Una guirnalda de flores adornaba sus cabellos de azabache. Era casi hermosa, siempre y cuando uno no la mirara directamente a la cara. Emma intentó captar el tono perlado de su piel, pero ningún pigmento hubiese sido capaz de recrear ese color a la perfección. Aun así, el retrato rozaba la perfección. Solo faltaba ultimar unos detalles, añadir un poco más de sombra en una esquina, acabar de perfilar el broche de oro colgado sobre su pecho, añadir unas perlas alrededor de su delicada garganta.

La Reina de las Hadas sonrió, dejando entrever una hilera de dientes puntiagudos, y se levantó de la silla. El cordero sobre su regazo se dejó caer al suelo y buscó un nuevo lugar donde ponerse cómodo, pero Emma solo tenía ojos para la Reina, que se acercó a su lado a examinar el cuadro.

—Excelente, querida, como siempre —dijo, su voz empalagosa como una cucharada de miel—. ¿Puedo pedirte un nuevo encargo cuando termines este?

Emma se obligó a devolverle la sonrisa.

—Pintaré todo lo que me pidas… hasta que termine nuestro contrato. Dos años —le recordó Emma—, ya he cumplido cinco de condena.

La Reina se agachó y le rozó la sien con los labios.

—¿Condena? —dijo, conteniendo la risa—. Mira a tu alrededor, ¿te parece esto una cárcel?

Emma se estremeció.

Las paredes estaban cubiertas de papel verde salvia con estampado de motivos florales, con enredaderas trepando la superficie y escondiendo pavos reales, loros escapados de sus jaulas, y tigres echándose la siesta. Cortinas de terciopelo a juego con el papel de pared enmarcaban las ventanas y, más allá de estas, un tupido bosque se extendía hasta el límite del pueblo humano, al otro lado del río. Bajo sus pies, la Corte bullía ajetreada con sus obligaciones diarias.

—Una jaula —dijo Emma—, una hermosa jaula.

—Mi hermosa tórtola —ronroneó la Reina, acicalándole el pelo.

Emma se dejó domar hasta que cayó la noche y la Reina mandó que sirvieran la cena en sus aposentos.

—Dos años… ¿Estás segura de que quieres volver? El pueblo es pintoresco, desde luego, pero una vez vuelvas ya nada será igual: la comida te sabrá a cenizas, olerás las flores y no percibirás nada, los colores se apagarán hasta tornarse sepia. ¿Crees, realmente, que podrás ser feliz?

La Reina arqueó el cuello, a la espera de una respuesta. Emma calmó los nervios con un sorbo de vino.

—Mi familia me espera —dijo simplemente, e hincó el diente a una patata asada. Estaba tan tierna que se le deshizo en la boca.

Al otro lado del bosque, su familia estaría reuniéndose para cenar; su madre habría cerrado el supermercado, su padre habría traído pan para los bocadillos del día siguiente, y su hermano pequeño (ya no tan pequeño después de cinco años) esperaría impaciente los espaguetis con tomate y queso de la abuela. Probablemente ni recordaran que una vez, en una de esas cinco sillas, Emma había protestado y protestado hasta secársele la garganta de tener que comerse todos los guisantes del plato.

En dos años, su hermano cumpliría doce y Emma sería solo una fotografía en su memoria. Se estremeció.

—Quédate —dijo la Reina, rellenándole la copa—, quédate y sé mi pintora para siempre. Cásate con alguno de mis hijos, dale sus propios retoños, sé paciente; puede que algún día, en un siglo o dos, lo corone rey y a ti consorte. Pinta para mí y mi hijo menor, hijo del ave fénix, será para ti.

Emma dejó el tenedor a un lado del plato, planchó las arrugas de su falda con las manos y se aclaró la garganta.

—En un siglo o dos seré tierra y cenizas. Soy mortal, recuerda. No, el trato era siete años. Me perdonaste la vida y te lo agradezco, pero el precio está casi pagado.

La Reina escondió el rostro tras la copa. Emma apartó la mirada. Se le había agriado el apetito, así que se excusó, recogió sus utensilios y regresó a sus aposentos, donde el fuego ardía con furia en la chimenea y las velas iluminaban tenuemente las sombras de la pared. No había suficiente luz para seguir trabajando, así que dejó el retrato a un lado, guardó los pigmentos en su caja y se metió en la cama, demasiado cansada como para cambiarse de ropa.

Emma entregó el retrato una semana más tarde. Después vinieron otros encargos, cada uno más elaborado que el anterior: para pintar un oleaje enfurecido, mezcló sangre de selkie en el pigmento azul y la Reina no tuvo más remedio que aceptar que ningún cuadro podría hacerle frente; cuando se le encargó pintar el atardecer cubriendo el volcán, mezcló sangre de salamandra y lágrimas de pixie, y la Reina colgó el lienzo sobre su chimenea; al pedirle que pintara todas las hojas de un fresno, sin olvidar ninguna, Emma mezcló sangre de melíade en el disolvente y, tras contarlas una a una, la Reina no tuvo más remedio que aceptar su derrota.

—Píntame el viento —dijo, finalmente, cuando Emma ya podía saborear la libertad en la punta de la lengua.

Emma asintió, preparó sus cosas y se adentró en el bosque. Encontró a la sílfide jugando junto al acantilado.

—Ven, pequeña —le dijo.

Extendió las ofrendas —pan y leche y cintas para el pelo— y esperó pacientemente a que la sílfide notara su presencia.

Por la noche, mezcló la sangre en los pigmentos y entregó el cuadro a la Reina tres semanas más tarde. Esta frunció los labios, pero en seguida recuperó el buen humor y regaló el lienzo a uno de sus vasallos favoritos.

—Bien, querida, excelente como siempre. Tengo un último encargo para ti antes de que nos abandones: sé buena y píntame un retrato del ave fénix que engendró a mi hijo. Conseguir ese perfecto dorado de la cola será difícil —dijo la Reina, disimulando una sonrisa—, pero no tengo dudas sobre tu talento.

Emma se retiró a su estudio. El encargo era imposible: mezcló y mezcló y mezcló, pero el pigmento perfecto estaba fuera de su alcance. Cuando la Reina se acercó, semanas más tarde, a examinar sus progresos, Emma le dio la bienvenida con la columna tensa.

—Es difícil, ya te lo dije. Y ya sabes las consecuencias de no terminar tu encargo con éxito —añadió—. Pero siempre has sido buena conmigo y yo siempre he sido buena contigo, así que te propongo otro trato: quédate siete años más a mi lado y te perdono este encargo.

Emma le devolvió la sonrisa envenenada.

—El orgullo no me permite rechazar este reto. Aún tengo unas semanas para terminarlo, así que lo intentaré hasta el final.

La Reina se encogió de hombros y se retiró.

Nunca había fracasado en ningún encargo que la Reina le había hecho, tal vez porque el fracaso hubiese significado la muerte. Tal era el pacto. Cuando la Reina la había encontrado arrodillada sobre uno de sus vasallos, el puñal aún ensangrentado en sus manos y la ropa manchada de escarlata, Emma había tenido que firmar su sentencia: siete años de servidumbre. Siete años de sangre, un precio que había estado dispuesta a pagar. La Reina había amado sus obras desde el primer instante, ¿cómo no iba a amarlas? Emma había pagado el diezmo sin rechistar y la Reina había aceptado con una sonrisa de satisfacción cada vez.

Otra persona habría aceptado la derrota: mejor morir que vivir enjaulado, ¿no es cierto? Pero Emma no estaba preparada para irse aún.

Entregó el encargo final dos días antes del plazo. La libertad, tan ansiada, se esfumó entre sus dedos incluso antes de levantar la tela que cubría el lienzo. Podía olerla, tan cercana, tan apetecible, tan prohibida e imposible.

Descubrió el cuadro. La Reina se atragantó y se levantó de golpe, los ojos fijos en la pintura. El dorado era perfecto.

—¿Cómo…?

Emma bajó la cabeza y esperó en silencio, observándola entre las pestañas, los nervios a flor de piel. Vio cómo la verdad se colaba en sus pupilas.

—Un trato es un trato —dijo Emma—, el encargo está finalizado. El dorado es perfecto, a imagen y semejanza del ave que engendró a tu hijo. Un trato es un trato.

La Reina giró la cabeza desesperada, buscando al niño con la mirada, pero estaban solas en sus aposentos.

—Has aceptado todas mis ofrendas —le recordó Emma—, eres tan culpable como yo.

—Tú…

—Matarme por ello infringiría todas las leyes de hospitalidad.

—Me has hecho cómplice del crimen sin mi conocimiento —rugió la Reina—. Me has hecho cómplice de un crimen que atenta contra mi propia naturaleza y la de los míos: en cuanto dejes mi reino, te haré pagar por ello.

—Pagaré —dijo Emma—, lo prometo yo misma: siete años por cada encargo que he cumplido. No dejaré esta corte hasta que sea tierra y cenizas. ¿No es eso lo que querías igualmente: tenerme a tu lado para siempre? Tienes otros hijos, pero pintar para ti solo puedo hacerlo yo.

La Reina dirigió de nuevo la mirada hacia el ave fénix retratada y tragó saliva con dificultad.

—¿Siete años por cada encargo? Es precioso…

Emma esperó.

—¿Nadie tiene por qué saberlo, entonces? —preguntó la Reina, sin apartar los ojos del cuadro.

—Nadie —aseguró Emma.

—Realmente el cuadro es lo suficientemente hermoso… Trato hecho —dijo la Reina—: siete años por cada encargo. Más de un siglo de servidumbre. Y tengo un encargo para ti, además: píntame las prímulas de la colina bañadas por la luz del amanecer, son las flores favoritas de mi hija. Y no tardes, querida, sabes que tu vida depende de ello.