Lo que antes se llamaba «tercer mundo», hoy día Sur global (Latinoamérica, África, ciertas regiones de Asia), está en una relación totalmente asimétrica con los países prósperos del Norte. De esa cuenta, para que el 15% de la población mundial viva en el desarrollo, 85% de la humanidad —básicamente los habitantes de ese Sur global— pasan penurias. En el Norte —donde sobra comida— se habla de «calidad de vida»; en el Sur, donde la desnutrición es lo común, se preguntan sobre su posibilidad. La asimetría entre ambas regiones es total.

Según datos de Naciones Unidas, los países pobres del Sur pagan miles de millones de dólares en calidad de deuda externa a los ricos del Norte. A esa cantidad debe agregarse la repatriación de beneficios de las filiales de las grandes empresas del Norte que operan en el Sur, más el creciente deterioro en los términos de intercambio comercial entre productos primarios del Sur con relación a otros industrializados que recibe del Norte; debe agregarse a eso la fuga de capitales del Sur hacia el Norte en calidad de capitales golondrinas y depósitos secretos en paraísos fiscales, más las materias primas y horas de trabajo del Sur, literalmente saqueadas por el Norte. El actual capitalismo extractivista (petróleo, megaminería, agronegocios, industria de la biodiversidad tropical) viene del Norte para saquear el Sur. La riqueza de unos es directamente proporcional a la pobreza de otros.

Desde la llegada española al Nuevo Mundo a fines del siglo XV, el planeta comenzó a dividirse así, y hoy la suerte pareciera ya echada. A partir de la llegada de esos conquistadores europeos a tierra americana, el Sur (Latinoamérica y África) viene aportando el capital inicial con que el capitalismo europeo se desarrolló y expandió luego globalmente: saqueo inmisericorde de los recursos naturales, así como explotación desaforada de la mano de obra semiesclava o literalmente esclava, en general amparada en un insultante racismo.

Aunque parezca paradójico y se hable de solidaridad, los pobres sostienen a los ricos. No hay arte de magia: la riqueza producida por la especie humana serviría para que todos los habitantes del planeta viviéramos con comodidad (se produce un 45% más de la comida necesaria para alimentar a la humanidad y, sin embargo, el hambre sigue siendo un monstruoso flagelo). Si hay carencias, es porque esa riqueza está muy inequitativamente repartida. Las religiones promueven el amor, pero parece que esa promoción no alcanza para terminar con las asimetrías.

En ese marco general, luego de un saqueo histórico impuesto por la fuerza bruta (espadas y, posteriormente, armas de fuego), santificado por la Iglesia católica años atrás y mantenido hoy por nuevos mecanismos de dominación, no solo militares, pero igualmente brutales (representados en el FMI y Banco Mundial), para la década de los 60 surge lo que se ha dado en conocer como «cooperación internacional Norte-Sur».

¿Era el Plan Marshall del gobierno de Estados Unidos una estrategia de cooperación internacional para con la destruida Europa Occidental postguerra? En un sentido lo era. Pero no la cooperación solidaria con el hermano golpeado, sino la estrategia de contención de un socialismo creciente que venía del Este, con una Unión Soviética que avanzaba victoriosa. La cooperación internacional que desde hace décadas el Norte otorga al Sur no es, precisamente, solidaria. Es una «estrategia contrainsurgente» —como se concibió la Alianza para el Progreso, primera de estas iniciativas, puesta en marcha por la administración estadounidense del presidente John Kennedy en los 60 del siglo pasado en América Latina—; un mecanismo de protección de recalentamientos sociales, si se quiere: un nuevo y sutil mecanismo de control. Casualmente esa iniciativa aparece un año después de la primera revolución socialista en el continente: la cubana de 1959. No fue por casualidad, obviamente. «No más Cubas» socialistas, era la consigna.

«En América Latina los ejércitos son las instituciones más importantes. El dinero que les enviamos es dinero tirado por el caño en un sentido militar, pero es dinero invertido en un sentido político», pudo decir Kennedy en 1959, cuando fungía como senador. La «cooperación» de Washington con su patio trasero consistía en mantener las fuerzas armadas, pensando siempre en contener las eventuales protestas sociales. Desde la década de los 60 la contención comenzó a hacerse con estos métodos más «humanos», disfrazados de solidaridad.

¿Por qué se hace cooperación internacional? ¿Sentimiento de culpa? ¿Acaso los capitales tienen sentimientos? De ningún modo. Sencillamente porque favorece las estrategias de dominación del Norte. Dicho claramente: es un mecanismo más de control, sutil, aparentemente solidario, pero que sirve solo a los intereses de quien la otorga, nunca a quien la recibe. «La cooperación para el desarrollo humano persigue objetivos oficialmente declarados, pero sistemáticamente traicionados… Los datos sobre el uso global de los financiamientos de la cooperación parecen demostrar que menos del 7% total de las sumas disponibles es orientado hacia la ayuda a dominios prioritarios del desarrollo humano», informaba descarnadamente Luciano Carrino, funcionario de uno de estos organismos internacionales.

Si realmente existiera un interés solidario en promover el desarrollo de los hermanos más postergados, el Norte no podría comportarse como se comporta. De hecho, en 1971 los países más prósperos fijaron en el marco de las Naciones Unidas el compromiso de contribuir anualmente con el 0.7% de su Producto Interno Bruto para la ayuda internacional al desarrollo. Hoy, 50 años después, son muy pocos quienes cumplen esa meta (solo los países escandinavos). Pero si se cumpliera con el compromiso de aportar una mayor cantidad de asistencia para con el Sur, ¿cambiaría la situación del mundo? ¿Puede efectivamente la cooperación Norte-Sur resolver la cuestión de la pobreza y el atraso?

Sin dudas: no. Es imposible esperar soluciones de ayudas que vienen condicionadas, amarradas a agendas políticas ocultas, que provienen de los mismos factores de poder que, mientras desembolsan alrededor de 60 mil millones de dólares al año en cooperación, extraen de la misma región 100 veces más como ganancia. Claramente eso no es cooperación.

Al Sur no le favorece en mucho esta «cooperación», pues nunca jamás un país salió de pobre con ella. Ningún país llamado «desarrollado» se desarrolló gracias a esta cooperación. ¿Qué aporta entonces toda esta parafernalia? Véase al respecto esta interesante evaluación de un proyecto de cooperación.

El desafío, en todo caso, es impulsar la solidaridad. Solidaridad no es beneficencia, no es limosna. La caridad no saca de pobres, sino que reafirma en la pobreza (si alguien dona caritativamente es porque hay una mano que mendiga, y así se cierra el círculo). Habrá que buscar otros caminos, entonces, para lograr terminar con aquellas asimetrías arriba descritas.