Túnez, octubre 2013.

Sus ojos hubieran sido capaces de detener la voracidad de los agujeros negros, pensó Ramón cuando bajó del avión para asistir al homenaje en honor a Nabila. Sin embargo, no habían podido parar las sombras de aquella brecha profunda de la historia que retrataba a Oriente y Occidente. La mano del español, metida en el bolsillo de su chaqueta, sujetaba el pendiente de lapislázuli que Nabila le había regalado meses atrás en Madrid. Acababa de perder el que pendía de su oreja derecha y eso, según le dijo la tunecina, siempre era indicio de un cambio sustancial en su vida. Asido a ese recuerdo, Ramón aguantaba las lágrimas, instaladas en su estómago desde que una alerta de Google anunció su desaparición. Un viaje inesperado, como lo fue la más que probable muerte de Nabila. Había guardado en secreto la determinación de ir a Siria: sus amigos hubieran tratado de impedírselo. Siendo una activista de los derechos de la mujer conocida en toda el área Mediterránea, esa decisión era suicida; pero nadie podía juzgarla por ser consecuente con aquello que sentía. Nabila había dejado escrito un presentimiento: el conflicto se agravaría y la crisis humanitaria iría en aumento. Alentada por su imprudencia, o más bien por su necesidad de imprudencia, enfrentó la vergüenza que le provocaba el integrismo de unos, la pasividad o negligencia de otros y la impunidad de los abusos cometidos contra las víctimas civiles. Ramón sabía que su demandante sentido de la dignidad la había hecho ir a Siria para poder mirarse de nuevo al espejo, aunque su fuerza y energía no lograron parar las bombas ni la escalada de violencia. Todavía no habían conseguido repatriar el cuerpo, de seguir así la situación nunca se lograría. La tristeza y frustración necesitó un cauce donde fluir y sus compañeras dispusieron que ella ya estaba en la tierra tunecina.

Desde que le llegó el correo electrónico convocando su presencia, Ramón sintió que tenía que hacerlo. No podía despedirse virtualmente de quien había sido su colega, amiga y confidente. Le había prometido muchas veces la visita y no dejaba de dolerle saber que llegaba tarde. El homenaje fue promovido por organizaciones feministas y sociales. Nabila le había prestado sus ojos mucho tiempo para entender mejor la cercanía de ese espacio y ayudado a que su oenegé encontrara contrapartes para trabajar por las causas que todas las mañanas le daban motivos para levantarse de la cama: aquellos que antes no tenía. Personas de todo el mundo participarían a través de la red. Aunque su compañerismo siempre fue capaz de romper las escalas del espacio, la voluntad de Ramón fue la de acompañar a los suyos. Los atentados, casi presenciados en directo en los escaparates televisivos, habían reducido el turismo. Él se alojaría en cualquier sofá que quedara libre. Quería conocer a sus amigos, disfrutar de aquello que cada uno guardaba de Nabila. Como nunca se cansó de repetirle, esa tierra era parecida a la suya; había muchas claves culturales enterradas por los siglos que ignoraban las fronteras. Camaradas de luchas que convergían en la misma; si ella ya se había ido, la muerte no había roto el vínculo: no podía romperlo. Era un eslabón que permanecía en aquellas ansias de no dejar las cosas como estaban. En él anidó el deseo de ver reflejado el reloj en un espejo para que las manecillas giraran hacia atrás.

Siempre agradecería a Cees aquella presentación en Porto Alegre. A él lo conoció en la enfermería del hotel gracias a la fiebre repentina, fruto de un resfriado que venía arrastrando desde Madrid. La humedad y el calor aumentaron su temperatura. Su acreditación como asistente al Foro le delató. Cees le contó que representaba a una oenegé especializada en transparencia y derecho a la información que tenía sede en Italia, aunque su acento no le sonó italiano. Intercambiaron tarjetas y, por la noche, Cees le llamó al hotel para ver cómo se encontraba. Ramón todavía se sentía mal, pero la invitación para cenar al día siguiente le dio razones para abandonar su enclaustramiento. Allí supo que era holandés y que su ingenuidad iba acompañada de grandes dosis de obsesión y excentricidad. Un hombre veterano de ojos azules y calva brillante capaz de soñar con lagunas enteras que se elevaban para convertir la tierra en un barrizal. A la cena también asistió Nabila, quien deslumbraba por su conocimiento y tenacidad.

No había transcurrido tanto tiempo. El pasado siempre fue para Ramón una pizarra emborronada de donde se escapaban demasiado a prisa los restos de tiza. Había visto a Nabila en Madrid meses atrás, cuando una universidad madrileña, motivada por una actualidad que desde los medios de comunicación se anunciaba confusa, la invitó a participar en unas jornadas sobre las revoluciones árabes. Lo primero que la tunecina le pidió es que le pusiera en contacto con el Movimiento de Indignados y, aunque apenas llevaba un par de días en España, se sumó a las movilizaciones y manifestaciones del sector educativo, que daban voz popular a unas calles que años atrás habían permanecido mustias. Nabila también estaba vehementemente irritada, enfadada por los recortes en educación, por el intento de desmantelar la salud pública, por el rescate a los bancos, por la pasividad ante el terrorismo financiero, por la corrupción, la ceguera y la mala planificación de las políticas… Su dignidad, le explicó, le exigía estar en esas causas sin miramientos de fronteras. Era hora de romper con ese dejarse estar de la ciudadanía, cuya inacción habían aprovechado unos pocos. Si las mujeres luchaban en Túnez por conseguir una ley de violencia de género o por la igualdad en el derecho de sucesión y en Egipto pedían que sus voces no fueran ninguneadas, en Madrid se unía al alarido de las doblemente indignadas por la reproducción de los roles de género que afloraban hasta en los contextos más críticos. Había que aprovechar todas las grietas, estar dispuesta a resistir, no importaba el lugar. Ramón la recordaba con su libreta, apuntando las frases que la creatividad popular había vertido en las calles: «Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir»; y preguntándole acerca del significado de palabras que no entendía o había olvidado: «¿Qué significa curro?», «¿por qué ponen en las pancartas que no hay pan para tanto chorizo?». Disfrutó ese deambular acompañado, sus teorías sobre cómo interpretar las voces de la calle. A Ramón le hubiera gustado besarla entre las multitudes, sumergir sus dedos en aquella melena negra y acompañarla a todos los lugares mágicos de la ciudad donde creció, pero no supo cómo manejar sus prioridades mientras un grito colectivo demandaba no distraerse. Deseó transgredir las normas del manifiesto no escrito de esa amistad. Esa atracción y admiración solo la había sentido años atrás en Montevideo, en otro momento poco propicio. La añoranza le había dejado el sabor impreciso de aquello que nunca sucedió. Los cambios acelerados conducían de manera impetuosa a otros escenarios donde uno, potencialmente, podría agarrar lo mejor.

El taxi le llevó directamente al lugar del homenaje: una casa de una sola planta, modesta, donde Nabila había vivido con Amal. Pronto percibió que no era una reunión cualquiera. Su foto, en la sala principal, le trajo de vuelta la fuerza de los agujeros negros, la capacidad que esas pupilas tenían para sostener los planetas. La energía permanecía allí: inexplicablemente la sentía. Al fondo se habían habilitado diversos ordenadores portátiles desde donde se contactaría a través de skype con personas de todo el mundo. Algunos escribían en las grandes cartulinas de la pared mensajes de esperanza, otras asumían la despedida con dibujos que simbolizaban su trabajo y su vida. Ramón había preparado unas palabras en su lengua materna, la misma con la que se comunicaba con Nabila. Ella había vivido en Guatemala y el español rivalizaba con el francés como segundo idioma. Se apasionaba buscando significados y raíces similares al árabe, saltando por las ramificaciones del castellano, por todos sus malentendidos y definiciones. Esa obstinación que a veces acababa con la paciencia de Ramón, también le había mostrado las huellas incrustadas en la Península tras siglos de presencia musulmana.

Ramón dejó caer su bolsa en una esquina. Había muchos conocidos entre los presentes, aunque a la mayoría no podía ponerles nombre. Saludó en árabe y francés, escondiendo su ignorancia, sin notar el cansancio acumulado a lo largo de los últimos días. La ansiedad que le produjo la más que probable partida de Nabila la entendería mucho después, cuando la ausencia fue cobrando forma real en el silencio, en los huecos de aire que ella ya no habitaba. Entre los presentes al encuentro creyó ver a Cees, pero pronto se dio cuenta que lo había confundido con un hombre mucho más joven y menos delgado. Prefirió no detenerse más en las fotos que habían sido elegidas entre las escenas familiares, fuera de las formalidades que imponían los micrófonos. El cuerpo exhausto de Ramón se desplomó en una silla. Un poco antes de dormirse reparó en el color azul de las flores, similar al del lapislázuli, y en la telaraña del techo. La lucidez del duermevela le reveló ese conjunto de hileras de seda como una gran metáfora. Siempre le había parecido un misterio la lógica elegida para formar los ángulos, la armonía de cada construcción, la perfección que algunas redes exhibían. Cada telaraña era única, sin posibilidad de réplica exacta, aunque compartieran el objetivo de asegurarse su presa. Se durmió visualizando un globo terráqueo sobre el que miles de arañas trabajaban sin descanso para atrapar insectos que procuraran su engorde. El foco iba aterrizando en un continente, en un país, en una localidad, en un árbol. Permaneció dormitando, proyectando esa telaraña, que iba creciendo en el interior hueco de un ombú.

Un perfume a jazmines despertó a Ramón de su letargo. Nunca se habían visto personalmente, pero Amal le llamó por su nombre. Le había traído un té con baklava. El español también supo que ella solo podía ser la compañera incondicional de Nabila, aunque le dejó presentarse. Había oído su nombre mil veces, se habían intercambiado algunos correos electrónicos. Se abrazaron: por fin salían las lágrimas. A la casa siguió llegando gente, con y sin bolsas, con y sin flores, con y sin llanto. Era extraño pensar que Nabila no estaba, inútil buscarla. Su dignidad, inteligencia y esfuerzo aplastados por la respuesta totalitaria, la que no dejaba resquicios para el diálogo ni la disidencia. Inútil hacer o decir nada. Amal le contó a Ramón las últimas noticias de Siria. Las blasfemias abominables del régimen asesino continuaban, como lo hacían los intereses creados por grupos armados y las atrocidades alimentadas por las potencias occidentales, siempre pendientes de los beneficios que los conflictos procuraban. Las armas eran exportadas por las empresas de países que luego sacarían una buena tajada de la reconstrucción; su hipocresía llevaba años alimentando el integrismo religioso. Los organismos internacionales llegarían para repartir las migajas que los Estados estaban dispuestos a ceder en nombre de los derechos humanos. ¿Y por qué de Nabila solo quedarán cenizas? Hacía meses que Amal había dejado su trabajo en una cadena de televisión occidental para colaborar con una organización de ayuda a los refugiados. Repasó para Ramón las últimas informaciones de compañeras que después sabían asesinadas y torturadas. Desde allí intentaban poner paños calientes en forma de mensajes de alivio y alguna ayuda logística a quienes llegaban a Túnez por mar procedentes de Siria. Además de todos los desplazados internos, más de cuatro millones de personas habían tenido que huir a Irak, Jordania, Egipto, Líbano o Turquía. La impotencia era demasiada y la consumía. De continuar la guerra, aquel éxodo sería imparable. La gente seguiría clausurando su pasado y arriesgando su futuro para huir del horror.

Las palabras que brotaron del interior de Ramón desafiaron por unos momentos la brutalidad que ella combatía. No habían conseguido silenciar a Nabila: su voz latía en los altavoces de las amistades que en el mundo cosechó. Además del español, otros amigos dispensaron sentimientos en una babel de lenguas. Algunos mensajes llegaban a través de las redes sociales y se leían en voz alta. Encadenaban deseos y acusaciones; eslabones de una comunidad humana que desafiaba los muros invisibles de las fronteras. Estaban las compañeras de las redes feministas y también muchas personas que la conocieron en los foros mundiales. Para Ramón, más allá de las palabras básicas de cortesía, el árabe era indescifrable, pero pudo traducir la emoción, la impotencia y todo el amor profesado a Nabila. Helena volvió a su mente por segunda vez en pocas horas. Después de todo lo que había padecido con la enfermedad y fallecimiento de su madre, había preferido no molestarla para informarle de la desaparición de Nabila. Igual, sabía, que no tardaría en enterarse. Formaban parte de esa otra gran tela de araña que, más que atrapar presas, trataba de acariciar al planeta con su seda.

Ramón volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador. Cees Blijdenstein acababa de colgar un hashtag en Twitter: #Against terror and fanaticism. A new era will be born. The world has to be ready for that moment.