When we read, we learn. When we re-read, we learn more. When we write about what we read, we learn more about the reading. (Cuando leemos, aprendemos. Cuando releemos, aprendemos más. Cuando escribimos acerca de lo leído, aprendemos aún más de la lectura.)

(Robert Hicks)

Hay denominaciones metafóricas afortunadas; la del «laberinto español», de Gerald Brenan, que da título a un libro de análisis político e histórico, escrito al finalizar la Guerra Incivil española (hace ochenta años), es un doble acierto, estético y sociológico, para desentrañar las causas principales del conflicto y el impacto, aún vivo y polémico, de sus efectos en la lenta transición democrática que ha servido para tender un manto de impunidad sobre los crímenes de lesa humanidad del franquismo (algo similar ha ocurrido en Chile, en las últimas tres décadas, aunque no hayamos tenido un monarca como delfín del dictador).

Es bien sabido que los escritores británicos son analistas sagaces de la historia de otros países que no sean los de la Gran Bretaña o de la Commonwealth. Dentro de lo que puede ser aceptado como «visión imparcial de los hechos», son ellos los que están más cerca de alcanzar esa entelequia utópica de la objetividad. En el caso de la funesta guerra fratricida de España, preludio de la Segunda Guerra Mundial, se destacaron por sus trabajos investigativos y de interpretación, además de Gerald Brenan, Robert Graves, Hugh Thomas y el irlandés Ian Gibson, exegeta de la vida y obra de Federico García Lorca.

Muchos intelectuales ingleses y otros tantos diletantes buscaron, a finales del siglo XIX y hasta el primer tercio del siglo XX, el sol incomparable del sur de la Península Ibérica, incluyendo las paradisíacas Islas Baleares. Gerald Brenan eligió Granada y las estribaciones de Sierra Morena, estableciéndose allí a partir de 1920, para volver a Inglaterra, quince años más tarde, por un breve período y regresar al remoto y enigmático pueblo de Yegen, donde iba a tener como huéspedes ilustres a Lyton Strachey, a Ralf Partridge y a Leonora Carrington.

De esto nos habla con detalle en Memoria personal 1920/1975 (Alianza Editorial; 1976), obra que compré, hace veinte años, por mil quinientos pesos, en una librería de viejo.

—¿Por qué relee usted y escribe sobre lo releído?

—Porque a estas alturas, el aprendizaje se vuelve más reflexivo; el camino de regreso enriquece la memoria. Y lo contingente, tanto en el ámbito literario como en el político, me dice cada vez menos…

En El laberinto español hay informaciones relevantes y juicios lúcidos sobre la «cuestión española» y la génesis de los aprontes revolucionarios y la feroz oposición de los enclaves más retardatarios: la Curia, la Milicia y los estamentos desplazados de la Monarquía, a los que se agregaba la versión hispana del fascismo, encarnada por Falange española y su líder furibundo, José Antonio Primo de Rivera («nuestro» patético líder criollo de ultraderecha, José Antonio Kast, trata de emularlo, aunque carece del carisma y del coraje de su tocayo madrileño; por otra parte, el Opus Dei le prohíbe cargar pistola).

—Pero se han escrito miles de libros y millares de crónicas y centenares de miles de glosas y comentarios y diatribas y panegíricos sobre la mentada Guerra Civil española.

—Y se seguirán escribiendo, dialogando y disputando, como de tantos temas y tópicos que no se agotan en el río de la Historia…

—Los de esa falange de pistoleros que asesinaron a Federico García Lorca, por la espalda, como cumple a los cobardes.

—Treinta y siete años más tarde, en Chile, el crimen aleve se repetía en Víctor Jara, trovador.

Es cierto, la Historia, esa aventajada meretriz de la vida cotidiana, amancebada siempre con el poder triunfante, parece cada vez más cíclica, cuando no repetida con apenas el cambio de tramoya y la vestimenta de los actores.

Uno de los capítulos de mayor interés del Laberinto de Brenan, el II, nos describe y detalla «La situación de la clase trabajadora», tema desarrollado con acápites imprescindibles, por ejemplo, la cuestión agraria: las distintas regiones o comunidades, a partir de 1981, constituirían las comunidades autonómicas que conocemos hoy en día, tan diversas en su conformación territorial de la propiedad, desde el atomizado minifundio de Galicia hasta los vastos latifundios de Andalucía (recordad el poema de Miguel Hernández, «Aceituneros de Jaén»: Andaluces de Jaén/ Aceituneros altivos/ Decidme en el alma quién/ Quién levantó los olivos/ Andaluces de Jaén, hecho canción popular en la voz de Paco Ibáñez; los anarquistas; los anarcosindicalistas; los carlistas; los socialistas).

Dentro de este amplio espectro sociopolítico, se encuentra el hecho único, en Europa y en todo el orbe, de la representación política mayoritaria del movimiento anarquista español, desde 1931 hasta 1936, para diluirse luego del estallido de la Guerra Civil, entre enconadas luchas contra socialistas, comunistas y socialdemócratas de izquierda republicana.

Me detuve con mayor complacencia y curiosidad —como podrán presumir, tolerantes lectoras y comprensivos lectores—, en el análisis sobre la propiedad rural en Galicia, sobre la cual apunta Brenan:

Veamos primero la cuestión de los minifundios, cuyo ejemplo clásico es Galicia (en nuestro país, Chiloé). En la Edad Media la mayor parte de la tierra gallega pertenecía a la Iglesia. Esta implantó un tipo de arrendamiento llamado «foro», que venía a ser una forma de enfiteusis hereditaria. El colono pagaba una renta global, que representaba alrededor del 2 por 100 del valor capitalizado de la propiedad, y atendía a su costa a las reparaciones de la casa y los edificios de la granja (finca), pero no podía ser desahuciado. Era una forma de posesión que entró en uso también en gran parte de la España central por los siglos XIII y XIV, y que en Castilla se denominó «censo».

El foro difería del censo en que se hallaba limitado a un periodo concreto —generalmente «por tres voces y veintinueve años más», esto es, por el espacio de tres vidas humanas (bien fuese de los arrendatarios o de los reyes) y después 29 años.

He destacado en negritas lo del plazo foral expresado «por tres voces», lo que constituye una bella metáfora para referirse al ciclo vital de las generaciones. Cierto, cada una de ellas constituye una voz distintiva en la acotación —arbitraria o no— del tiempo cronológico. Poseer la voz propia es un don inexcusable de la condición humana, es el atributo del lenguaje volcado en pensamiento, juicio, referencia; también traducido en acción, porque toda palabra lleva en sí una voluntad adherida a su vocalización, sea esta positiva o negativa, de negación o afirmación, de acto creador o de intencionalidad destructiva. El plazo adicional de veintinueve años indica que entonces la esperanza de vida era menos de la mitad de la que nos entrega la estadística. Tampoco los reyes solían ser longevos, mucho menos los Borbones, cuyos reiterados «cruces de sangre azul» les volvieran tan enfermizos como ineptos.

Para comprender cómo esta cuestión afectaba a la política local, hay que saber la manera como se trabajaban estas tierras.

El clima de Galicia es húmedo como el de Irlanda, que se le parece en muchos aspectos, pero el suelo es pobre y más adecuado a pastos que a cereales. La subdivisión de la tierra no permite que el suelo sea explotado de la manera más productiva.

Toda la región está sembrada de caseríos, cada uno de los cuales dispone justamente de bastante tierra para mantener una familia. El tipo de estos caseríos es por necesidad el de una estricta economía cerrada. Cada familia posee su vaca, que se engancha al arado y proporciona un poco de queso y de leche; recoge su propio centeno o maíz, de lo que hace su pan; cosecha su vino, y aun en ciertas comarcas teje sus propias ropas. La familia consume lo que produce; no hay exportación de cosechas. El único modo de allegar un poco de dinero para poder pagar los impuestos es vender cada año el ternero o marchar a otras partes de España a trabajar en el verano por la siega. Todo esto podría haber bastado quizá si el cierre de la vieja válvula que constituía la emigración a América no hubiera incrementado más la ya excesiva subdivisión de la propiedad y llevado a gran número de familias a vivir en condiciones de hambre.

—Pero eso ya no ocurre en la Galicia del siglo XXI.

—No, pero aún somos hijos o nietos o biznietos de esa ocurrencia.

—A las nuevas generaciones parece no interesarles los hechos del pasado, que juzgan remoto desde apenas una década anterior a ellas. Quizá aquí estribe ese concepto, para mí falaz, en todo caso, de «la muerte de la Historia», invento de un japonés que estuvo de moda hace algunos años. Bueno, antes de Trump y de la pandemia.

—Conviene releer Diario del año de la peste, de Daniel Defoe.

—Escrito en 1712 y publicado en 1722, da cuenta de los estragos de la peste negra o bubónica, que asoló parte de Europa y, con siniestro rigor, Londres, entre 1664 y 1665, lo que nos dice que este pavor colectivo no es nada nuevo en 2021. Escuche:

Fue a principios de septiembre de 1664 cuando me enteré, al mismo tiempo que mis vecinos, de que la peste estaba de vuelta en Holanda. Ya se había mostrado muy violenta allí en 1663, sobre todo en Ámsterdam y Róterdam, adonde había sido traída según unos de Italia, según otros de Levante, entre las mercancías transportadas por la flota turca; otros decían que la habían traído de Candia, y otros que de Chipre. Pero no importaba de dónde había venido; todo el mundo coincidía en que estaba otra vez en Holanda…

…Esto inquietó mucho a la población, y la alarma cundió por la ciudad; más aún cuando en la última semana de diciembre de 1664, otro hombre murió en la misma casa y de la misma enfermedad…

…Pero entonces la City misma comenzó a ser visitada. Sin embargo, su población se había reducido mucho, porque una enorme multitud había huido al campo y durante todo ese mes de julio (verano, correspondiente al enero nuestro) continuaron escapando, aunque no en tan gran número como antes.

En agosto, por cierto, huyeron de tal manera, que empecé a creer que en la City no quedarían, realmente, sino magistrados y sirvientes…

—No dice Defoe que él aprovechase las cuarentenas para leer, como lo estamos haciendo nosotros, ¿verdad?

—Y de releer, que viene siendo lo más grato.

—Será que nos estamos volviendo viejos.

—Hable por usted. Mientras siga entendiendo lo que leo, me ilusiono con la eterna juventud.