Cuando miro con cuidado
veo florecer la nazuna
junto al seto.

(Matsuo Basho, 1644 -1694)

Éste es uno de los haiku más célebres de la historia de la literatura... Un terceto -que en japonés se compone de 5/7/5 moras, análogas a nuestras sílabas- y que expresa brevemente un contacto del poeta con la naturaleza... «¡Pero esto lo podía haber escrito un niño!», es lo primero que pensamos cuando no tenemos experiencia suficiente en materia de haiku.

Y es cierto.

Y no sólo es cierto: es indispensable que lo escriba un niño. Y en eso reside la dificultad inherente a la interpretación y escritura de un haiku: es necesario recuperar la sencillez psicológica de la mente de un niño, trabajando a pesar de los hábitos adquiridos como adulto en una sociedad y constreñido por una estructura cultural determinada (básicamente, expansionista, basada en una idea omnipresente de poder, control, éxito, etc.)... y si es posible, olvidando esos hábitos para que podamos aplicar esa sencillez en otras aspectos de la vida y no sólo contando sílabas para cumplir los ásperos requisitos del haiku. No se trata de la simplicidad, sino de la sencillez intelectual y afectiva de un niño reencontrada tras haberla perdido en la tormenta llena de sinsentidos de la vida adulta.

El arte -en cualquiera de sus formas- no es el regreso de un adulto que viene del conocimiento, sino el viaje de ida a la sorpresa... El arte es sorpresa, es deslumbramiento, es descubrimiento no del mundo, sino sorpresa por nuestra capacidad de crear un mundo nuevo a través del arte y de verlo a través del arte.

Solemos expresar «Fulano está de vuelta...» El que regresa ya no tiene posibilidad de la sorpresa, porque se re/vuelve y se resuelve en lo conocido... mientras que en el alléz, alléz! francés, como un «¡vamos, vamos!», como una invitación a ir, y a no volver, termina derivando en nuestra palabra «alegría»: el que vuelve, en cambio, ha perdido la alegría, el que va la descubre... Bueno: el haiku es un ir hacia las cosas, es una invitación a la sencilla alegría de un niño que descubre por primera vez el vuelo saltarín de una mariposa... así sea que ese niño -físicamente- tenga 80 años. No se puede volver del arte cuando se hace o se aprecia arte.

El haiku y sus formas afines, son una invitación a pasear... por fuera o por dentro de uno mismo, eso es lo de menos... es más: es una invitación a un paseo permanente. Un ir sin rumbo fijo. Un ir. Unir. Ser uno, como lo fuimos en la sorpresa infantil ante lo sorprendido. El niño que se sorprende no lo hace escindido de lo real sino que, en el juego, vive la unidad.

Un pasear de la mano con la palabra. Di/vertirnos con ella: abrirnos en dos para vertir lo mejor de nosotros... Entender que si charlamos con las personas a través de palabras, podemos charlar con las palabras a través de un haiku...

El haiku, como cualquier forma del arte, busca tornar sagrado al mundo. Tal su único objetivo. Es bien sabido que la tradición oriental ha evolucionado a formas artísticas de una delicadeza diferente a la occidental. Ni mejor ni peor: diferente. Solemos tender a creer -en forma inconsciente- que porque transcurre lejos, es una forma de vida mejor que la más cercana con la que nos toca convivir. Y esto es lógico: nuestras experiencias de vida -llena de sinsabores y problemas- transcurren donde estamos nosotros y es a nosotros a quienes duele el estar donde están los problemas y los sinsabores... en cambio, Oriente, al estar lejos -allí donde nosotros no estamos- se nos ocurre siempre mejor de alguna manera.

Una de las primeras cosas que debemos entender en arte es que éste trata siempre de rescatar lo humano del ser humano. Las artes tratan de recordarnos lo que alguna vez fuimos antes de que la razón, el yo y el conocimiento nos dejaran rígidos, esquemáticos, esqueléticos, predecibles.

Nuestro primer lenguaje era poético...

Una de las principales formas en las que hemos perdido mucho del contacto con lo humano de lo humano, es el criterio de conocimiento que ha manejado siempre Occidente.

Pero conocer no es saber... y queremos hacer aquí una distinción desde esta postura: conocer se conoce desde una forma de pensar, desde una estructura mental, desde un condicionamiento cultural y social. Saber, en cambio, es el fruto de una intuición, de algo que nos acontece antes de la percepción o, para mejor decir, sin que la percepción sensorial -condicionada por milenios de estructuras de pensar y sentir- aparezca de alguna forma: de repente, sin previo aviso, sin la participación de la voluntad ya nos hemos enterado de algo: el conocimiento es una cosa... El saber, no... y nuestra tradición occidental nos ha entrenado -y se ha entrenado a sí misma- a manipular y mercar con cosas.

Y es a consecuencia de este entrenamiento que nos resulta difícil deshacernos de un mundo concebido como espacio hueco, lleno de cosas... una de las cuales somos nosotros. Somos cosas para nosotros: cosas entre cosas, y como un montón de cosas tratamos al mundo y nos tratamos entre nosotros. Y las cosas tienen una gran ventaja práctica: pueden ser separadas, consumidas, atrapadas, discriminadas, eliminadas, contadas.

Esto es lo que llamamos «el mundo digital» allí donde no hay nada entre las cosas.

¿Dónde reside la dificultad de hablar de algo sin cosificarlo? En que las palabras mismas son digitales, son cosas y deben ser usadas evitando que cosifiquen aquello que nombran. Y para eso existe lo poético en el lenguaje: para que la visión digital del mundo ceda espacio a una concepción analógica del mismo. ¿Cuál es el problema principal que nos trae la cosificación? La pérdida de información respecto del Todo... esto es: la totalidad de lo existente no está -no puede estar- representado en cosas separadas entre sí. Hay «cosas» entre las cosas que no responden a los sentidos físicos y que, por lo tanto, no se pueden conocer, pero sí intuir.

Si yo digo: «Una mariposa es una oruga soñando ser flor»... ¿Tenemos cosas que sean independientes unas de otras? Hablamos de una mariposa, de un gusano y de una flor, pero ¿son tres cosas? La mariposa es un gusano y viceversa: oscilan entre ambos y ambos, a su vez, oscilan entre «lo que son» y «lo que no son»: la flor. Nada es nada, todo es otra cosa. Hemos logrado que las palabras y su «digitalidad» no transformen en cosas a aquellas «cosas» a las que se refieren. Hemos logrado que, permaneciendo como oruga, mariposa y flor, no sean ellos mismos sino que oscilen, que vibren, que queden indeterminados en su naturaleza... un principio de incertidumbre sin necesidad de gatos. Lo que hemos logrado, en definitiva, es acceder al mundo analógico, donde reina el silencio... Por eso es que un buen poema nos deja sin palabras: porque nos deja abandonados en lo analógico, y en lo analógico, la palabra cumple una función diferente a la del discurso digital... por empezar, la palabra analógica no tiene límites de silencio físico: en la escala analógica, donde no hay solución de continuidad y donde lo continuo no tiene solución porque lo es todo y no constituye un problema, el silencio significa más que la palabra. Del silencio surge toda palabra y al silencio vuelve toda palabra. Mientras en lo digital el silencio es negación, en lo analógico, el silencio siempre afirma.

El cultivo del silencio en poesía, aquellas palabras que no se dicen y que, como fantasmas, rodean a las palabras dichas, es parte fundamental del arte de escribir, ya que la literatura es respirar en la atmósfera del silencio y cada palabra dicha es una vibración del silencio que debe ser significativa... si no es así, se traiciona al silencio. Dijo Debussy: «La música no está en las notas, está entre las notas...», allí donde no está el sonido, allí donde el silencio da el sentido al conjunto... creemos percibir en las notas, como si las notas fueran las cosas que tienen música, cuando, en verdad, la música está entre las notas, allí donde no hay «cosas».

En el mundo analógico, la palabra tampoco tiene un límite lógico, es decir: la palabra perro en un texto de veterinaria no se extiende a un conejo: ningún veterinario recetaría los mismos remedios para un perro que para un conejo. Si se piensa -científica y digitalmente hablando- en que el conejo puede ser alimento para el perro se estará tratando de cambiar en algo la digitalización del discurso original para acercarse a un simulacro de mensaje analógico, como lo es el pensamiento ecológico. La ciencia se ha dado cuenta que el mundo se resuelve a sí mismo prescindiendo del Hombre y que el Hombre no puede aspirar a conocerlo el todo. Sólo puede intuirlo. Es como un pájaro que canta escondido en el follaje de un árbol: no llegamos a verlo pero nos anoticiamos de que el pájaro no termina en el color de su plumaje, sino que también se continúa en una red de interrelaciones: su canción, su pareja, su nido, sus huevos, sus crías, su comida, sus predadores... De eso nos anoticia la poesía: de que el mundo no se termina en las cosas tal como las vemos, o las oímos o nos las cuentan. En la falta de límites está la gracia y la elegancia del mundo, y no en el abismo sin fondo de lo digital... y esto es sencillamente así, porque así es el mundo, aunque no lo veamos así. Aprender a ver es, entonces, la cuestión... porque suelen ser los ojos la primera barrera que tenemos que vencer para ver.

El Universo analógico de la poesía es polimorfo, polisémico... La poesía está en todas partes al mismo tiempo; lo sabe todo y en su naturaleza, lo puede todo. La poesía nos descubre el poder omnímodo de lo sagrado.

Para despedirnos, un viejo haiku de una dama japonesa:

Vienen los niños,
me sacan de la cama.
Y los años se van...

(Hawai Chigetsu, 1632-1718)