Para nadie es un secreto que vivimos marcados por la velocidad. Lo que ayer nos entusiasmaba, hoy parece obsoleto. De ahí la necesidad imperiosa de subirnos a las tendencias de las redes sociales de forma inmediata. Contradictoriamente, podemos saludar a un amigo por su cumpleaños dos días después, pero no podemos hacer lo mismo con un trend en TikTok o Instagram, porque seguramente ya habrá otros más virales.
Consumimos productos, relaciones, noticias y experiencias a un ritmo tan frenético que apenas nos da tiempo de asimilarlos. Muchas veces nos sumamos para no quedar fuera. Y lo que ya no está de moda lo desechamos sin mirar atrás, para darle paso a una nueva coreografía, un nuevo producto milagroso o una nueva celebridad.
La lógica del descarte, profundamente instalada en nuestras rutinas, no solo tiene consecuencias ambientales, sino que también afecta cómo nos relacionamos con los demás, con nosotros mismos y con el tiempo que habitamos. Este último se vuelve circunstancial.
La llamada “cultura de lo desechable” no es nueva. Surgió en un contexto donde se valoraba la innovación, la practicidad y la promesa de un futuro más fácil. Durante décadas, la idea de reemplazar lo usado por lo nuevo representó una forma de progreso, lograr más comodidad con menos esfuerzo. Pero hoy nos enfrentamos a la otra cara de esa promesa: la saturación, el agotamiento y la desconexión. Necesitamos el teléfono de última generación aunque tenga las mismas funciones que el anterior, agotamos nuestra mente en redes aunque no nos deje nada provechoso y nos sentimos profundamente solos.
Retrato actual
Hoy las consecuencias para el medioambiente son visibles: suelos convertidos en desiertos por la sobreexplotación agrícola o saturados por lluvias extremas; océanos alterados por el aumento de temperatura y la acidificación; y cambios climáticos que se traducen en olas de calor récord, incendios forestales, huracanes cada vez más frecuentes y fenómenos como El Niño más intensos.
Y, a un nivel más íntimo, también nos afecta. Nuestra salud mental se ve golpeada por la ansiedad, el agotamiento y una sensación persistente de desconexión. Paradójicamente, y aunque nos duela admitirlo, muchas veces nos da más miedo perdernos lo que pasa en el mundo que lo que realmente sentimos. Estamos más conectados con influencers y artistas de moda que con las personas que nos rodean.
Cambiar una cultura no es tarea sencilla. No se trata solo de modificar hábitos de consumo ni de sustituir productos por versiones más verdes. El desafío es más profundo: revisar nuestras formas de pensar, de vincularnos, de valorar el tiempo y la permanencia. Es necesario volver a mirar lo que desechamos —física o simbólicamente— y preguntarnos por qué. ¿Por qué me voy a deshacer de esto? ¿Quién más puede necesitarlo? ¿Realmente lo necesito?
Cada vez más voces se alzan para cuestionar esta lógica. Desde movimientos como el slow living o la economía circular, hasta expresiones artísticas, literarias, gastronómicas y de la moda, se busca recuperar el valor de lo que permanece, lo que se cuida, lo que resiste al descarte. Estas narrativas alternativas no proponen volver atrás, sino avanzar con otra conciencia, entendiendo que lo sostenible no es solo lo ecológico, sino también lo humano.
La sustentabilidad como narrativa
La sustentabilidad cultural ya no se trata únicamente de reciclar botellas o separar residuos. Hoy significa preguntarnos qué queremos preservar, qué elegimos transformar y qué estamos dispuestos a soltar. Implica reutilizar los recursos, sí, pero también reparar, resignificar y repensar en todos los ámbitos de la vida. En pocas palabras, cambiar el relato.
Eso incluye revisar nuestras propias prácticas. ¿Cuántas veces consumimos por impulso? ¿Qué vínculos alimentamos y cuáles soltamos por agotamiento? ¿Qué elegimos sostener en el tiempo?
La sustentabilidad no empieza con el uso de una bolsa reutilizable. Empieza cuando decidimos que algo vale la pena conservar. Y si no es así, buscar un lugar donde pueda cumplir una función. Porque el cuidado es más revolucionario que el desecho.
No todo tiene que ser rápido, rentable o reemplazable. A veces, lo que permanece lleva consigo un valor que trasciende cualquier métrica de productividad o eficiencia. Tal vez sea hora de ensayar otros caminos: revalorizar lo que se cuida, lo que lleva tiempo, lo que no se mide en likes ni en velocidad.
La sustentabilidad, entonces, no es solo una meta ecológica, sino una forma de resistencia frente a la fugacidad. Elegir cada día qué vale la pena mantener para avanzar con otra conciencia. En un mundo que todo lo descarta, cuidar se convierte en cultura y sostener en una forma de futuro.
La esperanza como motor
Reimaginar el futuro desde la sustentabilidad no es una utopía, sino un proceso que ya está en marcha. Cada ciudad que promueve la movilidad activa, cada comunidad que rescata saberes ancestrales, cada emprendimiento que apuesta por la economía circular, son señales de que otro modelo no solo es necesario, sino posible.
El desafío es no quedarse en la crítica ni en la nostalgia por lo perdido, sino animarse a construir alternativas con lo que tenemos a mano. Desde elegir con consciencia los objetos que usamos hasta exigir políticas públicas que favorezcan la regeneración de los ecosistemas, todas las acciones cuentan.
El cambio cultural quizás sea el más difícil, porque implica dejar de ver el consumo como sinónimo de bienestar y empezar a valorar lo que permanece, lo que crea vínculos, lo que nos conecta con la vida. Esa transformación no ocurre de un día para otro, pero sí comienza cada vez que alguien decide reparar en lugar de tirar, cultivar en vez de comprar, compartir en vez de acumular.
Un futuro más sustentable no vendrá como una imposición desde arriba, sino como una suma de gestos cotidianos que se multiplican. En ese horizonte hay lugar para la esperanza, donde el planeta pueda sanar, la sociedad elija cuidarse y el presente nos devuelva el sentido de comunidad y de pertenencia, sin importar cuán lejos estemos de casa.















