De todos los géneros literarios, la poesía siempre ha sido la oveja negra. Quiero decir que, de todos los géneros, siempre ha sido el más desestimado. «La poesía no es otra cosa que la sublevación del hombre contra la razón», decía el dramaturgo Dalmiro Sáenz. Quien se haya detenido alguna vez a analizar fragmentos de Artaud, Baudelaire u otros de los popularmente llamados «poetas malditos», seguramente, tendrán la impresión de que los autores que se adscriben a esta corriente sufren de falta de cordura o alguna otra dolencia psicológica.

Es bastante frecuente encontrar rastros de sentimientos viscerales y desmesurados en algunas obras líricas. «Hace tanta soledad, que las palabras se suicidan», dijo una vez Alejandra Pizarnik. Por ello, muchos aficionados han optado por reducir este género a una mera expresión de la interioridad. El origen de esta concepción, sin embargo, es anterior a la existencia de los autores mencionados. Ya Platón había condenado a la poesía al dictaminar que su proceso creativo se jactaba de un estado de éxtasis y delirio, y que estimulaba fuerzas perniciosas al apelar a la esfera de los instintos y las pasiones. Sin duda alguna, la poesía, la buena poesía, me refiero, de alguna manera nos interpela. Nos interpela por abordar conflictos personales, por denunciar injusticias sociales o por revelarnos verdades trascendentales que nos introducen en un proceso sempiterno de introspección. Pero este proceso, lejos de movilizar fuerzas perniciosas, ocurre por vías elevadas intelectual y psicológicamente.

Para los románticos franceses, el poeta es el vate, el que vaticina, quien conoce los misterios de la naturaleza y puede profetizar. Y este acto surge del overflow o desmesura, del desborde de las pasiones y de la imaginación, en que el poeta se implica de forma íntegra a través de su emoción y, así, nos proporciona las vías de acceso a la verdad.

Por su parte, el libro, como producto y materia prima del hacer literario tanto creativo como receptivo, nos ofrece refugio y nos promete un instante en universos que —posibles o imposibles— son utópicos; paraísos añorados ante un presente que nos oprime y agobia. Y, a la vez que emprendemos esta traición a la realidad, el engaño con la ficción nos permite comprometernos aún más con el presente que nos atañe. El acto evasivo de la lectura nos habilita para permanecer despiertos, más conectados con la existencia y en rebeldía con la alienación general en que nos inserta el mundo del siglo XXI, con su filosofía light y su cultura new age. El lector se hace consciente de la naturaleza humana, de la existencia de su propio espíritu, en el juego laberíntico de seducción al que lo invita el poeta con su mundo paradisíaco. La ficción —con todos sus motivos— nos implica con la realidad y nos la explica.

Ahora bien, ¿cómo funciona este mecanismo? Cualquier aficionado al cine o la lectura ha experimentado la sensación de vivir en sueños la trama de alguna película u obra literaria. Lo mismo ocurre con nuestros pensamientos de la vigilia. La popular expresión idiomática «lo que crees, creas», actualmente distorsionada de su sentido original y alineada con una concepción mágica, cultiva en sus entrañas, en realidad, un argumento construido sobre la base de la neurociencia.

Nuestra mente es relativamente permeable a los estímulos externos. Nuestros recuerdos, nuestras creencias, van gradualmente atravesando modificaciones y tiñéndose no solo de nuestra interpretación sobre esos recuerdos, sino también de nuestra interacción con el mundo y de la información que consumimos. Esta es la manera de operar de nuestro cerebro, particularmente del hipocampo. Es así, que algunos terminan, incluso, creyéndose sus propias mentiras. De la misma manera, independientemente del carácter verídico o falso de la «realidad prevalente», las ficciones que leemos se integran a nuestro bagaje conceptual y tiñen nuestra experiencia con sus significados.

Nuestras creencias son el filtro a través del cual interpretamos la realidad y nuestra experiencia en el mundo. Por eso es importante ser cuidadosos y sensatos al momento de seleccionar el contenido que queremos consumir para mantenernos lúcidos y conscientes. La lectura de lírica, en lugar de estimularnos a reproducir actos desmedidos y corruptores, nos permite no solo desarrollar habilidades cognitivas para aprehender cualquier temática y leer entre líneas lo que nos administran los medios de comunicación masiva, sino también para lograr una comprensión holística a nivel social y personal de nuestros motores y obstáculos, de nuestros límites, conflictos, deseos y añoranzas. Leer poesía es despertar del estado de hipnosis en el que vivimos y escapar del magnetismo de las lógicas del entretenimiento actual.