En los ya muy lejanos días de mi infancia y juventud, cuando ni siquiera existían los casetes, cada cierto tiempo aparecía en nuestra casa —traída por mi tío Luis para sus labores periodísticas— una pesada grabadora, de aquellas que funcionaban con gruesas cintas magnetofónicas rebobinadas por dos grandes carretes de plástico. Eso provocaba nuestra alegría, sobre todo los fines de semana, que era cuando teníamos más tiempo, pues aprovechábamos para jugar a modular nuestras voces, imitar las de personas conocidas, hacer entrevistas, contar chistes, cantar, etcétera. Sin embargo, más formal, uno de mis hermanos mayores, Adrián, que era amante de la poesía, solía declamar piezas de autores latinoamericanos o españoles, las cuales provenían de poemarios formales que compraba, o de textos líricos que él coleccionaba en un cartapacio, transcritos en máquina de escribir.

Fue así como conocí la poesía del chileno Pablo Neruda, el cubano José Martí, los mexicanos Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón y Manuel Acuña, el venezolano Andrés Eloy Blanco, el peruano César Vallejo, el colombiano Porfirio Barba Jacob, el argentino Francisco Luis Bernárdez, el español Federico García Lorca y otros más. No obstante, entre los que más le gustaban, sobresalían Muerte de Antoñito el Camborio, de García Lorca, En la cárcel y Ante la tumba de Barrios, del guatemalteco Ismael Cerna, así como una carta anónima intitulada Postrer romance de Bolívar. Tanto los declamaba, y tanto rebobinaba la cinta de la grabadora para cerciorarse de su dicción y de las inflexiones de su voz, que varios de nosotros terminamos aprendiendo de memoria esas cuatro piezas literarias. Hoy, más de medio siglo después, retengo grandes fragmentos de las primeras tres, y puedo declamar la cuarta sin mayor dificultad.

Ahora bien, no fue sino hace poco más de 30 años cuando, después de leer la novela El general en su laberinto —que vio la luz en 1989—, me surgió la duda de si el gran libertador latinoamericano Simón Bolívar era realmente el autor de esa estremecedora carta. Fue por ello por lo que un día, en una gira de campo en la que iba el colega y amigo Félix Scorza Reggio —venezolano residente en Costa Rica desde muchos años antes—, le comenté acerca de este asunto. Su respuesta fue inmediata, y me recomendó consultarle a su suegro, el abogado nicaragüense Carlos Agüero Rocha, también residente en el país.

En efecto, me consiguió su número telefónico, y pronto llamé a este profundo y minucioso conocedor de la vida de Bolívar. Con gran amabilidad me manifestó que desconocía esa carta —una evidencia bastante confiable de que el documento podría no ser del prócer— y, después de analizar el contexto y los hechos conocidos por él, me expresó que era muy improbable que el libertador la hubiera escrito. Más bien, consideró que muy posiblemente la había escrito uno de sus muchísimos estudiosos y admiradores, que no eran pocos en el continente.

Con esa información en mano, así como con bastante certeza de que se trataba de una carta apócrifa, le di forma a un artículo que intitulé «¿El último día de Bolívar?», el cual publiqué en el Semanario Universidad (No. 872, 26-V-1989, p. 4). Dicho texto dice así:

Tras la lectura de «El general en su laberinto», en el que García Márquez nos hace vivir el abatimiento físico y moral de Simón Bolívar, iluminado por apenas unos pocos espasmos libertarios y unionistas, uno duda de que él haya tenido la fortaleza para escribir, la víspera de su muerte, la carta que a continuación transcribo.

Se trata de una carta dirigida a Fanny Aristigueta (o Aristeguieta) o Fanny du Villars, la cual circuló en mi casa desde mi infancia. Quizá no la escribió Bolívar, sino alguno de sus admiradores o idólatras, en recuerdo suyo. ¡Quién sabe! En todo caso, la carta merece ser leída —y por eso la publico aquí—, pues además de su riqueza poética, contiene el retrato último de Bolívar, decrépito pero apasionado y épico, definitivo frente a la muerte.

San Pedro Alejandrino, 16 de diciembre de 1830

Fanny, querida prima:

Te extrañará que piense en ti al borde del sepulcro.

Ha llegado la última aurora; tengo al frente el mar Caribe, azul y plata, agitado como mi alma por grandes tempestades. A mi espalda se alza el macizo gigantesco de la Sierra con sus viejos picos coronados de nieve impoluta, como nuestros ensueños de 1805. Por sobre mí, el cielo más bello de América, la más hermosa sinfonía de colores, el más grandioso derroche de luz... Y tú estás conmigo porque todos me abandonan, tú estás conmigo en los postreros latidos de la vida, en las últimas fulguraciones de la conciencia.

Adiós, Fanny. Esta carta de signos vacilantes la escribe la misma mano que estrechó la tuya en las horas del amor, de la esperanza y de la fe. Esta es la letra que iluminó el relámpago de los cañones en Boyacá y en Carabobo, esta es la letra escritora del Decreto de Trujillo y del Mensaje al Congreso de Angostura. No la reconoces, ¿verdad? Yo tampoco la reconocería, si la muerte no me señalara con su dedo despiadado la realidad de este supremo instante.

Si yo hubiera muerto sobre un campo de batalla, dando frente al enemigo, te dejaría mi gloria, la gloria que entreví a tu lado a los lampos de un sol de primavera. Muero miserable, proscrito, detestado por los mismos que gozaron mis favores, víctima de un inmenso dolor, presa de infinitas amarguras. Te dejo en recuerdo mis tristezas y las lágrimas que no llegaron a verter mis ojos. ¿No es digna de tu grandeza tal ofrenda?

Estuviste en mi alma en el peligro, conmigo presidiste los consejos de gobierno, tuyos fueron mis triunfos y tuyos mis reveses, tuyos son también mi último pensamiento y mi pena postrimera.

En las noches galantes de la Magdalena vi desfilar mil veces la góndola de Byron por los canales de Venecia. En ella iban grandes bellezas y grandes hermosuras, pero no ibas tú, porque tú has flotado en mi alma montada por las níveas castidades.

A la hora de los grandes desengaños, a la hora de las íntimas congojas, apareces ante mis ojos moribundos como los hechizos de la juventud y de la fortuna. Me miras, y en tus pupilas arde el fuego de los volcanes. Me hablas, y en tu voz escucho las dianas inmortales de Junín y Bomboná.

¿Recibiste los mensajes que te envié desde la cima del Chimborazo?

Adiós, Fanny, todo ha terminado. Juventud, ilusiones, sonrisas y alegrías se hunden en la nada; solo quedas tú como visión seráfica, señoreando el infinito, dominando la eternidad.

Me tocó la misión del relámpago: rasgar un instante la tiniebla, fulgurar apenas sobre el abismo y tornar a perderme en el vacío.

Bolívar

Ahora bien, en estos días en que en la televisión por cable se exhibe una aclamada serie colombiana denominada Bolívar —cuyos 60 capítulos recién terminé de disfrutar—, es oportuno divulgar de nuevo esta carta, por las mismas razones consignadas en mi artículo. Por cierto, en dicha serie, Fanny —a diferencia de su omnipresente amante Manuelita Sáenz— aparece muy poco, apenas en París, y se dice o sugiere que fue gracias a ella que Bolívar conoció al connotado naturalista alemán Alexander von Humboldt, por entonces residente en dicha ciudad, donde vivió por 23 años.

Sin embargo, a diferencia de hace 30 años, y gracias a la documentación disponible hoy en Internet, es posible afirmar que la carta no fue escrita por el libertador.

En efecto, pude hallar que varios historiadores y estudiosos venezolanos han documentado que su autor anónimo fue el abogado Luciano Mendible Camejo, gran admirador de Bolívar. Se dice que, como si fuera verídica, la carta fue dada a conocer por primera vez en 1925 en el diario El Comercio, de Barranquilla, ya que Mendible estaba exiliado en Colombia. Pero, cuestionada su autenticidad con gran rigurosidad histórica por el erudito venezolano Vicente Lecuna Salboch —el máximo estudioso de la vida y la obra de Bolívar—, y aunque no lo reconoció en su momento, en 1936 Mendible aceptó ser el autor de la carta; lo hizo ante el propio Lecuna y en presencia del escritor Elías Pérez Sosa. Con esa confesión se despejó el dilema.

Cabe acotar que, durante mis búsquedas en Internet, me llamó la atención que, con leves diferencias, hay varias versiones de la carta, lo que hace suponer que —y de esto no está exenta la que incluyo aquí—, al ser transcrita una y otra vez por diferentes personas, se incurrió en errores que después se han perpetuado. Al respecto, la mayor discrepancia es que en algunas versiones se consigna el día 6 y, en otras, el 16 de diciembre de 1830 como la fecha de escritura de la carta por parte de Bolívar. Eso sí, si fuera el día 6, la carta perdería fuerza emotiva y dramática, además de la conexión con la impactante frase «Ha llegado la última aurora», pues no murió ese día, sino el 17. Pero, bueno… en realidad, este dato es totalmente irrelevante si la carta es falsa.

En todo caso, para sustentar la falsedad de la carta me propuse hacer algunas pesquisas sobre una base estrictamente documental, que de seguro otros han hecho, pero no los pude hallar. Y para ello fueron fundamentales los partes o boletines expedidos por el francés Alejandro Próspero Révérend, médico de cabecera del prócer, que él compiló y publicó en 1866 en un breve libro intitulado La última enfermedad, los últimos momentos y los funerales de Simón Bolívar, el cual está disponible en Internet.

En ese minucioso recuento consta que Révérend atendió a Bolívar desde su llegada a Santa Marta, la noche del 1° de diciembre de 1830, donde se instaló en la muy antigua casa de aduanas de dicho puerto. Supuesta víctima de la tuberculosis, ya no podía moverse por cuenta propia, y estaba en un estado deplorable de salud. Así ocurriría en los días siguientes, al punto de que, el día 6, Bolívar se despertó un poco menos mal que la víspera. En palabras de su médico, según consta en el boletín No. 6:

La noche pasada fue regular mediante la píldora calmante que tomó S.E. [Su Excelencia]. El dolor del pecho había desaparecido, y la expectoración era menos. Habiendo S.E. manifestado el gran deseo que tenía de ir al campo, y de acuerdo con sus amigos que también opinaban como yo, que le sería provechoso el aire del campo, salió S.E. por la tarde para la quinta de San Pedro.

Este párrafo por sí solo desmiente que Bolívar hubiera escrito su carta el 6 de diciembre pues, aparte de su deteriorado estado de salud, no fue sino por la tarde de ese día que llegó a la hacienda San Pedro Alejandrino.

Ese viaje al campo, que hizo en una berlina o carruaje, a cinco kilómetros del centro de la ciudad y en un sitio localizado a apenas 12 m sobre el nivel del mar, le sentó muy bien. Y, tanto, que, según su médico, «pasó una buena noche y el día contento, alabando mucho la mudanza de temperamento, o más bien el hallarse en el campo. El pulso permaneció siempre regular, y observé poca cantidad de esputos», para concluir que «es el mejor día que ha tenido». Es importante mencionar que, de todos los partes contenidos en el recuento de Révérend, solamente en ese y en el No. 33, en el cual se informa de la muerte del prócer, consta que fueron escritos en San Pedro. Esto permite suponer que, para que se sintiera mejor, Bolívar se instaló ahí desde su primera visita a esa hacienda cañera, propiedad del acaudalado español Joaquín de Mier y Benítez.

De ahí en adelante, los partes refieren que la situación no mejoraba, mientras que su mente desvariaba o deliraba, de manera excepcional «conversando a ratos con alguna serenidad», al extremo de que, el día 13, mostraba «la misma confusión en las ideas y aberración de la memoria». Tan mal estaba, que, a las once de la mañana del día 14, Révérend acotaba que «el Libertador se va empeorando más», para después detallar que «el semblante está más abatido, y pronostica la proximidad de la muerte». En tres partes posteriores, de ese mismo día, se percibe que el final de Bolívar era inminente. Asimismo, por la tarde del día 15, escribía que «el estado de S.E. es siempre crítico. El mismo desvarío, palabras balbucientes, semblante más decaído, estupor en el rostro».

A la una de la madrugada del 16 de diciembre, en su boletín No. 28, con signos de exclamación Révérend anotaba lo siguiente: «¡Nunca había llegado S.E. a tan sumo grado de postración!». Y entonces cabe preguntarse, ¿quién habría podido escribir una carta tan coherente y bien articulada, así como de tanta hondura lírica, en semejante estado de decaimiento físico y mental? Simplemente imposible, y esto demuestra que, ya en un implacable mano a mano final con la muerte, Bolívar no estaba en capacidad de hacerlo.

En ese momento, al prócer le restaba tan solo día y medio de vida. Para captar de manera más completa su estado de salud en la mañana del 16 de diciembre —horas en que supuestamente escribió la carta a Fanny— en el boletín No. 29, emitido a las seis de la mañana, se percibe que nada había cambiado, mientras que, en el de la una de la tarde, el médico consignaba lo siguiente:

S.E. va siempre declinando, y si vuelven las fuerzas vitales a sobresalir alguna vez, es para decaerse un rato después; finalmente, es la lucha extrema de la vida con la muerte. El vejigatorio de la nuca ha purgado bastante, pero los que se pusieron anoche en las pantorrillas han hecho muy poco efecto. Los orines se han suprimido. Siguen siempre las frotaciones espirituosas en los extremos, las bebidas antiespasmódicas, unturas emolientes, y lavativas. Sagú cada dos horas.

Tan mal estaba Bolívar, que ese día Révérend redactó esos tres boletines, y otro más a las nueve de la noche, en el que indicaba que «todos los síntomas de la enfermedad de S.E. han vuelto a exasperarse». Ahora sí que las horas estaban contadas, pues en el boletín No. 32, redactado a las siete de la mañana del día 17, Révérend manifestaba que «todos los síntomas están llegando al último grado de intensidad; el pulso está en el mayor decaimiento; el facies está más hipocrático que antes; en fin, la muerte está próxima». Y esta sobrevendría poco después de la una de la tarde.

En síntesis, con base en los testimonios de Révérend, por ser de primerísima mano, se puede concluir que ni el 6 ni el 16 de diciembre Bolívar estaba en condiciones de escribir esa romántica y conmovedora carta.

Ahora bien, para trasladarnos casi dos siglos, hace pocos años, el escritor venezolano Jorge Mier Hoffman publicó el libro La carta que cambiará la historia, en el que sostiene que la misiva a Fanny es verídica, y que le fue permitido escribirla como su último deseo. Eso sí, él argumenta que no era para Fanny, sino para algunos allegados, y lo que realmente contiene, entre tantas expresiones líricas, son mensajes cifrados, para dejar constancia por escrito de la existencia de una conspiración internacional para asesinarlo; según él, están escritos en claves, signos o códigos masónicos. Asimismo, Mier indica que la bitácora médica de Révérend es falsa y que fue escrita para encubrir que a Bolívar se le secuestró y recluyó en la hacienda San Pedro Alejandrino, para ahí acabar con su vida; además, que los restos del libertador depositados en el Panteón Nacional de Venezuela realmente no son los de él.

A raíz de estas revelaciones, y para disipar dudas, una comisión especial nombrada en 2008 por el gobierno de Hugo Chávez, encabezada por el reputado genetista español José Antonio Lorente, exhumó los restos y realizó los análisis bioquímicos pertinentes. Esto, que se aleja de los fines específicos del presente artículo, por lo que lo cito apenas brevemente, provocó mucho debate y airadas reacciones en Venezuela. Al final, concluyeron que los restos sí pertenecen a Bolívar, pero que nunca padeció tuberculosis.

Por otra parte, he hallado en Internet que, al analizar la descripción de los signos y los síntomas de la enfermedad descritos en la minuciosa bitácora de Révérend, incluida la autopsia, el Dr. Paul Auwaerter —de la muy reputada Universidad Johns Hopkins, en EE. UU.—, concluyó que, en realidad, Bolívar murió por intoxicación con arsénico. Eso sí, no repentinamente, ni como resultado de una conjura o un asesinato, sino de manera crónica, por la exposición prolongada a esa sustancia, incluyendo su ingestión como medicamento —lo cual era usual entonces— contra algunas dolencias que Bolívar padeció.

En fin, esta es la historia —ahora un poco enrevesada— de aquella carta que aprendí de memoria en mi juventud y que, escrita o no por Bolívar, representa una vibrante evocación, muy hábil y bellamente lograda, de la conjunción de las luchas libertarias de este prócer latinoamericano con la inextinguible pasión por Fanny, su prima segunda y amante.