Son las cinco de la tarde, pero ya se escuchan grillos. Hace frío. Las lluvias de agosto cubren con un velo pesado la Ciudad de México; pareciera que se llevan la contaminación y dejan un halo vaporoso sobre las avenidas, los cafés, las oficinas. Después de cuatro meses de cuarentena, las calles siguen sin desocuparse. Sin embargo, un silencio atípico recubre la capital, como si un cubrebocas inmenso le hubiera sido impuesto para que guardara la compostura.

Me cuesta trabajo aceptar que las cosas se dieran así, tan de la nada, sin dejar rastro, como cuando las nubes se integran al azul del cielo otra vez. Regresamos a la capital después de casi medio año de estar fuera y, aunque estuvimos confinados tanto tiempo cerca de la costa, ni una sola vez toqué el mar. En marzo, cuando la cosa todavía no se ponía tan tensa en el país, recuerdo que salía en las mañanas a caminar con mi madre por la colonia, justo antes de que el sol del trópico saliera a quemar fuerte. Hasta entonces, las escenas eran casi inmutables: algunos vecinos salían temprano a correr conectados a su música; los perros de ciertas casas nos ladraban al pasar; los guardias de cada fraccionamiento fingían no mirarnos mientras levantaban la pluma para darnos paso.

Un martes salimos de la casa a la misma hora de siempre para hacer la misma ruta de siempre, sin saber que sería, la última vez. Tomamos el camino empinado hacia la playa con la ligereza de quien no está pendiente del tiempo. Hablábamos de qué queríamos hacer al regresar a la ciudad, con qué proyectos continuaríamos y qué otros teníamos en mente dejar en pausa. En la calle nadie seguía protocolos de sanidad; no tenían por qué hacerlo, en principio, en ese momento todavía pensábamos que sería algo transitorio, casi burocrático: en cosa de dos semanas podría resolverse para volver al ritmo de antes.

Media hora más tarde, ya habíamos completado la mitad del recorrido y el olor a sal se hizo más presente. Cerca del mar, el sendero se hacía más difícil de andar a pie por la irregularidad de las faldas de la montaña a la que se ajustaba el pavimento. Un rumor suave, casi como un susurro salado, se acrecentaba desde la costa. Después de caminar medio kilómetro más, finalmente llegamos a la entrada de la playa de la colonia. Eran casi las nueve de la mañana. Mi madre y yo nos asomamos al muelle para ver si había alguien más. De pronto el cielo se ensombreció.

La silueta de una mujer se desdibujaba con el contorno inconstante de la marea contra la costa. Una manta blanca la recubría como una extensión de las crestas de las olas sobre su cuerpo, el cual se confundía cada vez más con la bruma que sobrevuela la arena. El mar estaba tranquilo a pesar de la temperatura: un frío húmedo, apenas perceptible, que reptaba sobre la piel como una corriente extendida o una avalancha discreta que se precipita sobre las profundidades cálidas.

La mujer tenía la mirada clavada en las aguas oscuras que se extendían frente a ella, con un dejo de soledad en su exhalación triste; parecía no reparar en el muelle de madera que se alzaba detrás de sí, con los camastros y las sombrillas, o en nosotras. Estaba perfectamente inmersa en sí misma, hundiéndose lentamente en la multitud muda de gotas que la rodeaba para regresar al azul infinito y, luego, cubrirla nuevamente para irse después, en ese vaivén somnoliento y doloroso de los ciclos tristes. La brisa de la costa la arropaba como único murmullo conciliador. Era casi como si no respirara; se sostenía, inmóvil, sobre sus piernas blancas: dos cimientos de marfil perturbados únicamente por el envite silencioso del mar, que las arropaba y las despojaba lentamente. En ese momento, una bruma densa recubrió la totalidad de la playa rocosa que se hizo por primera vez fría.

Ese día, volvimos a la casa en silencio. No sé si mi madre y yo vimos lo mismo, pero algo de esa misma bruma se nos anudó en la garganta. Días más tarde, el gobierno federal anunció que la cuarentena se extendería unas dos semanas más, como máximo. Me cuesta trabajo aceptar que las cosas se dieran así, tan de la nada. Un par de semanas se convirtieron fácilmente en cinco meses. Hoy en día no sabemos bien a bien hasta cuándo habremos de estar confinados, si realmente se desarrollará alguna vez una vacuna que acabe con la pandemia, o si veremos el inicio del próximo año.

Ahora, lejos del mar y del envite sigiloso de las olas, recuerdo a la mujer de la playa como una premonición discreta. No hemos vuelto a salir a caminar; no volvimos a ver el mar más que a la distancia. Las oficinas, los comercios, las calles gritan para que alguien las transite y la gente no sabe qué creer. Mientras tanto, estamos fuera de circulación.