En medio de esta pandemia, la mayoría de los medios de comunicación, dominados por conocidos intereses de poder político y financiero, encomian el trabajo abnegado y agotador de los ministros, sobre todo el de la cartera de Salud, incluyendo al mitómano recién defenestrado. Al respecto, se han vertido lágrimas en noticieros y matinales, un célebre entrevistador cultural no escatimó adjetivos, a tanto la frase - hay que decirlo - en ese periódico que llaman Decano, cuya tinta, derramada e impresa a lo largo de una centuria y media, lleva buena dosis de sangre en su caligrafía trazada con amarga mezquindad y trazos falaces.

El sacrificio ministerial, aunque bien remunerado, con automóvil de seis metros a la puerta, secretaria, guardaespaldas y asistentes por doquier, parece no ser comparable con el de cientos y aun miles de funcionarios de la salud y de otros servicios (ni hablar de millones de asalariados), que dejan el pellejo, la propia salud incluida, el forzoso abandono de sus familias -la vida, si fuere necesario-, laborando en misérrima precariedad.

Es otro reflejo, claro, de nuestra estratificada sociedad, donde el asombro, la admiración y el virtual embobamiento se dirigen hacia el vértice de la pirámide, con un sentido y voluntad borreguil, al borde de las preces. Faltan solo el galvano y la medalla, porque los florilegios ya se alzan, tejidos de palabras, bordados de adjetivos, hasta que las agujas rematan, en punto cruz, la palabra «gracias».

Cuentan que al promediar la década del 60, siglo XX alborotado y disoluto, el poeta, el enorme poeta Pablo de Rokha, habitaba en una parcela de La Reina. Poseía el único aparato telefónico en veinte cuadras a la redonda. Lo mantenía en una pequeña, mesa, cerca de la puerta de entrada, con una guía telefónica, un lápiz de mina y una libreta de apuntes. Colgaba un trizo de cartulina con grandes letras negras que advertía: «Compañero poblador, hable corto, por favor. No abuse y cuelgue bien el fono». Como escribió Gabriela Mistral, Pablo cumplía el hábito remoto:

La puerta que el indio quechua nunca cerraba...

Los vecinos de una «población callampa» aledaña (hoy se llaman «campamentos periféricos»), podían cruzar el umbral de Pablo y utilizar el preciado y exclusivo aparato negro, y anotar, si estaban alfabetizados, los encargos oficiosos y los recados perentorios. Todo gratis, por cierto, pues «entre pobres no hay cornadas».

Dicen que una neblinosa noche de invierno, domingo fue -serían las 11 pasadas- arribaron a la casa del poeta dos mujeres, sosteniendo a una adolescente, pálida como cirio de San Rosendo. Venían de la cercana posta -rural entonces-, pues aquella niña sufría un agudo ataque de apendicitis (cólico miserere) y los funcionarios y paramédicos aconsejaron llevarla, de urgencia, al hospital Barros Luco, distante unos diez kilómetros... Pero no disponían de ambulancia y, a esa hora, tampoco podían solicitarla.

El poeta consultó la guía, anotó nombre y número, discando el ruidoso aparato. Las tres mujeres (siempre ellas son inmejorables testigos) escucharon lo que narrarían más tarde:

— Aló,... aló... Señor ministro, le habla el poeta Pablo de Rokha... Sí, sé la hora que es, pero se trata de un caso de vida o muerte... Así será, ministro, pero usted es, si no me equivoco, un servidor público y le pagan para eso, para que sirva y cumpla su misión... ¿Qué pretendo? Que llame ahora mismo al hospital y mande una ambulancia de inmediato a mi casa... Bueno pues, escriba la dirección y proceda...

La muchacha fue intervenida a tiempo, al borde de la peritonitis. Que yo sepa, a Pablo Tronante ningún periódico de la época - ni menos el Decano- le publicó ningún agradecimiento laudatorio cantado al señor ministro... Ni sabemos hoy, ni siquiera interesa, cómo se llamaba aquel funcionario grado dos en la escala de planta de los empleados públicos.

Ahora bien, yo no me atrevería a telefonear a un ministro en la medianoche del domingo.

Bueno, tampoco soy Pablo de Rokha, aunque sé de un poeta menor que tiene línea directa con el ministro de salubridad y tal vez con personajes y cortesanos del mismísimo palacio de La Moneda.

¡Ya no nos va quedando salud, ciudadanos!