A lo largo de todos estos meses de confinamiento, lejos de cines, teatros o la posibilidad de ir a un museo, el entretenimiento audiovisual ha copado el 90% de la oferta cultural a la que podemos llegar desde nuestros hogares. Bendita tecnología. Esto ha supuesto un incentivo y un progreso de negocio sobresaliente para las plataformas digitales que ofrecen esa oferta a través de la que muchos actores y actrices., incluso consagrados, están dando continuidad a sus carreras en tiempos inciertos. Entre toda esa oferta, van a permitir que me detenga en una serie en concreto que ha llamado mi atención en varios ámbitos: The Queen’s Gambit, o Gambito de dama en su traducción española.

Lo primero, creo que nadie en su sano juicio podría haberse imaginado que una serie sobre ajedrez llegaría a tener tanto éxito entre el gran público. El ajedrez, considerado en su vertiente competitiva un deporte olímpico por el esfuerzo mental que conlleva, no es un juego elitista, pero sí es percibido como tal. Requiere concentración, disciplina, perseverancia y una particular visión espacial y estratégica. Cualidades todas ellas que no están al alcance del interés de todo el mundo. Incluso grandes maestros como Bobby Fischer o Garry Kasparov, aunque poseían un auténtico «don» para dominar el juego, debieron entrenar sus capacidades, estudiar las partidas de sus rivales e incluso las propias para detectar debilidades, fortalezas, errores y abrir la creatividad a nuevos posibles movimientos que les dieran la victoria y que también abrieran nuevas cotas en el juego.

Quizá lo más atrayente de la serie es, precisamente, su protagonista, Elisabeth Harmon, encarnada en la maravillosa Anya Taylor-Joy. Ella vive una infancia traumática, marcada por el abandono de cualquier tipo de figura paterna o materna, pero logra encontrar su lugar en la vida gracias a este juego; en concreto, gracias a la figura del conserje del orfanato donde vive, quien la enseña a jugar y ve todo el potencial que puede llegar a desarrollar. Le aporta información, material didáctico para aprender y limitados contactos para introducirla de lleno en un mundo en el que ella no se siente extraña, sino en el que se ve confiada, a pesar de ser una mujer en un ámbito casi reducido a hombres. Por su enorme talento, ella se hace un hueco propio en ese mundo luchando incluso contra su tendencia autodestructiva —parece oscilar todo el tiempo entre su faceta de genial competidora, su retraimiento social y desconfianza de todo y todos dado su bagaje.

El ajedrez es una gran metáfora de la vida, y también de la muerte. Se debe elegir, hay una misión —el jaque al Rey— y hay tantas posibilidades de acción y de muerte como escapes tiene el tablero. Debes anticiparte, analizar a tu oponente, aunque contra quien estás jugando es en verdad contra ti mismo: tus impulsos, tu ansia de ganar o tu derrotismo también definen el resultado de una partida.

Elisabeth Harmon, en su posición de superdotada solitaria en un mundo de hombres, logra superar una historia personal muy compleja en la que, finalmente, se ve apreciada no solo por su talento, sino integrada en un ámbito intelectual en el que se siente una igual. No está sola, lo demuestra cuando, tras ganar a su mayor rival, el ruso Borghov es reconocida y se pone a jugar con los ciudadanos de Moscú en la calle. No solo es la mejor en su ámbito, ha superado todo su bagaje para ser ella misma.

Y es que, en la vida como en el ajedrez, necesitamos lograr la mejor versión de nosotros mismos para triunfar.