Buscaba la belleza y sin conocer el por qué, la encontraba siempre en las cosas tristes. Su lugar predilecto para caminar y pensar o sentarse tranquilo con un libro era el cementerio y, a menudo, se sorprendía leyendo a voz alta, como si contara historias a los muertos. Amaba los cipreses, la lluvia vista de una ventana cualquiera y las flores marchitas, que le recordaban los viejos poemas de rima perfecta, que eran, a su modo, mustias melodías cercanas al olvido, que le hacían sentir todas las ausencias y pensar en tantas vidas ya idas. Siempre se repetía que quería terminar en un cementerio pequeño, en un ángulo lejano y soleado, donde pudieran crecer alegremente unas pocas flores amarillas. Tenía nostalgia de su sombra y prefería las estaciones tibias, sobre todo la primavera en sus primeros días, cuando podía decir una y otra vez: está comenzando una nueva vida.

Hubo momento en que todo era vacío y buscaba formas, colores y aromas para reconstruir un mundo más allá del silencio y volver a la lluvia, al viento, a las piedras del camino y sentirse solo entre la gente, escuchando ecos. La mirada tranquila, el paso lento, los ojos atentos a cada detalle, a cada sorpresa que le hiciera sentir que la vida fuese un poco más que un sueño. Tomaba nota de un trébol, del rocío en las hojas y de un pétalo inquieto, llenándose el alma de nuevas imágenes, que le dieran aliento. Prefería el alba y las tardes con su tenue luz para distinguir mejor cada elemento y percibir el paisaje con la profundidad justa y dejar allí un imperceptible recuerdo. Volvía siempre a los mismos lugares, buceando el vacío en abismos sin fin para encontrar las perlas ocultas, que había sembrado en cien paseos sin tiempo.

La belleza se encerraba en pequeñas cosas, ocultas al ojo, esperando que alguien las recogiera y acariciara. La verdad, si existía, era la suma de todas esas ínfimas observaciones, de todos esos furtivos momentos en que se siente profundamente y se piensa en la vida, las circunstancias y los eventos. Se decía que había que huir de las grandes razones y volver humildemente al momento, al misterio inexplicable de la vida vivida y a los sentimientos. Había que hablar desde dentro hacia afuera, de lo vivido a lo dicho, lentamente, sin alzar la voz, susurrando, insinuando el secreto, el enigma de esa profunda belleza. La verdad para él era la experiencia, lo fenomenológicamente cierto, no por el uso de la lógica, sino por la razón del sentimiento y esa era la poesía en toda su frágil profundidad y reflejo. Amaba leer historias personales, biografías sinceras, impresiones desnudas y tangibles, que todos reconocemos.

Afirmaba, sin decirlo en voz alta, que la belleza de las cosas pequeñas, del silencio y del ocaso, era, en el sentido más amplio, el lugar donde la estética y la ética se hacían y permanecían una, inseparablemente juntas como gemelas de recuerdos. Pensaba en la bondad de una mariposa, libando de flor en flor. En su baile a saltos, como si fuese, ella misma una flor, sorprendida ante su propio vuelo y en esos paseos, si no caminaba, leía, pensaba, observaba, llenándose de preguntas y, a veces, escribía unas notas lentamente, como si cada palabra fuese el parir un nacimiento y así, olvidando el tiempo, en el correr inexorable de las horas, surgían, como burbujas de agua, versos. Cada persona y cosa es una historia, que entretejidas, forman un mosaico, que son tierra y simiente de otros cuentos. Pero para narrarla, hay que vivirla con todas las contradicciones que son parte de la existencia, con toda la alegría y el dolor de sentir, querer, soñar y amar, dando saltos de momento a momento. Su ambicioso proyecto era entender la poesía y había descubierto, sobre todo en el dolor, que entender la poesía era entender la vida.