El dolor enseñaba
Cómo una forma opaca, copiando luz ajena
Parece luminosa.

(Luis Cernuda, «Quisiera saber por qué esta muerte»)

Supe de Enrique Gracián por una entrevista que concedió en Barcelona al periódico La Vanguardia. En conversación mantenida con uno de sus colaboradores, Víctor Amela, este matemático, experto docente que siente pasión por la divulgación científica y que ha sido subdirector del programa Redes de Televisión Española (TVE), hablaba de aquello que sabe con probada solvencia, y, sobre todo, con sentido del humor. Fue este rasgo de su personalidad, así como su apellido («¿Tendrá algún grado de parentesco con Baltasar Gracián?», pregunté para mis adentros), los que me decidieron a leer su reciente obra: Construir el mundo.1 Además de encontrar en ella una exposición rigurosa y amena acerca de la formación y estructura de la materia, así como un paseo por el universo conocido hasta ahora por el hombre, descubrí en su discurso a un pedagogo ejemplar, alejado por completo de ese lema que tantos sufrimos bajo la férula de la escuela franquista: «La letra con sangre entra». Para este autor, la regla no es otra que la impartida por su admirado Mendeléyev: instruir con el ejemplo y corregir con amor. ¡Cuántas desgracias nos habríamos ahorrado de haber seguido esta recomendación, tan sabia como prudente!

Su libro me ha recordado el publicado por la popular colección Austral, de Espasa-Calpe, en el año 1995, y cuyo título no es otro que el de Cuerpo y alma, de Pedro Laín Entralgo. Sin embargo, la obra de Enrique Gracián, más rica y compleja, se adentra en territorios difíciles de explorar para un pensador que, como Laín, profesaba una manifiesta fe católica, apostólica y romana. Así, por ejemplo, una afirmación como la sostenida en el texto central de esta obra, nos pone en contacto con un enigma tan misterioso como apasionante, y que así reza: «La materia oscura del universo y nuestro inconsciente guardan paralelismos insospechados».

Por un instante la hipótesis sostenida por Freud cobra aquí una dimensión que no hace sino estimular nuestra imaginación más intuitiva. Aunque de otra manera, bien lo decían los versos de Agustín García Calvo: «luz que medra en la noche, más espesa / hace la sombra, y más durable acaso». Lo que, tal vez en román paladino, no quiera decir sino que, cuanto más nos adentramos en el conocimiento de la materia, en las inesperadas relaciones de su estructura, más sorprendidos y alejados nos encontramos de saber el origen y el devenir del universo. En esos dos «sonetos teologales» con que García Calvo prologa su tan magnífico como contradictorio Sermón de ser y no ser,2 nos encontramos también con estos otros versos que no hacen más que profundizar el aparente sinsentido del mundo que habitamos:

Si te dicen que Dios es infinito,
di que entonces no es; y si finito,
que lo demuestre pués y que concluya.

Por supuesto, si allí donde dice «Dios», leemos «universo», la paradoja que introduce el poeta no hace sino ampliar la noción de misterio con relación a todo aquello que nos rodea y forma parte de la existencia.

En este libro aparece un momento singular cuyo relato nos transporta a la infancia de su autor. Cuando Enrique Gracián contaba con doce años de edad encontró, en casa de una amiga de sus padres (Madame Lamaître), una caja china. Era de tal belleza y perfección y estaba construida de tal manera que el hecho de abrirla constituía, a la par que un reto, un enigma. La caja, naturalmente, contenía «algo», un objeto que se percibía como «un ruido sordo, de algo que golpeaba contra los lados de la caja». La curiosidad hizo que aquel muchacho que era Gracián en ese entonces se empeñase en la apertura de aquella maravilla sin conseguirlo. Ya se lo había advertido Madame Lamaître: «Nadie sabe lo que hay dentro de esta caja, porque nunca nadie ha conseguido abrirla». Lo cual no fue óbice para que Enrique Gracián insistiera una y otra vez, aunque sin resultado alguno.

De aquella experiencia, sin embargo, nuestro autor extrajo dos valiosas lecciones que nos transmite en este libro: la primera se la dio la propietaria de dicha caja, es decir, Madame Lamaître: «Intentar abrir esta caja es como caminar por el interior de un laberinto. Lo peor que te puede pasar no es que no puedas alcanzar la meta, sino que no puedas volver a encontrar la salida». La segunda —y tal vez la más notable— la extrajo él mismo cuando nos habla de «lo inquietante» y recuerda la figura de esa amiga de sus padres con estas palabras: «Quizás aprendió a convivir con el misterio, una opción interesante».

Convivir con el misterio no es fácil. Es aceptar nuestros límites, y, sobre todo, nuestra ignorancia.

Hoy la ciencia parece tener respuesta para todo. Y el problema, en este caso, radica en olvidar que todo cuanto se nos propone con relación al origen del universo y de la vida es, en gran parte, una hipótesis, una teoría que, como cualquier otra, el tiempo puede confirmar o desmentir. ¿Quién nos dice que nuevos descubrimientos no puedan dejar atrás la hipótesis del Big-Bang o la Teoría de Cuerdas? Investigar, proponer o afirmar desde la asunción de esa radical ignorancia en muchos campos no puede sino estimular la crítica, la duda metódica y el auténtico conocimiento, parcial siempre. Esta es una de las grandes aportaciones que hace el presente libro. Enrique Gracián nos advierte varias veces acerca del rumbo que hemos tomado, y las suyas son palabras que no podemos echar en saco roto: «Nuestra civilización avanza aceleradamente hacia alguna parte. Nadie sabe hacia dónde. Y lo hace quemando los barcos, eliminando cualquier posibilidad de regresar a algún punto de partida». Se trata, como vemos, de la misma lección que extrajo de la caja china: «Lo peor que te puede pasar no es que no puedas alcanzar la meta, sino que no puedas volver a encontrar la salida».

El entusiasmo por el saber, si no está regido por el amor y la compasión, de bien poco sirven. Acercarse al objeto de nuestro deseo, sí, pero no para dominarlo y someterlo a nuestro capricho, sino para comprender las leyes principales que rigen el destino de cualquier acontecimiento. Tal es la premisa o condición principal para acercarse al verdadero, auténtico conocimiento. Algo de todo esto evocaba la película Solaris, de Andréi Tarkovski. Enrique Gracián lo sabe, y por ello nos habla de esa correspondencia existente entre el universo y nuestro mundo interior, donde recuerdos, fantasías, creencias, memoria, ser y no ser, materia, brotan de un magma oscuro e inabarcable, al que llamaremos —de acuerdo con la hipótesis de Sigmund Freud— inconsciente, y cuyas manifestaciones no son sino formaciones del mismo que aparecen en su lenguaje: sueño, lapsus, acto fallido, olvido, chiste, síntoma...

Todo cuanto hemos conseguido como especie, en tanto que civilización, lo hemos obtenido en lucha constante contra nuestra propia pulsión de muerte, esa materia oscura que puebla los confines del universo y que late en nuestra psique. Él, con otras palabras, así nos lo describe:

…de la misma forma que en el mundo material todo cuerpo tiene asociado una masa, en el Mi (Mundo interior) todo intangible tiene asociado una emoción, que puede ser apenas perceptible o muy intensa e incluso devastadora.

Esa energía «devastadora», tan presente a veces en la naturaleza, se halla particularmente viva en nuestro inconsciente. Es la energía propia del estallido del volcán, del huracán o el maremoto, por citar solo algunos ejemplos; es la misma energía que impulsa al hombre a destruir todo cuanto ha levantado con su propio esfuerzo a lo largo de siglos. Es, qué duda cabe, la que rige los destinos de la muerte y que, activa, genera un campo gravitacional que engulle todo cuanto atrapa en su devenir. Esa es, aun cuando no podamos verla, nuestra región más turbulenta, en sintonía con la materia oscura del universo. Así, al menos, lo deduzco de estos dos párrafos que Gracián nos da en su texto:

Cuando no podemos ver el objeto material al que está asociada una masa hablamos de materia oscura. No podemos ver esa materia, pero sí medir el campo gravitatorio que genera, lo que nos permite afirmar con rotundidad que está ahí, en alguna parte, aunque no podamos verla.

El Mi (Mundo interior) tiene también su parte oscura.

De ahí, pues, que acontecimientos trascendentes, personajes históricos, situaciones inquietantes o fenómenos extraños adquieran esa falsa apariencia de la que nos habla, una vez más, Luis Cernuda: formas opacas que, copiando luz ajena, parecen luminosas, y cuyo propósito no es otro que el de absorber nuestra energía vital para sepultarla en los abismos del Estigia.

Es una lección que, en efecto, aprendemos con dolor a lo largo de la vida para lidiar con la muerte, al acecho siempre. Sin embargo, nuestra humanidad, en un canto sempiterno, se ha construido en lucha abierta contra esa pulsión, y, al sublimarla, ha sido capaz de dar lo mejor de sí misma a través de frutos que no son sino jalones de su más noble estirpe: el arte, la luz de la palabra, las mil y un formas de encauzar los rostros ctónicos del tiempo. En definitiva, la cultura; sin la cual ninguna estructura humana podría sostenerse sobre la faz de la tierra. Todas esas conquistas —como lo es, sin duda, la experiencia que nos ofrece Enrique Gracián a lo largo de su obra—, no son sino luminosos recuerdos de la materia oscura, es decir, rutilantes victorias arrancadas, con trabajo paciente y fervor renovado, a la callada fatalidad de la muerte.

Notas

Gracián, E. (2020). Construir el mundo. Barcelona: Editorial Arpa.
García Calvo, A. (1980). Sermón de ser y no ser. Madrid: Editorial Lucina, cuarta edición.