La verdad no existe. Lo que existe es una serie de hechos, mediciones y datos acumulados metódicamente, verificados y repetibles sobre los cuales podemos más o menos confiar. Un ejemplo es la afirmación de que el agua hierve a 100 grados centígrados y se congela a 0 grados. La sal disuelta en agua reduce el punto de congelación y la presión tiene el mismo efecto sobre la ebullición. Estos hechos nos permiten hacer deducciones: el mar es de agua salada, luego no se congela a cero grados. Por esta relación causal, si quiero evitar hielo en las calles, puedo esparcir sal. El frío hace aumentar el volumen del agua y, por esto, sabemos que los tubos se rompen cuando la temperatura baja demasiado en los inviernos. Por su parte, el vapor en un contenedor cerrado aumenta la presión y esto nos permite mover pistones y usar esta energía en movimiento: agua, fuente de calor, contendor cerrado, expansión, aumento de presión, fuerza y movimiento se rigen por las leyes de la mecánica.

Los hechos, las mediciones y datos nos permiten establecer «leyes» y con estas predecir posibles resultados; y el conjunto de todas estas observaciones, experimentos, relaciones causales y leyes es lo que denominamos conocimiento que, en otras palabras, es la capacidad de predecir, controlar y alterar ciertos estados y producir otros nuevos. Del conocimiento surgen las técnicas y estas potencian nuestras capacidades y productividad, creando riqueza. Por eso, una opinión no tiene importancia, si no está fundada en el conocimiento y no respeta la lógica deductiva y los métodos de la ciencia. Al mismo tiempo, la ciencia y la tecnología, el saber en general abren el espacio de las posibilidades y son la base de nuestra libertad.

Con el lenguaje, podemos crear posibles realidades e imaginar nuevos escenarios. Para esto tenemos modelos matemáticos basados en algoritmos y condicionales, cuyas reglas y resultados son controlables. El punto débil del lenguaje y de la mente es que podemos imaginar incontroladamente infinitas situaciones sin sentido y engañarnos a nosotros mismos, pensando en miles de situaciones imposibles. Esto es lo que llamamos fantasía y es parte de nuestra dotación de humanos.

La fantasía es un arma de doble filo, que tiene que ser usada con precaución. Por un lado, es arte y permite reflexionar sobre posibles realidades, pero, a menudo, es aberración. La psicopatología nos da incontables ejemplos, como la psicosis, delirios paranoicos, disturbios asociativos, alucinaciones, entre muchos otros. Por este motivo, tenemos que ser nosotros los que controlamos la fantasía y no ella la que nos controla. Para hacerlo se requiere disciplina y método. Algo que no aprendemos en la escuela y que además exige experiencia práctica.

Otro aspecto, que descuidamos, es la positividad, en el sentido de que podemos ser arbitrariamente positivos o negativos. Esta última actitud nos hace daño anímica y físicamente. Hay un fenómeno que se denomina «efecto nocebo», que es el contrario del placebo y posee valencia negativa que, en pocas palabras, nos enferma y reduce la vida. Nuestra mente incide en nuestro estado de salud mediante procesos endocrinos y es nuestra responsabilidad ser positivos, prácticos, creer menos y saber más, orientándonos siempre hacia los hechos y datos. En este sentido hemos creado dos universos paralelos: la ciencia y el arte y, con ellos, podemos habitar la mejor de todas las posibles realidades, sabiendo que nunca conoceremos la absoluta verdad. La precondición para poder hacerlo es seguir el método de la ciencia, dudar, buscar pruebas y ser positivos, dejando de lado el odio y la irracionalidad destructiva.