La Música es aquello que unifica.

(Seu Ma Tsen)

“¡Mozart! ¡Mozart!” dijo, en su último suspiro y junto a su esposa como testigo, Gustav Mahler instantes antes de morir. Es una tendencia inevitable del Hombre el sublimar hacia nuestras más altas —y personales— dimensiones, aquellas cosas que más nos gustan y que halagan nuestro espíritu.

Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart... Sabemos de él su música, pero sabemos poco de él como hombre. Sabemos que su plato preferido de niño era la leberknödelsuppe (sopa de albóndigas de hígado) aderezada con repollo —un plato muy común y apreciado en Alemania y Austria— y la última vez que lo menciona fue el 5 de enero de 1771… y es posible que nunca más volviera a probarlo. Sabemos que gustaba de la equitación y que practicaba la esgrima (que aprendiera en Olmütz —Chequia—) y que le gustaba mucho bailar. El banquero Henickstein contaba que Mozart “se enamoraba de todas sus alumnas”… entre ellas llegaron a destacar Rosa Cannebah, quien en Mannheim, en 1777, habría alcanzado el erótico “puesto” de “atento interés” en las cartas de nuestro músico, y el de la misteriosa Theresa von Trattnern, de quien se desconoce poco más allá de su fugaz existencia en el corazón de Mozart.

Como maestro poseía —gracias a los dotes pedagógicos del padre— el dominio de todos los recursos educativos, recalcando los nombres de algunos alumnos, como una “poco atrayente” Josepha Auernhammer; una Barbara Ployer y el inglés Thomas Atwood… no existiendo registro alguno que exprese el talento musical por parte de ningún alumno. Como sea, se sabe que era arbitrario, impaciente, impuntual e imprevisible. Desordenado al extremo: las partituras se amontonaban bajo el piano o se desparramaban por la casa, habiendo permitido que varios robaran sus manuscritos para apropiarse de su música… manuscritos los cuales se perdieron irremediablemente mientras que a otros, directamente, los olvidó y perdió.

En cuanto a las amistades, destacan las de sus últimos años… Se alejan los mecenas (Gottfried van Swieten fue el único que permaneció fiel en su apoyo económico, mientras que el botánico Nikolaus von Jacquin lo abandonó, al igual que el Barón vom Wetzlar y Lichnowsky, quien reaparecería luego con Beethoven), y le van quedando pocos amigos: algunos “artistas de teatro” entre los que destacan el prolífico Schikaneder; y del elenco de “La Flauta Mágica”, el bajo Fanz Xaver Gerl —el primer Sarastro—; el tenor Bendikt Schakt —primer Tamino— y Franz Hofer, esposo de su cuñada Josepha —la primera Reina de la Noche—. En cuanto a sus incondicionales: Joseph Haydn y su alumno y compinche Franz Süssmayr a quien se le debe la segunda parte de la última composición de Mozart: la Misa de Réquiem K 626, tras el Lacrymosa.

Se sabe que Mozart tocaba aceptablemente el violín; que se desempeñaba algo mejor en la viola; que idolatraba el órgano, pero que “se transformaba” —según los que lo escuchaban y veían— cuando empezaba a improvisar en el pianoforte… que parecía olvidarse hasta de sí mismo y que se llenaba de total serenidad cuando lo hacía. Que no se exhibía en poses alambicadas; que no fanfarroneaba con los rubati, estirando o ralentizando ritmos. Que pasabas horas en el piano, perdido, para él, el mundo, sin la asistencia de cantantes o colaboradores… un Mozart que sí podemos imaginar más cerca de la plenitud idealizada de las historias. Un Mozart absoluto.

Ante los bustos amenazantes desde el Olimpo de la Música del Beethoven del romanticismo inicial, la figura de Mozart en las pinturas que se conservan era, por contraste, la de una persona común. De una altura más bien baja, tenía las huellas de la viruela en la cara y su piel se iba poniendo amarillenta e hinchada con los años. Su cabeza era desproporcionadamente grande; ojos algo saltones y una nariz bastante importante: “Mozart el narigón” lo bautizó un diario de la época. Las pelucas de moda ayudaban a ocultar sus orejas deformadas de nacimiento y en sus últimos años se hubo de poner más rechoncho de aspecto general y con un carácter cada vez más huraño y tosco. Pero siempre se había mostrado a sí mismo burlándose ante todo. ¿Escondería cierto dulzor triste tras la máscara hirientemente amarga, o buscaba disfrazar el leve Síndrome de Tourette que padecía?

Sus relaciones cotidianas se presentan como meros trámites sin una clara profundidad afectiva, a pesar de los afectuosos, para no decir afectados, comentarios que gasta para con sus relaciones personales a través de las cartas. Pero tuvo sus amores. Se dice que uno de los más intensos lo mantenía con la ya mencionada Josepha (Weber, luego Hofer) aunque terminó casándose con la hermana de esa soprano: Constanza (en curioso paralelo a la vida de Antonín Dvořák). Y amó mucho a su perro Pimperl y a un estornino que había comprado en 1784 en una tienda cercana al palacio de Hofburg en Viena. Pájaro con quien convivió por tres años y que aprendiera a canturrear las notas del piano y hasta aportarle creatividad en un fragmento “incrustado” en el Alegretto del concierto para piano Nº 17 en Sol mayor K 453, bajo la simple nota de “no está mal”…

Mozart era, como cualquier ser humano, una entidad infinita, y a su vez —y apelando a metáforas matemáticas— un gran infinito lleno de los infinitos infinitos del arte.

¿Qué era Mozart?

De modo que queda establecido que, tratándose de un ser humano, decir quién era Mozart es algo imposible. Nos queda, entonces, el camino más prosaico de tratar de entender qué extraña cosa es alguien que escribe, por ejemplo, una obertura tan compleja, tan bien estructurada y armonizada con el resto de la obra, como la del Don Giovanni —K 527— en una noche, la anterior al día de su estreno. Contra los detractores de esa anécdota, es de recordar que no era raro en aquellos años que los músicos recibieran las partituras a poco de la presentación, sin las largas jornadas de ensayo de hoy, o, directamente, sin ensayar.

Elegimos creer esta historia: Mozart estaba bebiendo con amigos el 28 de octubre de 1787, cuando uno de ellos preguntó acerca de la obertura de su Don Giovanni que se estrenaría al día siguiente y recién ahí Wolfgang descubre que había olvidado componerla. Se escapó de la reunión, y ya de medianoche, se metió en su estudio y rápidamente compuso la obertura en unas tres horas, manteniéndose despierto por su Constance, quien le contaba historias como las de Aladino y la lámpara maravillosa y de Cenicienta, entre otras.

Por la noche del 29, los copistas entregaron de apuro las partituras justo antes de que se abrieran las puertas del teatro. Pero algo más había sucedido: hasta esa noche, las oberturas servían como mera introducción anímica a la obra, pero en este caso puntual, la obertura empezaba con los primeros dos acordes prácticamente iguales a los de la escena cuando aparece el Comendador: el convidado de piedra. Llevó así al conjunto a un nuevo nivel de integridad estética… algo que impactó artísticamente en la música desde esa obertura en adelante. Tres horas y había nacido una arquitectura perfecta. Y no sólo por lo compleja —que lo es— sino porque al final de esa obertura, ya se descorre el telón con la música a la vez que en el escenario, para que aparezca Leporello, el siervo de Don Giovanni.

No tiene el cierre “triunfal” de pieza concluida. Y, de hecho, se la interpreta en dos versiones: la original, para la representación de la ópera, y otra con un cierre “triunfal” para ponerle el “moño” de una pieza aparte cuando se la interpreta aislada. Ningún director —que yo haya escuchado— se atrevió a darle el final abierto original cuando es ejecutada sola: la obertura —como corresponde a su nombre de “apertura”— no cierra, sino que abre. Así, Don Giovanni se integra sobre sí misma desde el comienzo. A pesar de lo desprolijo de su composición —de apuro, a la luz de candelabros y bajo los efectos del alcohol—, el resultado no sólo era cristalino, geométricamente perfecto, sino que también daba el puntapié inicial a una concepción más acabada de un género musical.

Entonces cabe preguntarse de nuevo: ¿qué era Mozart? Quizás era una definición ostensiva del genio musical: un mero intermezzo entre la música de las esferas y el áspero sonido de un frenético cálamo rasguñando el papel pentagramado en una noche otoñal de Praga. ¿Eso es el genio? ¿Eso era Mozart? ¿Una suerte de médium entre dos mundos? Quienes lo habían visto componer —y apelando a las partituras originales que casi no tenían correcciones— el acto de escribir algo le llevaba el tiempo material de verter sobre el papel la música que ya tenía en la cabeza. Desde su Minueto en Sol mayor Nº1 K 1, escrito a los cinco años de edad, estas esferas, que comenzaron con Pitágoras (y su “harmonia tou kosmou”), habían encontrado en aquel niño un vehículo neurológico para su propia integración cósmica.

Claro está que quizá toda creación artística pueda concebirse del mismo modo, y que Mozart haya sido sólo un fenómeno muy particular, pero baste comparar una partitura original de Mozart y una de Beethoven, y ver cómo este último sufría penosamente al componer. Entre borrones y tachaduras se adivinaba el padecimiento físico que agredía al genio de Bonn, en un verdadero parto musical. Los trazos de Mozart, por el contrario y prácticamente, se prodigan sin ninguna corrección… tuvo el mundo su pequeño dios hecho de notas, para quien “la melodía lo es todo”… Y así, su genio y sus obras constituyeron una verdadera estructura de cristal por donde se deslizarían las doradas mieles del sol endulzando los amargos días del Hombre sobre la Tierra.

Masonería

Nuestro templo es la morada
del saber y la verdad;
nuestros actos se regulan
por la escuadra y el compás;
nuestro grito de combate:
¡Viva la Fraternidad!

Con estos versos cierra la Cantata Masónica K 623 en Do mayor… (“Kleine Freimaurer-Kantate”). Tres obras más y el registro Köchel 626 quedaría inconcluso por su muerte tras el Lacrymosa del Réquiem.

Apadrinado por el naturalista y geólogo Ignaz von Born, Mozart se inició como masón en la Logia de Viena "Zur Wohltätigkeit" —conocida en español como Logia Beneficencia—, el 14 de diciembre de 1784. Adelantado al grado de Compañero el 7 de enero de 1785 y exaltado como "Maestro Masón" en abril de ese mismo año. Esta logia seguía al rito Zinnendorf, adoptado oficialmente por la Gran Logia Nacional de Alemania (Große Landesloge der Freimaurer von Deutschland), de raíz cristiana pero abierta a todo credo y pensamiento. Según el musicólogo austríaco Otto Deutsch, esta logia era “la mayor y más aristocrática de Viena, y Mozart, como el mejor de los hermanos músicos, fue bienvenido en todas las logias que visitó”.

Mozart se uniría a otras dos logias en diciembre de 1785, bajo la Reforma Imperial de la Masonería (el Freimaurerpatent, o "decreto masónico", del mismo mes), llegando de ese modo a pertenecer a la Logia "Zur Neugekrönten Hoffnung" ("Nueva Esperanza Coronada"). La Masonería aún hoy emplea muchas veces en sus “tenidas” la música mozartiana. Muchas de sus obras están directa o indirectamente relacionadas con esta Orden, siendo, por mucho, la más altamente representativa como fuente de inspiración: La Flauta Mágica, la última ópera escenificada en vida del compositor y que convierte a Mozart en el máximo exponente de la ópera del Clasicismo, consiguiendo sintetizar en el Singspiel lo mejor de las óperas alemanas, italianas, la opéra-comique francesa y la ballad-opera inglesa.

Hoy, la masonería tiene prioridades diferentes a las que imperaban en naciones de predominancia católica. Hasta 1440 se llamaron a sí mismos “Los Hermanos de San Juan”, pero desde ese año, la Sociedad de Constructores de Salzburgo —la patria chica de Mozart— instaló el nombre de “francmasones” (“freemasons”, "francmaçons" o “masones libres”), confirmando el carácter de “ciudadanos libres” de sus integrantes, exentos de servicios a la comuna entre otras prerrogativas. La Orden se ve a sí misma como un movimiento de reforma antidogmática y por eso los masones son excomulgados de la Iglesia Católica… aunque Angelo Rocalli —Juan XXIII— y Giovani Montini —Paulo VI—, militaron en las filas masónicas, tratando de conciliar ambas posturas. En los países de tradición protestante, por el contrario, se contaba con reyes, obispos y presidentes en el marco de una membresía masónica distinguida.

En sus trescientos años de historia moderna no ha cambiado sustancialmente de dirección: captación de voluntades, desde las ásperas hasta las sutiles, para que formen parte del Templo del Amor Universal a la Humanidad. Escribe Mozart: “El amor protege el corazón del abismo”. Las logias regulares siguen antiguos rituales simbólicos: los de una organización intelectual y cultural que diseñó y construyó catedrales y edificios, que sobrevivió a todas las oscuras dudas de la superstición y cuyo más destacado cliente, paradójicamente, fue la Iglesia Católica. Así, los constructores de las catedrales hubieron de reunirse con sus alumnos en lugares apartados, donde podían transmitir su antigua sabiduría, orlados por canciones y músicas solemnes.

En el simbolismo masónico la clave pura de Do mayor representa la resurrección del Hombre iluminado al grado de Maestro Masón, pero Mozart amplió este simbolismo. Para representar el primer grado de la masonería —Aprendiz—, Mozart utiliza a menudo la tonalidad de Fa mayor, que tiene un plano. El segundo nivel —Compañero—, se indica con el uso de Si bemol mayor, que tiene dos e introduce el La mayor con tres sostenidos, para cubrir el canon masónico de Maestro. Por último, las tonalidades de Sol mayor y menor también aparecen en las obras masónicas de Mozart, dado que la letra "G" —en la notación musical anglosajona, siendo Sol en la latina— tiene un significado simbólico central que cierra el camino del Maestro Masón.

Las canciones de la logia, normalmente con acompañamiento de clave, piano u órgano, se cantaban al principio y al final de las reuniones, así como durante las comidas rituales. Mozart escribió trece de estas canciones, pero faltan cinco de ellas. Compuso asimismo algunas piezas instrumentales para diferentes rituales como, por ejemplo, la Música Fúnebre Masónica K 477; la Pequeña Cantata Masónica (Kleine Freimaurer-Kantate), también conocida como Laut verkünde unsre Freude (“Anunciad a viva voz nuestra felicidad”) en Do mayor, K 623 de 1791, los Adagios K 410 y K 411 o el “Cuarteto de las disonancias” Nº19 K 465, dedicado a los recién iniciados.

Entre las obras que no estaban destinadas directamente a la Logia, Mozart igual usaba indicios masónicos, como en el caso de las tres últimas sinfonías que —se considera como muy probable— representan los tres grados iniciales de la Masonería: la 39 en Mi bemol mayor K 543; la 40 en Sol menor K 550 (“Trágica”) y la 41 en Do mayor K 551 (“Júpiter”).

Mozart adoptó la visión humanista de Jean-Jacques Rousseau en el significado de la música. Según el compositor Ludwig Lenz “El propósito de la música en las ceremonias masónicas es extender los buenos pensamientos y la unidad entre los miembros”, de modo que puedan “unirse en la idea de inocencia y felicidad” y agregando que “debe inocular sentimientos de humanidad, sabiduría y paciencia, virtud y honestidad, lealtad a los amigos y finalmente un entendimiento de la libertad”. Así, el singspiel “La Flauta Mágica” (Die Zauberflöte) resume esta vocación simbólica y el entusiasmo de Mozart por el ideario masónico de libertad creativa y expansión espiritual que pocas veces alcanzó compositor alguno… y donde la música es expuesta como la gran reconciliadora del Hombre consigo mismo, llevando luz a su natural oscuridad.

Acerca de La Flauta Mágica

En 1791, año de su muerte, Mozart se encontraba cada vez más enfermo y más pobre. Su amigo y cofrade masón, Emanuel Schikaneder, reconocido actor, escritor y empresario teatral, también pasaba por problemas económicos, de modo que le propuso a Mozart la posibilidad de colaborar para hacer un singspeal juntos sobre un libreto de Schikaneder, basado en la historia “Lulu oder die Zauberflöte” (“Lulú o la Flauta Mágica”) de Jacob Liebeskind, transcrita por Christoph Martin Wieland.

La historia era la de una aventura: la Reina de la Noche le encarga al príncipe Tamino la misión de rescatar a su hija Pamina, quien está en manos de una especie de rey y sacerdote llamado Sarastro. Tamino, enamorado de la imagen de la princesa, acepta la tarea y recibe el mágico instrumento. Al llegar a los dominios de Sarastro, Tamino y su compañero, el cazador de pájaros Papageno (“papagayo”), descubren que el malvado era, en realidad, la Reina, mientras que Sarastro, en cambio, se revela como un guía sabio que busca el Bien y la Luz para la Humanidad.

Paralelamente, la Reina acosa a su hija para que mate a Sarastro, entregándole un puñal, en el aria más famosa de la obra, un contrastante Strum und Drang (“tormenta y espíritu”): una exaltación de individualidad violenta contra la serenidad egipcia del templo de Sarastro y del clasicismo en general. Pero para quedarse con Pamina y entrar al templo, Tamino y Papageno deben someterse a pruebas de iniciación. Tamino, con la ayuda de la flauta mágica y el amor de Pamina, supera las pruebas y se une a los seguidores de Sarastro. Papageno, en cambio, no es digno de las pruebas, pero es finalmente recompensado encontrándose con su amor, la pícara Papagena. En el clímax de la obra, la Reina de la Noche y el otrora custodio de Pamina, Monostatos, con sus seguidores, intentan destruir a Sarastro, pero son derrotados, permitiendo que el Bien y la Luz triunfen definitivamente.

El libreto coló algunas desprolijidades, originadas en diferentes circunstancias: la flauta que al principio era de oro, luego es de madera de roble. El malvado moro Monostatos (custodio de Pamina) habita inexplicablemente en el mismo palacio de Sarastro, símbolo de Luz Solar y se sabe, además, que el libreto debió ser corregido apuradamente porque —también sin mayores explicaciones— la Reina de la Noche de buena pasaba a ser la mala y lo inverso ocurría con Sarastro (cosa que confundía a los espectadores en las primeras representaciones); las Tres Damas de negro, secuaces de la Reina de la Noche, y también sin mayor explicación, guían a Tamino hacia los Tres Niños, semblanza del Bien, etc. Estos desajustes parecen explicarse porque Schikaneder descubre que en Viena, para esa época, se estaba por presentar La Cítara Mágica, con un parecido hilo argumental, de modo que debieron hacer cambios de emergencia en la historia.

Escribió al respecto el musicólogo austríaco Otto Erich Deutsch : “El libreto, más allá del contraste entre la despreocupación del primer acto y la solemnidad del segundo acto, es una obra maestra que surte el efecto deseado, entre jóvenes y viejos, entre ricos y pobres, ahora como entonces y en cualquier época. Ni siquiera el desaliño ocasional de ciertos versos de Schikaneder ha impedido que acabe formando parte del lenguaje y la literatura”. La Masonería está presente en la obra desde los tres acordes de la obertura, pasando por el desmayo (muerte simbólica previa a la iniciación) que sufre Tamino al comienzo, tras verse acosado por un dragón (el mundo profano y sus vanidades) así como por la presencia continua del número tres, en la obertura; los Tres Niños; las Tres Damas; las tres pruebas, etc.

La posición de Mozart dentro del movimiento masónico, dice el musicólogo estadounidense Maynard Solomon, tendía al racionalismo de la Ilustración, opuesto a quienes se orientaban al misticismo y el ocultismo. Esta facción racionalista era cercana a los Illuminati, también de inspiración masónica, creados por Adam Weishaupt, profesor bávaro de derecho canónico y asimismo amigo de Mozart. Ellos, movidos por el humanismo de franceses como Denis Diderot y Rousseau, sostenían que la clase social no coincidía necesariamente con la nobleza espiritual y que los más desafortunados podían ser de espíritu noble, así como alguien nacido en la nobleza podía ser un imbécil moral. Y es, precisamente, esta idea la que aparece tanto en La Flauta Mágica como en Las Bodas de Fígaro, libreto este último, basado en la obra del también masón Pierre-Agustin de Beaumarchais, donde Fígaro es el héroe de clase social baja, y el conde Almaviva es el villano.

¿Qué buscaba Mozart en la Masonería? Sólo queda, por supuesto, como material de consulta para responder, la especulación… pero, si de especular se trata, podría pensarse que el salzburgués buscaba alguna clase de respuesta a su perpetuo hambre de belleza, de orden y coherencia en alguna clase de espejo que le explicara su genio creador… Un orden del que rebosaba su mente y que —seguramente— excedía su capacidad más íntima de comprensión. Aunque sabemos que el genio lo acompañó desde la más tierna infancia y que no lo abandonó hasta su lecho de muerte, debía haber existido alguna necesidad de traducir a otro lenguaje esa vocación, sin raíz consciente alguna, por la belleza ordenada que hoy nos abruma en su prodigalidad…

Clasicismo y final

Cierta vez le plantearon a Alfred Hitchcock un asunto que molestaba a muchos críticos de cine: sus películas “no tenían mensaje”. Hitchcock responde con filosa ironía: “Si quisiera mandar un mensaje usaría el Correo”. Belleza, orden y coherencia no parecen ser material suficiente para los buscadores de “mensaje”. “La música —dijo Beethoven— es algo más alto que la Ciencia o la Filosofía”… pero en él mismo ya comenzaba a necesitarse el “mensaje” que reclamaría el romanticismo. En efecto: su 6ª Sinfonía —“Pastoral”— ya cuenta una historia.

Puesta por algunos autores en el romanticismo temprano y otros en un clasicismo tardío, la figura de Beethoven encuentra antecedentes en algunos pasajes mozartianos. Podemos citar el primer movimiento del concierto para piano Nº 20 K 466 o el tan “beethoveniano” segundo movimiento del concierto para piano Nº 21 K 467. También podemos citar el célebre primer movimiento de la sinfonía Nº 40 o el movimiento final de la Júpiter, que parecen estar proveyendo un “mensaje” más allá de lo meramente musical… pero siguen siendo sólo ejemplos de una “seriedad” que es contrabalanceada siempre con momentos de liberadora simplicidad armónica. Sigue habiendo el balance propio del Clasicismo del Renacimiento y el Humanismo. Equilibrio, armonía y proporción en las formas, evitando los excesos del Barroco y enfatizando la claridad, la sobriedad y la estructuración.

Decía Mozart: “No les presto atención a los elogios ni a las críticas de nadie. Simplemente, sigo mis propios sentimientos”. Y ahí estaba, reclinado sobre su mesa de billar cubierta de partituras, extrayendo música del silencio… de aquel silencio abismal del que nos protege el amor. Y el genio de Mozart —no el Hombre Mozart, sino el genio encarnado— se aventura libre en ese abismo donde mora lo que ni él ni nadie pueden conocer cabalmente. “Ni un alto grado de inteligencia, ni imaginación, ni ambos juntos, van a fabricar un genio. Amor: esa es el alma del genio”, supo escribir en una carta. ¿Abrió el clasicismo las puertas al Amor más puro? Un amor sin pasiones, sin abismos ni aspiraciones elevadas, porque él lo era todo y no necesitaba de profundidades o alturas.

Su maestro, mentor y amigo Haydn expresó que Mozart “…es música hecha de música”, es decir, una forma del alma a través de una fuerza segura de sí misma, sin necesidades exteriores a su propia sonoridad y silencios. Su sistema nervioso, dotado de oído absoluto y de una memoria eidética, era, de niño, sensible al extremo: llegó a desmayarse cuando una visita hizo un solo de trompeta en su casa de Salzburgo… y en ese sistema nervioso fue naciéndose lo incondicional y lo absorbente de su arte. Llegó a decir un crítico acerca de la obertura de Las Bodas de Fígaro: “Es la música más maravillosa y la más carente de sentido que he escuchado”.

No hay sentido. No hay dirección, no hay mensaje. Ni raíz, ni objetivo: sólo plenitud: la música naciendo música. El clasicismo mozartiano alcanzó a revelar la materia del Cosmos. Dijo Albert Einstein que "la música de Mozart es tan pura y hermosa que la veo como un reflejo de la belleza interior del Universo". Piotr Illich Tchaikovsky sentenció: “Mozart es el Cristo de la música”… y un amigo personal se me confesó: “Cuando escucho a Mozart, me siento como si hubiera hecho la buena obra del día”. El amor, el arte y los recuerdos que nos hacen mejores…

Quiero cerrar con estas cuatro notas: Do, Re, Fa y Mi. Las notas con las que comienza el cuarto movimiento (Molto Allegro) de la sinfonía Nº 41, “Júpiter”. La síntesis de la síntesis de sus últimas tres sinfonías y el comienzo de una despedida. El cierre de una carrera musical a través de un recuerdo: los ejercicios de piano para niños que giraban en torno a esas cuatro notas… toda la vida llevando de la mano a un niño hasta el adiós final… ni melancolía, ni misterios, ni muerte: sólo un Molto Allegro… ¡Así hay que despedirse de la Vida!