Juan: Estoy un poco decepcionado.

Enrique: ¿Por qué?

Juan: Quizá la palabra exacta no es, precisamente, «decepcionado», sino… cansado, un poco dolido en mis esperanzas. Digamos, mejor aún: golpeado, y todavía no salgo de mi asombro, o del shock del golpe. Pero en verdad: ¡no pierdo las esperanzas! Al contrario: con todo esto se me fortalecen. Quizá se fortalecen más que nunca, porque veo la necesidad imperiosa de un cambio.

Enrique: A ver… veamos en detalle. ¿De qué se trata?

Juan: Es que a veces reflexiono sobre estas cosas que nos interesan, sobre el mundo, la humanidad, sobre cómo cambiar las cosas, sobre nuestro destino…, y la verdad es que me asusto un poco.

Enrique: ¿Solo un poco? Yo pienso en esas cosas y me espanto. Pero ¿qué le podemos hacer? Las cosas no son exactamente como uno querría que fueran. ¡Por supuesto que asustan! De todos modos, creo que sentarse a pensar en todo esto, más allá del ¿dolor? del golpe, es necesario. ¡Imprescindible!, agregaría.

Juan: Bueno, sí… Estamos en lo mismo. Yo, de ningún modo bajo los brazos, ni me paso al bando contrario. Además, aunque suene a chiste hipócrita, seguro que del otro bando no me quieren. Si me quisiera vender, creo que no me comprarían, y ni tan siquiera me alquilarían. Ya estamos demasiado convencidos de hacia dónde ir. ¡Soy comunista y sigo trabajando con todas mis fuerzas por la revolución!

Enrique: Eso es bueno, porque significa algo. Significa, creo yo, que no nos quebramos, que no nos han derrotado. Seguimos pensando críticamente, aunque encontremos mil cuestionamientos que hacernos. ¡No nos vendimos!, y eso es lo más importante.

Juan: Estoy de acuerdo. Seguimos en la lucha.

Enrique: ¿Nunca se te ocurrió desfallecer, venderte?

Juan: No, realmente no. En todo caso, a veces me agobia encontrarme con tantas cosas complicadas. Cosas que, se me ocurre, se nos escapan, son infinitamente más complejas de lo que creíamos en un esquema simplificado. Pero así es el mundo: tremendamente complejo.

Enrique: Yo tengo la misma sensación. Pero también me pasa que, justamente por esa complejidad, me dan más ganas de encontrar la punta de la madeja.

Juan: Pero… ¡qué madeja tan complicada, enredada, enmarañada!, ¿no? Bueno…, así son las cosas. ¿Quién dijo que esto sería fácil?

Enrique: Tiempo atrás, en nuestros años juveniles, lo veíamos más fácil. Yo no sé si porque éramos jóvenes y sentíamos que nos íbamos a devorar el mundo, porque nos faltaba madurez en las reflexiones, o porque realmente el mundo ha cambiado tanto en estos últimos años.

Juan: Me arriesgaría a decir que una combinación de todo eso.

Enrique: Sí, sin dudas: una combinación. Y como toda combinación, compleja. Los elementos están todos entrelazados. ¿Por dónde empezar para arreglarlos?

Juan: ¿Tendrán arreglo?

Enrique: Medio pesimista, ¿no?

Juan: Bueno, no desfallezcamos. Por supuesto, ¡tiene que tener arreglo! Si no, ¿para qué seguir viviendo? Quiero decir: nuestra vida, tanto la tuya como la mía, quienes abrazamos este pensamiento, esta ética, desde largos años atrás, no podemos ver la vida de otra manera. Si algo vinimos a hacer en este mundo, donde aparecimos sin haber pedido nacer, si algo podemos hacer y dejar para cuando nos vayamos, es una semillita para hacerlo algo mejor.

Enrique: ¡Por supuesto! Comparto, mi amigazo. ¡Claro que comparto! Pero a veces entran los cuestionamientos. ¿Será posible cambiar lo humano?

Juan: Claro, tenés razón, y creo que ambos estamos de acuerdo en eso: no nos quebramos, seguimos pensando en un cambio, en una mejora, pero entran dudas. Dudas razonables, claro. Pero dudas al fin.

Enrique: A veces veo que los mismos comportamientos, exactamente los mismos comportamientos que criticamos en ese campo amplio y difuso que llamamos derecha, lo mismo encontramos también en la izquierda.

Juan: Yo llegué a la conclusión que no puede ser de otro modo. Los seres humanos, todos por igual, varones y mujeres, ricos y pobres, heterosexuales y homosexuales, no importa la etnia, el color, la religión ni cualquier etcétera que queramos ponerle, todos somos originalmente iguales. Si nuestra madre, o quien nos cría -y esto parece que es universal- nos dice que somos «la cosita más linda del mundo», la suerte ya está echada. Nos los creemos, y eso nos pone en guardia contra cualquiera, contra todos. Porque, sin dudas, es hermoso creerse «la cosita más linda del mundo». Así es nuestra dinámica humana.

Enrique: Así parece, ¿verdad? Eso echa por la borda esta tonta pregunta si somos violentos por naturaleza, si hay algún instinto de poder, algo que justifique genéticamente la superioridad. Está en la forma en que nos hacemos humanos. Eso viene desde el vientre materno. O antes incluso, desde que deciden procrearnos.

Juan: Así es, mi amigo. No elegimos nada.

Enrique: Ni nuestro nacimiento ni nuestra muerte. Ni la forma en que somos: buena gente o mala gente, o el epíteto que se te ocurra poner para designarnos.

Juan: Exacto. Esa es la cuestión. No se trata de «buenos» o «malos». En la izquierda, es cierto, encontramos las mismas conductas, los mismos vicios, ¿las mismas «desviaciones» habrá que decir usando una vieja terminología?, que en la derecha. ¿Por qué el trabajador no tiene conciencia de ser explotado? O mejor dicho aún: ¿por qué ese trabajador explotado, explotado hasta el límite, quiere ser igual que su amo que lo explota? Porque esa idea de «ser lo mejor del mundo» nos caló.

Enrique: Claro que eso hay que complementarlo con los mecanismos de sujeción ideológica. Si es cierto que el esclavo piensa con la cabeza del amo, ¡y por supuesto es absolutamente cierto! Si eso es así, es porque hay una poderosa, poderosísima intención de la clase dominante en lograr que eso sea así, que siga siendo así per saecula saeculorum, que no cambie. Y para eso necesita manipular hasta el límite al esclavo.

Juan: Exacto. Como decíamos recién: es una combinación de cosas, de múltiples elementos. Pero no caben dudas que la visión romántica de lo humano parece que no nos sirve. No somos «buenos por naturaleza y la sociedad nos corrompe», como dijo alguna vez Rousseau.

Enrique: ¡Cierto! En realidad, por naturaleza no somos nada. Solo un pedacito de carne con forma humana que tiene que humanizarse, que tiene que entrar en la órbita humana. «Solo no eres nadie; es preciso que otro te nombre», decía Bertolt Brecht. Inteligente el muchacho, y eso que no era psicoanalista. Entendió la situación al dedillo. Por naturaleza no somos nada. Cualquiera, también Lenin, Engels o Mao podrían ser unos cerdos explotadores, dadas las circunstancias. No son cuestiones de decisión personal, de buena voluntad.

Juan: El problema es que nos dicen que «somos la cosita más linda del mundo» de entrada, y nos lo terminamos creyendo. Drama sin salida de lo humano, ¿verdad?

Enrique: Bueno, sí… Más que sin salida, yo diría drama constitutivo, que nos confronta siempre, inexorablemente, mostrándonos el conflicto. Nos hacemos humanos sobre la base de esa situación conflictiva: somos «lo más lindo del mundo», y los otros no. Como nos lo terminamos creyendo, ahí arranca el drama.

Juan: Exacto. Y esa tensión originaria, ese conflicto primario en que nos mete nuestra madrecita querida, sin saber lo que está construyendo, es la matriz de las interminables desventuras que vendrán después.

Enrique: Por eso siempre estamos en tensión con el otro.

Juan: Peleándonos.

Enrique: Sí, eso es así. ¿Será la propiedad privada lo que nos lleva a esa violencia interminable? Tengo mis dudas.