No tiene sentido para un biólogo analizar a un ente viviente fuera del periodo que le toca vivir. Tampoco lo tiene para una biógrafa. ¿Cómo resistir entonces esta ceguera? Equilibristas permanecen sobre hilos de seda, aunque a su alrededor se amontona la basura, desechos venenosos, ruedas cuadradas que empujan hacia un precipicio sin marcha atrás. Apenas van quedando sitios de donde sujetar las puntas que sostienen sus privilegios. La vergüenza empieza a rociar los palacios, los neumáticos pinchados son aderezos de un escenario desolador. El simulacro tiene un límite, el lujo es tan vulgar como las preguntas impertinentes y vacías de los programas televisivos. La carcoma va corroyendo las fronteras de la opulencia, nunca más serán aplaudidos los fantasmas de esta descomposición.

Gira el planeta, solo un punto minúsculo en el Universo, y hay quienes todavía esta mañana salieron de sus casas sintiéndose en su centro. No es tan triste el vacío, lo peor es desconocer aquello que somos y sentir desprecio por lo que los otros son. Desolador infravalorar la pérdida que supone privar a otras generaciones del privilegio de lo natural. Manantiales de agua envenenados, kilómetros de cemento donde nunca más crecerá la hierba, miles de especies de animales y plantas extinguidas para siempre, alimentos sin sabor, un ambiente irrespirable, un sol del que hay que huir... Cambiamos la verdadera riqueza por una baratija, el poder de la vida por sortijas de plástico. La estupidez que encierra la avaricia es muda, pero clamará como una tormenta. Los oropeles solo servirán para adornar, lúgubres, los cementerios.

Pero a pesar de este cielo oscuro, de la lluvia ácida, de tanta masa pesada de gases irrespirables, el ser humano es capaz de abrir espacios, de colarse por las grietas, de renacer entre cenizas, de resistir una y otra vez sus propios embates. El instinto de destrucción al lado del ansia de permanencia, la transformación de la avaricia en generosidad. Por esos resquicios penetra otra posibilidad y sus inspiradores mueren también, pero queda su legado. Son huellas fuera del tablero de juego principal que subsisten como testimonio de resistencia. Hacen girar la línea recta y artificial de la historia aprendida, desafían a quienes usan redes de arrastre para multiplicar ganancias sin contar con la sensibilidad que permite distinguir la variada naturaleza de los seres del mar. Eso redime a una parte: aquella que estuvo disconforme con el crecimiento de ese árbol frágil y en terreno poco propicio; que promovió que las ramas, carcomidas en su interior, fueran abatidas y sustituidas por brotes verdes. Su imaginación llevó a una gran pira el tronco de corcho, la parte hueca y arrancó las raíces que no posibilitarán la subsistencia. Queda saber qué sustituirá a su fragilidad, qué otra especie renacerá de las cenizas del ombú. Aunque el terreno ya no es tan fértil, las capacidades humanas de construcción y destrucción se han multiplicado exponencialmente. A cada mujer, a cada hombre, le tocará decidir de qué lado está y actuar en consecuencia. Hay ríos de tinta, ríos de sangre, testimonios que dejan muda toda la mezquindad. Elijan un camino.

Por mi parte, reconozco con modestia la osadía de intentar encerrar el mundo que me tocó vivir en una novela, y además mostrar sus cenizas. Este fue el resultado.

(«Ceniza de ombú» cuenta la historia de cuatro personajes procedentes de distintos lugares del mundo que, desde el conocimiento y la indignación ante la codicia de las clases dirigentes, encarnan la resistencia a un mundo inhumano que deja muchos excluidos en la cuneta. El ombú representa la fragilidad de todo lo que creemos arraigado: el capitalismo salvaje, el fundamentalismo religioso-cultural, la sociedad patriarcal y la explotación de los recursos naturales. Si el título hace referencia a sus cenizas es porque apunta a un deseo que es también una posibilidad)