No eres una gota en el océano, eres el océano en una gota.

(Rumi)

Confieso que llevo toda una vida hablando conmigo mismo. Y además con perros, gatos, pájaros, árboles y, muy especialmente, con amigos secretos del alma. Creo, sin saber por qué, que a fin de cuentas todos somos el mismo ser. «Los otros», con quienes, por supuesto también hablo, me contestan usualmente en palabras, mientras que los mencionados primeros, o guardan silencio, o me miran compasivamente y con cariño, o revuelcan mi alma, a veces con consecuencias sublimes, que se sienten como sueños bonitos o abrazos de amor profundo.

No sé en realidad, cuándo comenzó esta conversación, desde este punto de vista llamado mío. Después de todo, la gran conversación, la del ser consigo mismo en universo, siento que nunca comienza y nunca termina. Pero hablando ahora a solas, escribiendo estas notas para leerlas yo mismo, me recuerdo de mi niñez, de los amigos invisibles que me acompañaban, con los cuales hablaba, preguntaba y me quejaba. Las conversaciones con ellos me llevaban a mundos interiores, que no eran compartidos con la gente que me rodeaba. Y me perdía allí, hasta que las voces me llamaban desde afuera. Y seguía hablando solo, pero con ellas. Sentía que los demás eran una proyección tridimensional de mí mismo, pero seguían siendo cosas de uno. Personajes inventados para conversar.

Y no sé si era falta de cordura, o era debido al impacto del aterrizaje en la tierra. En mi infancia y niñez no hubo relaciones traumáticas, mi familia era muy amorosa y mi madre un ser especial. Pero siempre sostuve una constante conversación conmigo mismo, y a veces, cuando aparecía una persona dispuesta a escuchar podía compartir. Pero esto era muy raro, así que seguía todo el tiempo conversando con mis amigos secretos invisibles. Y con gatos, perros y árboles. Y los demás, los otros, los que están afuera, eran en cierta medida, una extensión allende las fronteras de lo que considero mi espacio y que se salen para hablar.

Pero que uno siempre está hablando solo.

No sé si los demás, al menos algunos, sienten igual. Porque entonces, cada uno seríamos personajes de las conversaciones de cada uno, sosteniendo un monólogo en muchedumbre constante, desde múltiples puntos de vista a la vez. Esto, además de conversar con amigos secretos, y árboles, cosas y mascotas. Es posible que sea así y que todos lo sientan y que yo no lo sepa, porque muy pocos lo dicen por algún motivo. Quizás porque no piensan que esto sea importante, o lo consideran locuras privadas del pensamiento.

Pero a estas alturas de mi recorrido por la vida, cuando ya estoy por adentrarme en la octava década, decidí usar lo poco que me queda de memoria, para compartir algo sobre lo que pienso de esta larga conversación conmigo mismo.

Y aquí uso, el convencionalismo del tiempo, para explicar la duración de la vida, porque así tendemos a contarla, en segmentos de tiempo, pero la vida realmente se extiende en los momentos de amor intercambiados. Familia, pareja, amigos, amantes, colegas y mascotas. Cada segmento comienza, cuando la relación se inicia y concluye cuando esta termina. Cada etapa trae consigo sufrimiento y alegría, el descubrimiento de los otros y, mayormente, el de uno mismo.

Y derivado de este amor, hay una inmensa y sobrecogedora belleza, la cual muchas veces no vemos, excepto en esas interrupciones, cuando nos hacen falta y recordamos profundamente, los momentos intercambiados con nuestros seres queridos. Entonces una dulce y sutil triste-alegría nos envuelve, y sentimos ese hermoso amor, como un vals en una noche de romance, rodeándolo todo.

En medio de este ser que soy, o aparento ser, viviendo día a día, me asaltan constantemente imágenes diversas de momentos compartidos y vividos con tanta gente querida y conocida. La vida es un continuo de música, un concierto escondido que nace desde adentro y se va esculpiendo en nubes pasajeras. Por un momento, estas guardan formas y parecen imperecederas, pero solo son soplos efímeros que luego parecen desvanecerse en la nada. Pero eso sí, siempre queda un amor, grabado en el corazón, de esos momentos compartidos. Y de ahí nacen todas las conversaciones.

Todos somos personajes en esta obra. Resbalamos como gotas de lluvia en vidriera, uniéndonos y desbandándonos alternadamente, hasta que finalmente nos regresa la escorrentía al mar.

Hay un silencio de cariño, que siempre nos rodea. Pero no nos damos cuenta, sino solo a veces, debido a lo entretenidos que estamos con tanto fluir alrededor. La interminable fantasmagoría externa y todas las corrientes internas que surgen de uno mismo, las emociones, los pensamientos, el instinto, nos distraen del amoroso silencio.

Pasando por aquí he conocido tanta gente. Primero la familia, en esos reinos diminutos donde uno tropieza en intimidad y en primeras voces con los demás. Después los vecinos, y en escala más grande la escuela, los amigos, la tribu, la sociedad, el planeta.

Y esta burbuja de ser uno, que se dibuja de repente en esta circundante tridimensionalidad, en este transcurrir, está sometida a múltiples enunciaciones. Unas inherentes, que vienen con la envoltura genética y kármica, como un potencial que se desdobla, proveniente de un inconsciente de tendencias de carácter y personalidad, miedos y capacidades. Y otras, a partir de definiciones, sobreimpuestas por la cultura de los padres, y el entorno de la sociedad. Esta última, al comienzo de la jornada, trata de contestar todas las preguntas que pueda uno hacerse ante el asombro de estar vivo y la curiosidad de para qué, y va definiendo tus roles, posibilidades, amigos, enemigos, y lo que es bueno y es malo.

Y así poco a poco, uno se va dando cuenta de que «es», que está vivo, consciente, que disfruta y sufre, que está. Y, también, de que no solamente es la familia, la tribu y el país, que influencian y condicionan nuestro ser, sino también las multitudes de gentes desconocidas que, en el tiempo y el espacio, han venido acumulando pensamiento, y haciendo la historia de la especie. Todos inciden, de una manera directa o indirecta en nuestra conversación.

Y esto es sin incluir, la muchedumbre de insectos, peces, pájaros, vacas, microbios, perros, gatos, átomos, energías y estrellas que se desplazan vivos o aparentemente inertes a través de los sentidos y la mente. Y que uno observa, define, ignora, o se escapa de ellos, o los hace sus amigos o se los come, pero todos, todos son parte integral de la escenografía de esta obra que uno es.

Es pasmosamente asombrosa, esta cosa de vivir. Este torrente de mentes, esta constante inundación de situaciones, propiocepciones, deseos, pensamientos, noticias, frustraciones, opiniones, relaciones, aceptaciones y rechazos. Las creencias y las impertinencias que se derraman por doquier y te retan a seguirlas o combatirlas, y te buscan y te sacan de cualquier intento de subjetividad o aislamiento, en donde pretendas escaparte de «las otras voces» que comparten el escenario, adentro y afuera.

Y para colmo, todo cambia constantemente. Nos mudamos, envejecemos, cambiamos de ideas y morimos. La vida, tiene momentos de encanto, de dicha, y también momentos de agonía, de duda, de confusión. Hay paz y hay guerra.

Pero no importa con quien hables, siempre estás hablando solo. Uno es como el eco de una voz, que rebota en formas y pensamientos, asumiendo una infinidad de posibilidades de expresión para contar y cantar una canción de amor.

Hablamos a solas, en realidad, porque no hay nadie más. A fin de cuentas, es un solo ser que se habla en muchedumbre, como un ventrílocuo infinito. Y se habla del amor, buscándolo y encontrándolo en los demás, que son él mismo.

Estas notas, están escritas para mí mismo, contándome de mi hablar a solas. No pretenden iniciar un diálogo de un monólogo. Son, parte de las cosas ésas del vivir, que nos llevan a sonreír o a suspirar.