La discriminación de los migrantes, el nacionalismo xenófobo y la intolerancia religiosa son fenómenos cada vez más frecuentes en el mapa mundial. Están los gobiernos de extrema derecha que se multiplican en Europa, los grupos armados fundamentalistas en el Medio Oriente y África, los conflictos localizados que derivan en «limpiezas étnicas», la expoliación de pueblos originarios mediante megaproyectos, la persecución de las minorías sexuales y la explotación de mujeres y niñas como botín de guerra.

Hay una crisis generalizada de los derechos humanos, atribuible en muchos sentidos a un renacer soterrado de la Guerra Fría y a una persistencia no admitida de las doctrinas de seguridad nacional que, con distintos ropajes, sirven a gobiernos autoritarios para perseguir como enemigos a opositores bajo refinadas formas de terrorismo de Estado. La geopolítica y los intereses económicos se dan la mano para crear mantos de impunidad y de inoperancia frente a los atropellos de los derechos de personas y pueblos.

La situación de los uigures en China, de los palestinos en los territorios ocupados por Israel, de los kurdos en Turquía, de los rohingyas en Birmania, de los indígenas en la Amazonía brasileña, son tal vez las expresiones más dramáticas de persecuciones étnicas. A su vez, el crecimiento electoral de partidos de extrema derecha y el surgimiento de liderazgos nacionalistas que apelan al populismo son señales de alarma que retrotraen la historia a la antesala de la Segunda Guerra mundial.

Pareciera que la humanidad se niega a progresar y que está condenada a girar en redondo, reeditando prácticas de poder teñidas de intolerancia, que no son la consecuencia de coyunturas, sino que se remontan al origen mismo de lo que se conoce como la Edad Moderna.

En noviembre de 2018, viajó a Santiago de Chile el profesor italiano Adriano Prosperi para presentar en la Universidad Católica la traducción al español de su libro La semilla de la intolerancia. Judíos, herejes, salvajes: Granada 1492. La obra, publicada en Italia el año 2011, fue traducida por el chileno Rafael Gaune y editada por el Fondo de Cultura Económica.

Si algo llama la atención en ese libro es su plena vigencia entre los siete años que mediaron entre el lanzamiento en Italia y su posterior traducción. Más aún, y pandemia mediante, se puede afirmar que mantiene actualidad hasta hoy por los certeros elementos que rescata de la historia para recordarnos el racismo de Hitler y Mussolini, como una necesaria memoria histórica para enjuiciar las prácticas intolerantes de hoy.

La obra marca tres acontecimientos fundamentales en 1492. El 1 de enero el rey Fernando de Aragón conquistó Granada, el último bastión musulmán en España. El 31 de julio los reyes católicos (Fernando e Isabel de Castilla), ordenaron la expulsión de los judíos. Más tarde, la reina aceptaría financiar la expedición con que Cristóbal Colón pretendía abrir una nueva ruta hacia las Indias Occidentales, y que zarpó del Puerto de Palos el 3 de agosto.

La historiografía oficial que guió nuestro aprendizaje escolar ensalzaba el año 1492 revestido de gloria, fundamentalmente por el llamado «Descubrimiento de América», que a su vez instalaba el 12 de octubre en los almanaques como el «Día de la Raza».

Ambas consideraciones serían puestas en tela de juicio con el tiempo. Cuando en 1992 se conmemoraron los quinientos años de la llegada de Cristóbal Colón a la isla de Guanahaní, se prefirió hablar del «Encuentro de dos mundos», con un tinte que suavizaba el genocidio que acompañó la posterior conquista de «las tierras de Américo» de la mano de la cruz y de la espada. El economista alternativo Manfred Max Neef ironizó entonces, apuntando que más que un encuentro había sido un encontrón.

Tampoco «Día de la Raza», no solo por el discutible afán unificador de ese apelativo, que sugería un prototipo común de los seres americanos en siglos de mestizaje, sino también porque el propio concepto de raza, amén de carecer de fundamento científico en su aplicación a los humanos, se asocia con el racismo. Así, los pueblos originarios de todo el continente terminaron por apropiarse de la fecha del 12 de octubre para recordar el inicio del genocidio.

El profesor Prosperi recuerda que el origen real del concepto de «raza» deriva de haras, que es en el francés antiguo el establo de los caballos. Por tanto, raza debe ser asumido esencialmente como un término a aplicar a los animales, útil para los veterinarios. Sin embargo, su adopción bajo los reyes católicos fue funcional al propósito de persecución y de condena al ostracismo de las comunidades judías asentadas en la península Ibérica.

De la mano con la Inquisición se instituyó la «pureza de sangre» como un certificado de cristiandad. Así, los judíos pasaron a ser una «raza maldita», en una lectura del Apocalipsis asociada a la gloria de la España unificada que se alzaría como el gran imperio donde jamás se ponía el sol.

El triunfo de la cristiandad sobre los herejes musulmanes dio alas, a su vez, a las prédicas de las órdenes mendicantes que calificaban al judío como el Anticristo, aquel que había matado a Jesucristo e insistía en mantenerse fiel a una religión que desconocía la divinidad del «hijo de Dios». Fernando de Aragón pudo hacer de España un Estado compacto, pese a su pluralidad de lenguas y culturas, basado en la convicción de ser un pueblo «puro» de la contaminación judía, gracias a sus reyes católicos. España pasó a ser así «un pueblo elegido», apunta Prosperi.

Es claro que este episodio no respondió únicamente a propósitos políticos y religiosos. Los judíos vendieron sus bienes a precio vil a especuladores, mientras se desplazaban a los puertos de embarque en que comenzaba la diáspora, escapando así de multitudes hostiles. Algunos, agotados, se resignaron a ser bautizados por predicadores que también les iban a la zaga, para asumir así la condición de conversos.

El título de reyes católicos para Isabel y Fernando les fue conferido por el papa Alejandro VI, el pontífice de origen español llamado Rodrigo de Borja, más conocido por la «italianización» de su nombre como Rodrigo Borgia. Su papado comenzó igualmente en el año 1492 y se extendió hasta 1503.

Con la bendición papal, España emprendió la conquista de las tierras «descubiertas» por Colón. Correspondía también a la monarquía hispana la cristianización de los salvajes, en una empresa en que la religión sirvió de fundamento a la esclavitud de los nativos bajo el predicamento de que carecían de alma. Solo en julio de 2015, el papa Francisco durante su viaje a Bolivia pidió perdón por las ofensas de la propia Iglesia y «por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América».

También en 2015 entró en vigencia la ley que concedió nacionalidad a los sefardíes originarios de España, es decir a los descendientes de los judíos expulsados por los reyes católicos en el siglo XV.

«No basta con pedir disculpas a los muertos, se necesita justicia para los vivos», dijo el profesor Prosperi en la presentación de su libro en Chile. Agregó que en el mundo asistimos a un «general despertar de instintos de odio hacia el otro» (el migrante, el «negro») y que ante eso hay que desarrollar la capacidad de reconocer en la historia los síntomas a combatir. «Lo sucedido puede ocurrir nuevamente porque ha sucedido, observó una vez Primo Levi», puntualizó.