Asfixia

En medio de la noche, sentí el peso de una masa blanda y blanca encima de mí. La hora, la fecha y el lugar eran lo de menos: algo inmenso me impedía moverme. No podía respirar. Empecé a soltar patadas, golpes, puñetazos al aire. Justo antes de perder la consciencia, impacté algo. Soltó un gruñido adolorido y cayó contra el suelo. La presión cedió.

Me levanté de inmediato. Tenía una almohada encima de la cara. La aventé al piso como pude y me incorporé viendo puntos amarillos en el techo. En el silencio del cuarto, el ritmo acompasado de mi propia respiración tardó en regresar. Acostada a mi lado, inmóvil, estaba mi prima Esperanza con los ojos cerrados. No pude dormir hasta que salió el sol.

Lentitud

Mi papá tiene dos hermanas. Una tiene casa de descanso; la otra, trabaja todo el día en el Hospital General. Con la primera, todos los años íbamos a pasar un par de semanas en la privada de Tepoztlán. A la otra, rara vez la veíamos en las comidas familiares. Dejamos de verlos por años. Con el tiempo, sólo veníamos mis otros dos primos y yo. En esta ocasión, sin embargo, la invitación también llegó a ellos: a mi tía le pareció buena idea reconectar con Esperanza y esa parte de la familia.

A su madre le fue tremendamente conveniente, porque mi prima no sale y no tiene amigos. Alguna vez, la escuché confesar que su hija le era un peso que quería quitarse de encima. Siempre sospeché que Esperanza lo sabía, y que por eso no hablaba con nadie. Venir a Tepoztlán podría, bajo esta lógica, calentarle un poquito el corazón.

La idea era quedarnos ahí una semana. Al principio, Esperanza no se acercaba a nosotros. El poquísimo contacto que teníamos era en la noche, porque mi tía nos mandó a dormir en la misma cama. Por lo demás, se encerró en el cuarto y sólo bajaba a comer, con los audífonos puestos. Como teníamos casi la misma edad, mi tía me pidió que me intentara acercar a ella para integrarla, pero la verdad, no sabía ni qué decirle. Eventualmente decidimos platicar entre los demás y yo, mientras ella encajaba la mirada en el plato, en el suelo, entre las grietas de las paredes.

Esperanza se difuminó con el paso de los días. En la casa, la cosa es lenta. Así es en Tepoztlán. Mi tía se levanta al claro del mediodía. A veces, mis primos se bañan hasta las dos de la tarde. Luego se les olvida y deciden hacerlo hasta que regresan a México. Ni el sudor, ni los trastes sucios o el piso sin trapear les impiden, sin embargo, disfrutar de tener la casa llena.

De todos, soy la única que se levanta a las siete de la mañana. Antes de que mi tía se dé cuenta, ya barrí y limpié la mesa del comedor. Mis primos siempre han pensado que lo hago por hacerle la vida más fácil, pero la verdad es que lo hago por mí misma. Ni modo: no me gusta comer en un lugar sucio. El desayuno se hace comida y la cena se prolonga hasta las tres de la madrugada, en una sobremesa interminable. Afuera, en el jardín común, en la alberca se desliza el reflejo del sol conforme las horas pasan.

Todas las vértebras

Desde que somos niños, a mis otros primos y a mí se nos hizo ir a dar la vuelta juntos por el fraccionamiento. A mi tía le parecía bien, porque le daba un ratito de paz para sí misma. Había veces que salíamos todos los días. Esta vez, extrañamente nadie había querido. Ni siquiera se nos ocurrió.

Una tarde, después de comer, encontré a Esperanza sentada en la orilla de la alberca. Pálida, esquelética y encorvada sobre sí misma, miraba su propio reflejo sobre la superficie en silencio. Debajo del traje de baño a rayas —una blanca, una azul; una blanca, una azul— se le marcaban las vértebras a lo largo de la espalda. Me acerqué a ella:

—¿No quieres ir a caminar por el fraccionamiento?

Se sobresaltó y me volteó a ver. Me recorrió con la mirada. Nunca me había dado cuenta, en 23 años que tenemos de conocernos, que tenía los ojos color miel. Se le difuminan detrás de los marcos pesados de los lentes que usa. Apretó los labios:

—Va.

Una brisita fría repentina me erizó la piel.

El último elefante blanco

Le dije a los demás, pero no quisieron acompañarnos. Hubo un punto, al salir de la casa, que me arrepentí. No sabía ni de qué íbamos a hablar durante una hora, en lo que pasábamos frente a las demás privadas del lugar. Fue entonces que se me ocurrió visitar al último elefante blanco.

Cuando mi primo más chico tenía siete años, encontramos una casa que desentonaba con las demás. Estaba en el último rincón de Tepoztlán, donde la montaña se come al resto del pueblo. Nos imaginábamos que algún viejo loco sin gusto la había mandado construir para sí, porque nunca había nadie, y con cada año que pasaba, el edificio tenía un piso nuevo. Blanco, enorme y sin sentido estético, parecía un paquidermo pálido y gordo. Para llegar hasta allá, por lo menos era media hora a pie. Me pareció que no sería necesario hablar entre nosotras: a veces necesito salir para organizar mis ideas.

Aunque eran apenas las cinco de la tarde, trazos de ventiscas frías recorrían las calles. No había nadie más que nosotras. Esperanza me seguía con docilidad, mientras le platicaba lo que sabía de los vecinos y de las casitas que ahí había. Todas eran del mismo color, y generalmente estaban vacías. En el cielo no se aparecieron nubes. Ella parecía flotar sobre el pavimento, como la sombra de un árbol triste. No me di cuenta de cuándo dejé de hablar. Al llegar a la última calle, volteé a ver a mi prima. Al ver al elefante blanco, algo parecido a una sonrisa le asomó en los labios.

La muerte del elefante blanco

Regresamos a la casa de mi tía sin decirnos nada. Cenamos y mis primos quisieron jugar cartas en la mesa. Esperanza intentó seguir el juego sin éxito. Luego se subió a dormir, como a las diez de la noche. Fue el día que más convivimos en toda la vacación. A las ocho de la mañana, mi tía azotó la puerta del cuarto en donde dormíamos. Tenía los ojos exorbitados:

—Esperanza no está —me dijo, y salió corriendo a preguntarle a los policías de la pluma si la habían visto.

Intenté marcarle a su celular, pero sonaba sobre la mesa del buró. Veinte minutos más tarde, mi tía regresó gritando a la casa, con la noticia de que la habían visto caminando sola a las altas horas de la madrugada. Nadie avisó nada, porque parecía muy segura de lo que estaba haciendo. Una patrulla local acompañó a mi tía hasta donde la habían visto la última vez. Dos horas más tarde, mi tía regresó con los ojos hinchados sin saber en dónde estaba.

—No la encontramos. No está en el fraccionamiento —se lamentaba en la mesa del comedor, con las manos cubriéndole el rostro.

—Creo que yo sé —, le dije.

Sacamos su camioneta y llegamos a la última calle del fraccionamiento en cinco minutos. Afuera del portón de la casa blanca, Esperanza estaba hecha un ovillo. Se veía minúscula frente a la construcción, que ya tenía cuatro pisos construidos. Mi tía se bajó del coche sin apagarlo. Tuve que meter el freno de mano para no que no se estrellara contra la pared de la casa. «Qué haces, por qué saliste a esa hora, cómo llegaste hasta aquí sola», le repetía ella con los ojos llorosos. Esperanza la abrazó, sin decir una sola palabra.

Luego se subieron al coche de nuevo. Al regresar a la casa, Esperanza se acercó a mí y me dijo:

—Maté al elefante blanco.

Ni siquiera le contesté. Ese mismo día nos regresamos a México. No volvimos a hablar nunca, y mi tía desistió en sus intentos de reintegrar a la familia. Al verano siguiente, cuando mis primos y yo salimos a buscar la casa blanca, encontramos un terreno baldío, con maleza crecida. El más chico de ellos agarró una piedra del piso y la lanzó hasta la profundidad del espacio. Nunca escuchamos que llegara al suelo.