La nuestra era la tienda más grande la ciudad. Teníamos récord en ventas desde el año anterior, y la gerencia nacional nos había destacado entre los demás locales por ser el más eficiente en atención al cliente. Según el reporte anual, teníamos los mejores comentarios en las encuestas de experiencia. Incluso los proveedores extranjeros se expresaban bien de nosotros. Íbamos bien.

Todos los días, nos llegaban personas que necesitaban mejorar su visión. Astigmatismo, hipermetropía y vista cansada estaban entre los diagnósticos comunes. Ese día fue viernes, me acuerdo bien. Me quedé sola, porque mi compañera de mostrador había pedido un día de descanso por un asunto familiar que tenía que resolver. Entre citas, estuve luchando contra un par de focos que tenían un falso. De esos que ponen en las vitrinas para que los modelos en exhibición luzcan más. Por más que intenté, no se pudieron iluminar completos.

Esa vez, solo había tenido dos clientes más. A las once, un joven que necesitaba renovar sus lentes de contacto. Dos horas después, llegó una mujer mayor que había perdido sus armazones y quería unos nuevos. A eso de las tres y media de la tarde, justo antes de que saliera a mi descanso para comer, un hombre de unos cuarenta años recién cumplidos y su mujer entraron al local. La señora traía una bata, como de médico; su marido, un saco y zapatos de oficina. Ella traía a una niña agarrada de la mano. Le calculé, a lo mucho, siete años.

Tenía el pelo amarrado en una colita apretada, afianzado con una plasta de gel encima. Seguramente la acababan de traer de la escuela, porque todavía tenía puesto el uniforme. No dejaba de meterse las manos a la boca. Se veía nerviosa. Lo normal: podría ser que esta fuera su primera vez en el optometrista. Desde que cruzó la puerta me di cuenta de que no podía medir bien las distancias, porque se estaba tropezando contra todo. Traía moretones en los brazos. Cuando se acercó al mostrador, me di cuenta de que tenía las uñas mordidas casi hasta la cutícula.

La mamá fue la primera en hablar:

—Esperanza, dile a la señorita qué te pasa.

Mirando al piso, a la niña se le enredaban las palabras. Apenas en un hilo de voz, balbuceó:

—Es que… no puedo ver lo que escribe la maestra en el pizarrón.

—Habla bien —la corrigió su madre—. ¿Podemos hacerle su examen de la vista?

—Con todo gusto. ¿Llenaron el formato en línea para la cita?

La mujer negó con la cabeza. Como no tenía más clientes agendados para ese día, las invité a subir al segundo piso. Ahí tenía todo el equipo. El señor se quedó viendo los modelos que acababan de llegar de Estados Unidos. Mientras subíamos las escaleras, me llamó la atención que la niña se aferraba con fuerza al barandal, y subía cada peldaño solo con el pie izquierdo.

Abrí la puerta del consultorio y la señora entró primero. Prendí la luz y me dispuse a preparar el material que necesitábamos. Mientras tanto, la mujer se sentó en una de las sillas de plástico pegadas a la pared. La niña se quedó en el umbral, inspeccionando el espacio con los ojos muy abiertos, casi desorbitados. Solo entonces me di cuenta de lo verdaderamente flaquita que estaba: la frente ocupaba casi tres cuartos de su rostro entero, tenía los bracitos como popotes y apenas tres pelos sobre la cabeza. Me pregunté si tendría una miopía muy severa, o de plano, algún tipo de autismo: parecía enumerar algo para sí misma mirando al techo.

Desde su asiento, la señora volvió la mirada a su hija:

—Esperanza, ya apúrate.

La niña asintió rápido y entró al consultorio con pasitos cortos. Le pedí que se sentara en la silla reclinable, y antes de que se subiera, la madre pasó sobre la superficie del asiento una toalla húmeda, de ésas que se usan para limpiar a los bebés. Luego ordenó a la niña que se sentara derechita y que no diera más problemas.

Solo entonces le expliqué lo que iba a pasar. Se me quedaba viendo, sin decir nada. Decidí seguir el protocolo, como con cualquier otro cliente. Apagué la luz del consultorio y las letras aparecieron en la pantalla para el test de Snellen. Antes de empezar la prueba, le pregunté si tenía alguna pregunta.

Frunció el ceño levemente, como si pensara duro y profundo:

—Ahí hay alguien.

Señaló con un dedo a mi lado. En el consultorio, solo estábamos su madre, ella y yo. Con mucha energía, como si estuviera molesta de pronto, me dijo:

—Necesito que se mueva de ahí, porque le está bloqueando el camino.

—¿Perdón?

En ese momento, la niña empezó a aplaudir. Lenta y rítmicamente. Su madre estaba inmutable. Intenté seguir con el proceso:

—Por favor, dime qué letras en la primera hilera.

Asintió, y empezó emitir ruidos extraños. Le pedí que articulara más, pero no me entendió: parecía estar hablando en lenguas. La mamá se paralizó, como si no la escuchara. Me di cuenta de que la proyección de las letras frente a nosotras se empezó a distorsionar. Los trazos temblaban. Conforme avanzaba en su lectura, los sonidos se hacían más fuertes, como si el eco de sus propias palabras se intensificara al chocar con las paredes. Detrás de mí, sentí una presencia. Se me cerró la garganta. En el piso de abajo, escuché cómo la puerta del local se azotó con fuerza.

De pronto, la niña guardó silencio. La luz se encendió. Se levantó de la silla y me preguntó que si podía pasar a escoger sus lentes nuevos. La madre se paró como si de verdad nada hubiera sucedido. Me agradeció brevemente. Ambas salieron del consultorio sin decir nada. Cuando dejaron el consultorio, me quedó un sabor amargo y caliente en la boca. Al volver la mirada a la pantalla, me di cuenta de que en la esquina inferior izquierda estaba estrellada.

Bajé al recibidor y le prescribí la primera graduación que se me ocurrió. Les pedí que volvieran en dos semanas. Después de eso, se fueron. Al lunes siguiente, presenté mi renuncia. No me he vuelto a acercar a la tienda desde entonces.