La santa ciega, la esposa huida, la oveja descarriada convertida en hijo pródigo, la muerta en la cuneta y otras pasiones de confesionario.

1. Huacales con fruta

Como es costumbre en San Miguel de Allende, me desperté con un terremoto en la boca. Corrí las cortinas y vi el destello del despuntar de la mañana sobre el cerro, casi calvo por la erosión. Hombres y mujeres con niños recorrían a paso pesado y pausado la silueta del monte. Traían veladoras e imágenes a cuestas, formando una procesión silenciosa que abría camino a las primeras luces del día. Entonces me di cuenta: era sábado.

Además de prepararse para las festividades religiosas pertinentes del día siguiente —la misa, el incienso, el pasaje del via crucis durante la homilía, las palmitas enredadas en las puertas de las casas—, la gente le tenía especial devoción a una santa ciega, que se festejaba el día anterior al domingo de ramos. Llegaban en oleadas ordenadas a inundar las calles principales, todos caminando entre murmullos y rezos discretos para aquella que les concedía el don de la vista sutil. Le encomendaban a sus niños enfermos, las cosechas tardías o secas, favores de inmigración y confesaban sus penas invisibles.

La tradición marcaba que algún miembro de la familia llevase los ojos vendados, en honor al martirio que le había conseguido un lugar en los altares. Había quien aseguraba que ella era la santa de las causas perdidas. Tenía un nicho importante en el oratorio del pueblo, que se revestía de flores blancas y milagritos dorados durante todo el día. La gente le llevaba ofrendas para que intercediera por ellos ante el Todopoderoso: huacales con aguacate y otras frutas de campo, gallinas (muertas o vivas, es igual), cerveza y aguardiente. Había quien contrataba mariachis para adorarla con oraciones entretejidas de corridos. Desde el nicho del oratorio, la santa se quedaba en silencio, con dos agujeros en donde deberían ir los ojos y, en la mano, una charolita con la seña del suplicio que le había otorgado la santidad.

A lo largo del día, el párroco bendecía imágenes de la santa y dirigía jornadas para rezar el rosario. Las mujeres mayores cantaban las canciones de antaño y pedían por las almas en el purgatorio. Los padres de familia se encargaban de cargar las ofrendas. Los hijos mirábamos. Desde el accidente, mi padre le tenía una devoción profunda a la santa. Llevaba un escapulario con su imagen colgado al cuello. Para agradecerle, para no volver a perder el camino nunca. Asistir a la iglesia era, por tanto, innegociable. A las cinco de la mañana, la camioneta estaba cargada con flores y ramos tejidos. Antes de que llamara a la puerta de mi cuarto, vi cómo una nube espesa cubría el cielo. De pronto, olió a incienso.

2. M’hija, las paredes tienen ojos

Llegamos al templo a las siete en punto. Sobre las puertas, ondeaban dos pedazos de tela que decían luz, fe y confianza. El sacerdote esperaba en el atrio a los peregrinos con las manos entrelazadas sobre el pecho. Detrás de sí, un acólito sostenía una cruz de metal larga, bien larga, a manera de bastón. La santa sí escucha a la gente, me dijo alguna vez, mientras mi padre cumplía con su servicio de sacristán. Escuchó a tu padre. Ahora tiene que pagarle a la comunidad por el daño, me repetía constantemente. No hay de otra. Entonces barría la nave principal del templo, ordenaba la sacristía y se encargaba de cuidar el nicho de la santa.

Más de una vez lo encontré arrodillado frente a la figura, sin atreverse a mirarla directamente, aferrándose con fervor al escapulario. Protégeme, protégenos, protégeme, protégenos. Luego juntaba las manos sobre el rostro y susurraba cosas que nunca entendí. Decía que la santa le hablaba a él, sólo a él, y que por eso tenía que ir a visitarla cada semana. Para atenderla, según. Un poco antes de las doce del día dejaba el lugar para que otras personas pudieran adorarla. A esa hora, la misa está llena. Yo lo esperaba en la banca afuera de la capilla, viendo a la gente hacer fila para confesarse. Tristes, solos, acongojados. Luego llegaba mi padre, y me decía viendo hacia el altar principal, m’hija, las paredes tienen ojos.

Estacionamos la camioneta a unas calles del oratorio. Dos de mis tíos le ayudaron a bajar las flores y tambos de aguardiente que había traído en ofrecimiento para la comunidad. Guadalupe, el mayor, traía a sus hijos —flaquitos, flaquitos— para bajar las cosas. Ya tenían edad para esas cosas. Échelos p’acá, don Lupe, antes de que llegue más gente. Ya ve que luego no dejan pasar (el sacerdote era también maestro de ceremonias). Mi padre seguía a su hermano como burro de carga. Como era el más corpulento, se encargaba de los tambos de aguardiente y dejaba que los demás llevaran las flores. Acomodaban las ofrendas frente al nicho y regresaban por más, más, más.

3. Tambos de aguardiente

Rosario siempre se sentaba hasta atrás, en la última banca del oratorio. La vi al entrar. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba ahí. Tal vez estaba muy concentrada en la novena que traía agarrada con fuerza, como si fuera a caérsele, o memorizando las oraciones de ediciones pasadas de los misales locales. Miraba al techo como si en él fuese a encontrar las respuestas a sus súplicas. Mientras los demás terminaban de descargar la camioneta, me senté en el otro extremo de la banca. Uno tras otro, los tambos de aguardiente se apilaban a lo largo de los pasillos laterales del templo. Tenían que bastar para las hordas de gente que abarrotaban la iglesia durante la misa principal. Todos venían de lejos. Todos traían asuntos que olvidar.

Cubierta con un reboso hasta la cabeza, Rosario se balanceaba despacito de adelante hacia atrás, repitiendo sus plegarias en voz baja. Desde hacía años que la gente la veía pasearse por el atrio de la iglesia a las altas horas de la noche, contando la historia de cómo la santa había mandado llamar a su hermana una noche de abril. Se le apareció bien entrada la madrugada, decía, mientras iba en el carro con un vicioso de otro pueblo. Luego gritaba fuerte. El párroco salía a verla, y muchas veces la encontraba tirada en el suelo con el rostro cubierto de lágrimas. En una de sus aventuras, ese hijo de la chingada se llevó a mi hermana.

A Rosario le temblaba uno de los párpados desde entonces. No dormía mucho. Cuando lograba conciliar el sueño, la misa ya estaba bien avanzada y la gente no quería acercarse a despertarla. Al cabo de unas horas, los acólitos se la llevaban al zócalo para que se fuera a su casa. En el camino de regreso, la gente la escuchaba maldecir contra los santos de la iglesia. No fueron pocas las veces que, a la mañana siguiente, encontraban cabezas de gallos atoradas entre las rejas del atrio. Quizá a ella también le vendría bien un vasito de aguardiente, pa’ lo que se ofrezca.

4. Daños a las vías públicas

Mi madre se fue para Estados Unidos cuando yo tenía seis años. Nos prometió que, llegando al otro lado, nos llamaría para mandarnos dinero. Aquí nunca encontró trabajo, y en ese entonces, mi padre estaba muy ocupado con sus asuntos en la cantina. En lugar de llevarme con ella, me pidió que cuidara de él. Año y medio después de que se fue, mi padre se resignó a que no volveríamos a saber de ella nunca. Con esa convicción, dejé de verlo llegar a las ocho de la noche todos los días. Había veces que lo encontraba tirado afuera de la casa, con golpes en el rostro.

En ese entonces, la única devoción de mi padre era mi mamá perdida. Le lloraba por las noches y la maldecía durante el día: por haberse ido, por habernos abandonado, por dejarlo solo. Más de una vez preferí quedarme en casa de mi abuela para no ver a las mujeres que traía a la casa. Las de la escuela rural, las del campo, las ratitas de iglesia que no fueron monjas porque ya no cabían en los claustros: todas sabían en dónde vivíamos —todas habían estado en la casa alguna vez, estoy segura. El vacío que dejó mi madre lo consumió muy pronto. Decidió llenarlo con alcohol y con los otros vicios que el pueblo reprochaba en el templo, pero que alimentaba cuando las familias apagaban la luz. A pesar de todo, nunca le dije nada.

La noche del accidente dejé de verlo una semana. Supe que se había volteado con la camioneta que tenía entonces en la carretera a Querétaro, por un animal que se le atravesó en la autopista. Mi abuela no quería que lo visitara. Está muy grave, m’hijita. No lo vas a reconocer. Dale chance para que se recupere y pueda verte. Varios días después de internado en el hospital, cuando finalmente pude entrar al cuarto donde lo tenían acostado, me dijo que la santa se le había aparecido envuelta en lenguas de fuego para evitar que el coche se desbarrancara. Le debemos mi vida, m’hija, me repetía con los ojos hinchados. Ahora le tengo que pagar el favor. A partir de ese momento, aprendí lo que es el verdadero culto a un santo.

Supe después que los únicos daños a la vía pública habían sido un raspón al barandal de metal que acompaña las faldas del cerro. En el periódico dijeron que, al lado del carro volteado, horas después los federales encontraron el cuerpo de una mujer detrás de un matorral, atorado entre las espinas de un arbusto. No lograron identificarla, y se la llevaron a la capital del estado para enterrarla en una fosa común. Días después, Rosario entró al oratorio con una urna abrazada al pecho. El Viernes Santo, el párroco dedicó las intenciones de la misa a las almas del purgatorio. Rosario se acercó a recibir la comunión durante la celebración. En lugar de tomarla en la boca, pidió que le dieran la hostia en la mano y salió corriendo. Esa madrugada, por primera vez, el atrio se llenó de sangre de gallos negros. Nadie la volvió a ver cerca de un confesionario.