Loló se sienta frente al espejo. Abre el cajón del tocador. Saca el cepillo. Pasa las cerdas sobre el cabello y lo estira en un peinado que le despeja la frente. Se mira. Suspira. Enciende la luz. Las bombillas iluminan el cambio progresivo que ha sufrido en el rostro. El contorno facial luce distinto. Si en los años de juventud era cuadrado y redondeado en los ángulos, ahora su forma es la de un diamante, afilada en la barbilla: puntiaguda. Alarga el cuello. El lifting facial para recuperar la forma ovalada y el implante de pómulos le dio turgencia en las mejillas. Tal vez mucha.

El doctor le dijo que el objetivo era disimular los efectos de la gravedad que le daban ese aire melancólico. Pero ella insistió en ir a fondo. Se observa. Sí, esa fue la palabra que usó: melancólico, cuánto drama. Hasta pesaroso hubiera sido una mejor palabra y ni eso. Decaído, sí eso sí. Lo que se buscaba era aligerar el decaimiento que la hacía lucir triste.

La mirada también sufrió una importante transformación. Sus ojos parecen más abiertos y la mirada más despierta. La blefaroplastia le quitó las bolsas que tanto la mortificaban. Los ojos quedaron más separados que antes, rajados y a la vez hendidos. El retoque en la boca con ácido hialurónico hizo que los labios se vean abultados. Los mueve. Le duele. Suspira. Intenta sonreír. Le cuesta. Es un martirio. La frente está paralizada, las proporciones están descuadradas. Perdió expresión. Las lágrimas le recorren el rostro. Sus ojos todavía guardan algo de fuego que se enciende con el dolor.

—No, esto no es lo que yo esperaba de la Doctora Molina, querido. Mira esto, cariño —quiso hacer un puchero, como antes, para quitarle el mal humor. No pudo.

Por la mañana, Nando se fue dando un portazo. Salió de la casa, se subió al coche y rechinó las llantas en un arrancón. —Lo sé. Lo sé. Sé que no hice lo que me pediste —dijo con voz descompuesta, antes de que Nando se fuera.

—Teníamos un trato —el enfado del tono le dolió a Loló más que los pinchazos en el consultorio de la doctora Laura Molina.

La mañana será larga, hecha de suspiros y atisbos a la ventana. Antes, los amaneceres eran hijos de mimos, susurros, besos y caricias. Sobre todo, al principio. Luego ya no. Hace mucho que ya no. Detrás de la oreja, le estilan aquellas palabras de advertencia que no quiso escuchar. Creyó que no era en serio. Siempre se iba y regresaba a las pocas horas con la cola entre las patas. Mira el reloj y siente que le punza el pecho.

¿A dónde iría? No tiene muchas alternativas. Estaba furioso. Se fue en su coche. Dejó las llaves de la casa en la mesita de noche. Se despidió. Le dio un abrazo. Loló lo retiró, la pastilla del dolor no había hecho efecto. A pesar de todo, se dice que está bien, bajo control. Respira. Siente como si se le escurriera el amor que le prometieron. Aprieta los puños en un intento de retener el aliento.

Arruga una toallita húmeda y la tira al bote de basura. Humedece una borla de algodón con el tónico reafirmante y se lo pasa por la frente, las mejillas, nariz y mentón. Se maquilla los párpados, dibuja una línea en el nacimiento de las pestañas, se aplica rímel. Abre el frasco de la base y con las puntas de los dedos dibuja circulitos en todo el rostro. Toma la brocha y las esparce en forma uniforme. Elige un color rojo para los labios y los repasa con un brillo algo pegajoso.

Compara. Los efectos de la cirugía no se equiparan con las maravillas del Photoshop del último estudio fotográfico que les hicieron. Aunque ya no fue tan bueno como el primero en el que los dos parecían hijos del Sol. En el último, Nando se ve fuerte, la línea de la mandíbula firme, el pecho erguido y el abdomen ejercitado. Loló sonríe, la mirada dice que está feliz y lo está, pero la sonrisa da miedo. Los labios tan estirados parecen prolongarse hasta el nacimiento de las orejas, los pechos son como toronjas, pero el torso está abultado, parejo, sin curvas más que la que sale desde el esternón hasta el pubis. Ni la faja ni aguantar la respiración lograron disimularle la panza. Los años se notan.

No importa. Loló siempre encontró una forma de hacerse obedecer. Lo dominaba. Así es el juego, uno manda y el otro se deja gobernar. Tenían sus formas y aun cuando no estuviera de acuerdo, Nando terminaba a su lado.

Se asoma por la ventana. Nando no ha vuelto. ¿Llamo, no llamo? Marca el teléfono. Le contesta una grabación que indica que el número está fuera del área de servicio. Manda un mensaje. Ven. Hablemos. Lo recibe. Sabe que ya lo recibió. No contesta. Vuelve. No hay respuesta. Después de mandar tantos mensajes, Loló cae vencida por el sueño. La luna está por ponerse, ya se dibuja un gajo tan blanco y tan delgado en la cortina del cielo. La sombra de los ojos ya está corrida, la pintura de los labios se chorreó.

Loló asiente. Siente el alma empolvada y el corazón enredado entre cuerdas. En una mirada, capta la verdad con solo verse al espejo. Esta vez, terminó el juego. No volverá.