exclusividad de la cual tiran una fuerza conflictiva insospechada. Surgirán en sus textos sagrados las mismas estructuras patriarcales, diferenciaciones entre castas y sexos sin igualdad, violencias y exclusiones contra los que no adhieren a la misma creencia. ¡Cuántas paradojas y cuánta conflictividad en el seno de los discursos religiosos!

Estamos ya acostumbrados a ver documentales o videos en directo para asistir a eventos que pasan a distancia. Ya conocemos los reportajes de horrores que ejecutan en el nombre de Dios en diferentes partes del mundo. La excusa dada por estos actos terroristas es que se trata, accidentalmente, de una interpretación errónea de algunos textos de las escrituras sagradas. Sin embargo, y eso constituye un hecho inquietante, las referencias escriturales evocadas por los activistas, existen de verdad y subsisten todavía escritas, a pesar de su potencial de peligrosidad. Si tuviéramos videos sobre las guerras llevadas a cabo en el nombre de Dios, donde se mataban hombres, mujeres, viudas y niños declarados todos enemigos de Dios, étnicamente impuros, infieles, demasiado alejados de este Dios anunciado como el único, el solo verdadero como nos cuentan los relatos históricos de las escrituras sagradas de los monoteístas (por mencionar solo a ellos en este lugar) –nosotros estuviéramos probablemente perplejos por no decir traumatizados.

En ausencia de estas imágenes en directo, nos quedamos en un estado de ignorancia de los tiempos ya lejanos del pasado, en estado de anestesia, por así decirlo, sin ninguna suerte de sinestesia, de experiencia que nos permita presenciar, de sentir en directo, por nosotros mismos. Reducidos a ser lectores o historiadores de un pasado inexperimentado, estas historias continúan ser acogidas como santas y propuestas como materia de fe. El espíritu crítico, levantando su voz, se confronta a un honi soit qui mal y pense: que se avergüence el que piense algo mal al respecto.

Cuando la razón se erige contra lo inadmisible, nos confrontamos a una situación paradójica, donde la denegación explícita de lo que vemos escrito y por ende constatamos en los textos mismos que está acompañada, muy a menudo, de la afirmación que se trata de una mala traducción del original, y que solo los que conocen la lengua de origen saben discernir el sentido profundo de las palabras. De esta forma, lo racionalmente evidente se opaca religiosamente, imposibilitando la crítica saludable y liberadora, que felizmente nos puede brindar la razón.

Cabe igualmente darse cuenta, con realismo, que muchas religiones se creen bajo el mando de tener que ejecutar una misión escatológica o apocalíptica, a menudo integrista o teocrática, de forma que la fidelidad a su Dios respectivo, tiene primacía por «derecho divino», sobre toda racionalidad humana. Frente a estas tentaciones de soluciones finales, de nuevo, hace falta aferrarse a la luz de la razón.

Las religiones continúan caminando y aportando muchas informaciones, acuñadas en un lenguaje simbólico o metafórico. Este lenguaje conlleva elementos que suelen contener riesgos de alienación. Es razonable conjeturar que las religiones se reconocerán ellas mismas como superfluas, liberando el camino de la Humanidad hacia una más auténtica realización, hacia una espiritualidad donde la libertad individual y la libertad colectiva, esta de la Humanidad, coinciden en su unidad que da cabida a todas las diferencias para respirar libremente, en la libertad del Espíritu.

En esta inter-espiritualidad existe un espacio largo, infinito para dar cabida a los planteamientos personales, traducibles en sus intenciones éticas como identificándose con las intenciones positivas de la Humanidad entera. Lo que avizoran los discursos utópicos (mesiánicos, religiosos o laicos) al esperar los cambios desde arriba, o al forzarlos desde abajo a través de revoluciones violentas, estos cambios políticos y sociales necesarios podrán realizarse de otra forma, libre, en democracias locales por una comunicación deliberada sin dominación, reuniéndose en una plataforma planetaria para promover, proteger y asegurar lo que nos toca y nos importa a todos nosotros.

Para contrarrestar la globalización del mercado (que ya presenciamos), y para asegurarnos que las decisiones que nos afectan a todos nosotros sean de acorde con nuestra verdadera soberanía ética, como sujetos libres y ciudadanos de nuestro país y del mundo, vamos a tener como recurso a una confederación de las democracias locales o nacionales que se encuentran en esta plataforma donde vigilamos sobre la calidad ética de las decisiones que se toman.

La soberanía ética consiste en reglas universales de derechos humanos. Esta confederación puede evolucionar y madurar con el tiempo hacia una soberanía política para concertar decisiones políticas consensuadas y desde luego tomadas con más facilidad, competencia, rapidez y eficacia. Dicha plataforma de decisión podrá ayudarnos para prever los desafíos del futuro. En efecto, de forma trágica la Humanidad ha seguido un camino de choques, de guerras, de revoluciones, en vez de prever los conflictos para evitarlos y superarlos por la vía del diálogo, de la escucha respetuosa de las diferentes posiciones, para prevenir en vez de tener que curar después. En el lugar donde nos encontramos hoy en día, en la era digital, ya no tendremos la excusa de que no sabíamos.

Poniendo como ejemplo la comunidad europea en la cual crecí, ella ya constituye una plataforma para compartir cultural, emocional y políticamente; de compartir nuestros talentos, nuestros genios, nuestras cualidades, los acervos de nuestras tradiciones históricas y de nuestras experiencias personales. Se trata en efecto de un avance enorme, porque por primera vez en la historia humana, desde hace medio siglo, no hemos sufrido por una guerra mundial, exceptuando los infelices conflictos de los Balcanes. Es verdad que la política de la coexistencia nos pide mucha paciencia. Esta paciencia se justifica solo por una inclusión incrementada en el proceso de toma de decisiones. Esta participación se asegurará por unas consultas periódicas por vía digital, por unos referéndums que realizan y comprueban la comunicación actualizada con la voluntad política de los ciudadanos. Los profesionales de las instituciones, asalariados, tratan de los expedientes no solo para representarnos, sino para asociarnos estrechamente a los procesos de aclaración y de decisiones. De esta forma se constituye el lazo intelectual y espiritual entre lo que se refiere a la política colectiva y lo que atañe a la vida personal de los ciudadanos.

Para oponernos a toda tentativa de someternos al así llamado Nuevo Orden Mundial, regido por los intereses de poder financiero y político y de supremacía militar, nos hace falta igualmente oponernos a toda nueva religión mundial única, coagulada en doctrina confusa, instrumentalizada para amarrarnos a nuevos sistemas sutiles de esclavitud, a una lógica de transhumanismo, a una tecnocracia supuestamente normativa que se nos impone como una prisión mental universal, la cual desafortunadamente se puede convertir en realidad hoy en día.

Sin darse cuenta, o de forma quizás ingenua, pero no inocente, las tradiciones religiosas se prestan para que el mundo financiero pueda realizar la financiación de la vida. La deuda, de por sí, conlleva una consonancia religiosa, porque, en esta lógica somos deudores de Dios, nuestro creador, y más aún porque fallamos, por ser pecadores y, por ende, seres por redimir.

Este mismo vocabulario occidental se encuentra en nuestras relaciones financieras, ahí donde debemos a los que nos financian, por lo que nos ubicamos en un estado de endeudamiento frente a un tal banco, a ellos, los banqueros, y nuestra deuda tiene que ser redimida por un rescate, por una redención financiera. (El idioma inglés tiene este lenguaje muy claro: to redeem, the redemption of debts). Esta terminología nos remite a la conceptualización de la relación entre el hombre y su Dios en términos de comercio, de negocio, de reparación por efectuar. Comprarse su libertad, redimir (re-emere, de emere, comprar, en latín, redemptio, redención). Esta visión del mundo, en la cual el bebé nace para integrar la circulación de las deudas por pagar más tarde, al integrarse en el círculo del endeudamiento, antes de haber consumido o contractado una deuda personal, resulta comparable al así llamado pecado original; el cual, según unas tradiciones, no se comete, sino que ya se contracta por compartir la condición humana. Esta visión del mundo, con toda su pesadez y culpabilización, ha impactado contundentemente en la evolución de la consciencia humana. Su instrumentalización por parte de los que mandan el mundo de los negocios, queda sobradamente patente.

Al tardar tanto en el proceso de la evolución consciente, necesitamos una verdadera revolución intelectual para, en fin, poder justificar lo que constituyen nuestros sueños legítimos, entre los cuales trasluce el de lograr más justicia social, a través de una reforma del sistema de la creación del dinero. En efecto, desde Sumer, nuestras deudas están gestionadas por los sacerdotes del templo, en los cuales la gente confiaba por su cercanía con el poder de su Dios. La misma arquitectura de los bancos testimonia todavía del estatuto casi divino de los que más tarde se llamarán banqueros. Se presupone entonces que nos incumbe entregar nuestra confianza y nuestra fe a estos sacerdotes que crean y gestionan los instrumentos financieros, manteniéndose a cargo de nuestros depósitos pecuniarios, cobrando sus intereses por este «trabajo».

Hacemos confianza a nuestros acreedores, creemos en su fidelidad, su fiabilidad, sus garantías, su solidez y soldabilidad. Privilegio de nuestros acreedores-banqueros, creadores presuntamente ex nihilo del dinero y dispensadores del mismo. Su poder auto-reclamado sobre la creación y el valor del dinero les otorga supuestamente la legitimidad de cobrar para este su servicio «creador». Este poder constituye su haber fundamental. Caímos en esta trampa, la de haber dejado a ellos este privilegio. Empezando a ser sujetos o víctimas de la ignorancia. En las escuelas nos enseñaron las asignaturas de geografía y la matemática, pero la creación y la gestión de este instrumento, base de nuestra existencia, este medio de cambio que constituye el dinero (sustituyendo el antiguo troque, visible y mensurable), inclusive hasta los estudios universitarios nos quedaron como escondido, en una opacidad asombrosa. En consecuencia, asfixiamos bajo el peso de las deudas.

Nuestra libertad de respiración resulta sufriendo. Solo al crear una transparencia completa en esta materia tan básica, solo al arrojar toda la luz necesaria sobre este sistema esclavizador podremos entonces recobrar nuestra soberanía. La soberanía que expresa nuestra dignidad fundamental, la de ser libres, de expresarnos con libertad, sin intimidación.

En lo que se refiere a nuestras creencias personales, esta condición de base se llama laicidad. El concepto político de la laicidad tiene como misión estar presente en todo el planeta, sirviendo como garante para asegurar y proteger el espacio personal para vivir, ejercer y ahondar su experiencia espiritual, fuente de conocimiento, de tolerancia, de nutrirse de estas energías únicas que residen en cada uno y se activan, si los medios de meditación y de recogimiento le son garantizados y accesibles.

Tal como las matemáticas y las lenguas, las prácticas de meditación tendrán que formar parte del currículo escolar de los estudiantes.

Al pensarlo bien, la laicidad de la sociedad, permitirá a la humanidad entera, progresar en su expresión de libertad y de nuestra conciencia individual, sin tener que abdicar a la libertad de nuestras inclinaciones espirituales personales e interiores. Ahora, mientras estemos en el ámbito público, exterior, nos reuniremos según una lógica acorde con la ética de índole universal. Idealmente, lejos de toda hipocresía, de un doble juego, se tratará de la toma de conciencia de la libertad del foro interno, el de la esfera personal, vivida en harmonía con la pública, que es común a todos nosotros.

Aprender a escuchar permite sensibilizarnos para la escucha del otro; meditar permite reconocerse mejor a uno mismo y ser más sensible al tan vital conocimiento del otro en su alteridad. El hecho de observar el funcionamiento de su propio ego, ayuda a relativizarlo para abrirse a los otros y para comprender, incluso, que nos debemos los unos a los otros, que todo aislamiento que produce el ego, como una burbuja, es en verdad una ilusión, una burbuja de egoísmo que tiene que estallar para asomarnos, para abrirnos al altruismo.

Es verdad, concluyendo este ensayo, que estas líneas no se leerán sin provocar la impresión de que son «idealistas». El mal en este mundo, las fuerzas que generan guerras y pretenden justificar lo injustificable son tan potentes que parece ser condenado a continuar así.

Al pensarlo bien, al meditarlo, podemos darnos cuenta de que hay un potencial inmenso en nosotros, que hay una luz más profunda o más alta que las oscuridades mentales que nos tapan la vista. Empoderándonos de este potencial nuestro, el desafío ya vislumbra ser a nuestro alcance en cuanto fuerza colectiva de nuestros ejercicios espirituales personales. Así que una respuesta muy positiva surge en cada corazón humano: al dejar atrás las ideologías religiosas con su insistencia en las deudas por pagar a un Dios, al reconocer nuestras limitaciones y vulnerabilidades, pero empoderándonos conscientemente del poder creativo que reside en nosotros mismos.

La fuerza del bien (como un láser súper-potente) elimina al final las distorsiones, incluso si diferido en el tiempo, la victoria del bien sobre todo género de mal, por ser intencionalmente dirigida por nuestra inteligencia colectiva, se vislumbra cierta, y esta convicción es parte del tesoro de las sabidurías de la Humanidad. Esta verdad es experimentada en la sabiduría de cada corazón humano; esta verdad universal estriba en nuestra Humanidad.

El deseo del bien común, de la felicidad compartida, nos habita en nuestras entrañas como seres humanos. Antes de poder verlo realizado al nivel político, ya tenemos una responsabilidad en común, nosotros, como «familia humana», al vivenciar la espiritualidad personal, cada uno de forma única e irrepetible, conectados por unos lazos de inter-espiritualidad que nos permite comunicarnos en el espacio público común que nos garantiza y brinda la laicidad. El soplo para comprender, para sentir, para respirar, para saborearlo es lo que llamamos espiritualidad: ¡única garante de nuestra libertad!