Según la tradición aristotélico-tomista, la realidad es una y dada desde siempre, puesta en forma indubitable a la espera de que el ser humano se contacte con ella. La realidad existe independientemente del sujeto que se relaciona con ella. En este marco, la verdad es la «adecuación del sujeto cognoscente con la cosa conocida», según la gnoseología tradicional. La cosa, la realidad, está a la espera de que el sujeto se dirija a ella para aprehenderla y conocerla, por medio de sus sentidos y de la razón. Durante dos milenios, esta fue la idea dominante en la tradición occidental, concepción que sigue prevaleciendo en el sentido común. El peso está puesto en la «realidad objetiva».

Desde el Renacimiento europeo (siglos XV y XVI), a partir del cambio de paradigmas que se produjo en aquel momento, las nociones de «realidad» y de «verdad» varían. En el mundo moderno, dentro del nuevo ideal de ciencia copernicana, la realidad pasa a ser «construcción»; es decir, producto de la forma en que el sujeto se relaciona con la cosa. La realidad deja de ser una, única, inobjetable. Llegados al presente, con el desarrollo de un pensamiento que se descentra cada vez más de la realidad objetiva como garantía misma de su existencia dada por un supremo creador, con un pensamiento mucho más centrado en el sujeto, interesa fundamentalmente el proceso de «construcción» de esa realidad. Kant se encargará de sistematizar esa visión. Los datos de las distintas ciencias sociales, con una epistemología que rompe vínculos con la tradición aristotélica, ponen el énfasis en la «relatividad» de la realidad: la misma es entendida como construcción «histórica» y, por tanto, cambiante, variada, siempre relativa. El peso pasa al sujeto y a las relaciones que establece con la cosa. Así como una botella está medio vacía o medio llena, según el punto de vista, así comienza a entenderse esta nueva visión de la realidad. La verdad y la verdad dejan de ser un «absoluto».

Ambas, entonces, «se construyen». Incluso las ciencias llamadas «exactas» hablan de una relatividad en juego. No hay verdades absolutas. La verdad es siempre histórica. Pero hoy, con el auge monumental de las nuevas tecnologías digitales, la misma noción de verdad cambia. No solo que la verdad es relativa: ¡ya no hay verdad!

Las comunicaciones, uno de los ámbitos que más creció y sigue creciendo vertiginosamente entre todo el quehacer humano en estos últimos siglos, «construye» un mundo nuevo. El capitalismo, desde sus albores, es sinónimo de comunicaciones, desde la navegación a vela a los viajes espaciales, desde la imprenta de Gutenberg a las actuales redes sociales, desde el telégrafo a los teléfonos inteligentes. El capitalismo que sale victorioso de la Guerra Fría levanta como una de sus banderas justamente este elemento: el mundo ha pasado a ser un terreno común a todos, absolutamente conocido, donde ya no quedan rincones inaccesibles. Los medios masivos de comunicación completan el panorama de un modo monumental. El auge de la Internet como red de redes comunicativas —súper autopista informática— es la demostración palpable de que el siglo XXI construye una «aldea realmente globalizada». El panóptico es una realidad, mientras la privacidad cede su lugar a un hipercontrol de los grandes poderes que lo saben todo, siempre y en cualquier lugar.

Con el final de la Guerra Fría y el triunfo del gran capital transnacionalizado, el discurso hegemónico —neoliberalismo— se siente en condiciones de decir lo que le plazca. Surgen así los mitos poscaída del muro de Berlín. Los mitos (narración fabulosa, historia ficticia) son construcciones simbólicas, responden a momentos históricos, a coyunturas sociales puntuales, a tejidos del poder. «Fin de las ideologías», «resolución consensuada de conflictos», «pragmatismo», «triunfo del posibilismo y la resignación», «entronización del hedonismo», «creciente fetichización de la tecnología», «colaboradores y no trabajadores», «responsabilidad social empresarial» reemplazando al Estado, son distintos elementos-baluartes que conforman los nuevos paradigmas. En esa lógica llegamos al patético absurdo de «posverdad»: no hay verdad, o la verdad no importa.

La verdad, ya no como adecuación del pensamiento y la cosa sino como construcción (como «desocultamiento» dirá Heidegger), pero siempre como motor de la actividad humana, sería prescindible, desechable. Pero, ¿qué es la posverdad? «La industria y manufactura de los mensajes que producen reacciones emocionales que son independientes de su relación con la realidad. (…) Una forma sistémica y manufacturada de la circulación de la información en los medios de comunicación» (Fernando Broncano). En otros términos: «La indiferencia por la realidad», la desinformación llevada a su grado extremo, el reino del adormecimiento. Si se quiere: la construcción infinita de mitos, de relatos fabulosos sin ningún correlato con lo real, pero que sirven a alguien (los grupos de poder).

Los medios masivos de comunicación, las redes sociales de Internet con los net centers o troll centers operando mentiras organizadas, la promoción sin ninguna culpa de lo que actualmente se llama —con total tranquilidad y desvergüenza— fake news (noticias falsas), mantienen el mundo de la llamada posverdad. Se promueve abiertamente la indiferencia por los hechos reales y concretos, el reino de la superficialidad. La realidad no importa (puede ser un holograma, una realidad virtual), solo los efectos emotivos manipulados por contenidos aparentemente cognoscitivos.

Hoy día la sociedad de la información, por medio de sutiles herramientas, nos sobrecarga de referencias. La suma de conocimiento o, más específicamente, de datos de que se dispone es fabulosa. Pero tanta información acumulada, para el ciudadano de a pie y sin mayores criterios con que procesarla, termina resultando contraproducente. Toda esta saturación y sobreabundancia de ¿información?, y su posible banalización, está inundando todo. De una cultura del conocimiento y su posible apropiación, se puede pasar sin mayor solución de continuidad a una cultura de la superficialidad. Si la verdad no cuenta y solo importa la posverdad, ¿cómo orientarse? Las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) permiten ambas vías. Se ha hablado, entonces, de «intelicidio» (Mario Roberto Morales). Pareciera que las redes sociales contribuyen mucho a eso: al olvido (¿o la muerte?) del pensamiento crítico. La opinión política, el análisis pormenorizado, la reflexión profunda se ven reemplazadas por un tuit de 280 caracteres. A la ideología capitalista neoliberal dominante todo esto le es perfectamente funcional. Cuanto menos se piense, cuanto menos se critique: mejor. Las nuevas generaciones han sido moldeadas en esa matriz. La pregunta que persiste es: ¿así será el futuro?