A una altura de 6.000 metros, el bombardero japonés Betty llega al frente de la batalla en Okinawa. Éste forma parte de un grupo similar de nueve bombarderos, que al mediodía del día 12 de abril de 1945, atacaron a la fuerza de tarea norteamericana.

Por el conducto de comunicación que conecta al bimotor con el avión cohete tripulado se escucha: «¡Blancos a la vista!». El teniente Saburo Dohi se despierta en la pequeña cabina hermética, lleva atada a su cabeza una cinta blanca, la hachimaki” con el dibujo del sol naciente. Él había pedido que lo dejaran dormir una siesta, esa fue su última petición como Jinrai Butai, que significa Dioses de Truenos. Aunque en realidad era la élite de los pilotos suicidas que recibían el trato especial de semidioses.

La misión había comenzado en la base aérea de Kanoya, al sur de Kyushu, la última isla del archipiélago imperial, y a menos de 400 kilómetros se encontraba Okinawa. El escuadrón 721 poseía varios Mitsubishi G4M Rikko (llamados Betty por los norteamericanos), algunos venían modificados en su bahía de bombas para llevar un avión cohete de escasos seis metros, hecho de madera, con doble timón de cola y tres potentes propulsores que alcanzaban una velocidad final de 700 a 950 km por hora, en un recorrido de 36 kilómetros. Este modelo era el Yokosuka MXY7 Ohka (Flor de Cerezo), tipo 11. Los aliados las llamaban despectivamente por el término japonés Baka, cuya traducción es tonto o loco, porque para ellos sacrificar la vida en una acción suicida era inútil. Pero según el código samurái esta acción era algo muy honorable y a aquellos que lo hacían sin temor se les llamaba los Jinrai Butai.

El aeródromo de Kanoya había sido atacado varias veces y el poco personal que quedaba se había ubicado en una vieja escuela con las ventanas rotas y el techo destruido. Los hombres dormían en el piso de madera (si el frió de la noche se lo permitía), a pesar de tan deplorable escena, la vista se hacía agradable gracias a la presencia de varios árboles de cerezos que cuando florecían regalaban a la vista el esplendor de sus cinco pétalos.

El teniente Dohi era uno de los pilotos más considerados, pues siempre estaba pendiente de sus mecánicos e incluso organizó un equipo para mejorar las condiciones de la base y la de sus hombres. Un día junto a otros hombres se dedicó a limpiar el piso, el propio comandante Tadashi Nakajima lo felicitó, por lo que Saburo lo único que dijo era que había que hacerlo.

Desde Okinawa llegaban las noticias del avance americano. En la mañana del 12 de abril se organizó un ataque especial donde él participaría. Después del desayuno, el teniente Dohi se acercó al comandante para decirle: «Hoy debían llegar seis camas adicionales y 15 mantas, por favor pudiese asegurarse de que lleguen».

El personal de tierra lo ayudó a subirse a la cabina, pero antes se hizo un pequeño ceremonial con sake y la investidura del hachimaki. Una vez dentro del pequeño avión, color gris claro, uno de los mecánicos colocó la cantimplora de agua y un poco de alga seca para el viaje final que terminaría con la detonación de 1.200 kilogramos de explosivos. Una flor de cerezo venía pintada en el morro de la Ohka junto al numeral. Las amarras subieron a la aeronave y a su «Dios Trueno» al vientre del Rikko, que le serviría de portador hasta llegar a menos de treinta kilómetros de su blanco.

La operación Kikusui II, como se denominó a esta misión, constaba de ocho Bettys más con sus respectivas Ohkas, 80 kamikazes tradicionales y 100 aviones escoltas que se aproximarían a la flota enemiga desde varios flancos para mayor efectividad. Después de una hora de viaje, vieron a lo lejos y con cierto temor a los cazas norteamericanos, pero afortunadamente su grupo de nueve y un escolta de Zeros, que tenían las puntas de las alas en blanco, no fue atacado. A 40 kilómetros de Okinawa se veían los buques de la marina estadounidense. El capitán del bimotor le avisó a Saburo, inmediatamente soltó el seguro y el bombardero sintió la libertad de dos toneladas menos de arrastre. La Ohka descendió planeando 3.000 metros antes que el teniente Dohi encendiera sus cohetes. El impulso lo aceleraría de 450 a más de 800 km/h, y esto lo hizo justo al tener a la vista su objetivo como a cinco kilómetros. Al encender los cohetes se pierde un poco el control, pero se retoma rápidamente.

Cercano a la bahía de Okinawa se encontraba el destructor Mannert L. Abele, sus letras de identificación DD733 destacaban en la proa. A lo lejos vieron como se acercaban por estribor un grupo de aviones de ataque japoneses entre ellos tres voluminosos Bettys, sus baterías antiaéreas comenzaron a tronar incesantemente. Nada pudieron hacer contra la Ohka de Saburo que a una velocidad final de casi 900 km/h fue directo hacia ellos, el golpe final partió a la mitad al destructor que se hundió en segundos.

Otras dos Ohkas atacaron al Stanly (DD478) que corrió con más suerte. Uno de los cohetes se acercó a la proa justo un poco por arriba de la línea de flotación donde penetró el casco, pero estalló fuera del otro lado, causando poco daños, la deflagración terminó con la vida del tripulante. La segunda Ohka recibió abundante antiaérea perdiendo el curso, de todas maneras golpeó una de las grúas del destructor cayendo al mar como una piedra plana rebotante, estalló unos metros más lejos. Sólo tres marinos norteamericanos resultaron heridos. El resto de las Ohka fallaron el blanco y todas sus naves nodrizas no regresaron, excepto la de Isshiki Rikko que llevó a Saburo, pues el blanco exitoso fue avistado a los 18 km de retorno y reportando los resultados esa noche en Kanoya.

Ese día, la baja más grande de los Estados Unidos (por causas naturales) fue la del presidente Franklin Delano Roosevelt cuando trabajaba en su oficina.

Dos días más tarde, siete Bettys atacaron nuevamente, lamentablemente ninguno regresó a la base. El 16 de abril lo intentaron otra vez pero volvieron a fracasar, solo regresaron dos aviones. El día 28 se intentó un ataque nocturno con cuatro Bettys, ninguno logró dar en el objetivo, tan sólo regresó uno. La suerte cambió cuando una Ohka acabó con el puente del destructor Shea. Además de la muerte del Jinrai Butai, 27 marinos del barco murieron y el destructor quedó casi irreparable.

Bautizo de fuego

El primer ataque de las Ohka ocurrió el 21 de marzo de 1945, pero sus acciones se remontan en la campaña por retener las Marianas en agosto de 1944. La idea fue de un piloto de Bettys, de apellido Ohta -casualmente homófono de Ohka-. Se perfecciona en el Departamento de Investigación en aviación de la Universidad Imperial de Tokio, a finales del 44, donde se entrenó a un grupo especial de kamikazes durante seis meses los cuales planeaban con los prototipos y se mantuvo en secreto hasta su bautizo de fuego.

Al amanecer de ese día, un avión de reconocimiento japonés detectó cuatro portaviones norteamericanos al sureste de Kiushu. Ésta era la oportunidad de probar las Ohkas. Ante la premura de la operación, el capitán Okamura proveyó la mayor cantidad de cazas escoltas posibles. A pesar de la escasez, logró obtener 55 Zeros para un grupo de 16 Bettys nodrizas. Con todo y ello, Okamura pensaba que no era suficiente para los lentos G4M y con resignación se lanzó el ataque.

La formación estuvo liderado por el veterano torpedero, teniente Goro Nonaka. Antes de salir, el oficial subalterno Kai, consciente del peligro se ofreció en su lugar, pero Nonaka rechazó la oferta. Incluso el capitán Okamura habló para comandar el ataque, aún así dejó a un lado el protocolo hacia su superior y le respondió: «¿Es que acaso no tienen confianza en mí? Esa orden la negaría a obedecer». Okamura pensó que Nonaka no debía privarse de liderar esta misión.

El piloto de la Ohka principal, teniente Iguchi se acercó a Okamura y le dijo: «Comandante, rezp por el éxito de este día». Iguchi había reemplazado al más joven de todos ellos, a Kentaro Mihashi. Abrazándose, Iguchi le dijo a Kentaro: «Asegúrate de hacer un buen trabajo en tu salida». A las 11:30 de la mañana ya estaban en vuelo. Todos con sus hachimaki. De las 55 escoltas únicamente 30 acompañaron al grupo, el resto presentó fallas. El último reporte de reconocimiento afirmaba que la flota norteamericana era mayor de lo que se estimó inicialmente, sin embargo la misión continuó. Más aún, la orden del Almirante Ugaki se mantenía firme. De vuelta a la base no había reportes radiales del escuadrón, la ansiedad creció cuando pasó el tiempo. Antes de que se terminara el combustible apareció un pequeño grupo de 15 cazas escoltas, pero ningún bimotor. Los sobrevivientes contaron la desesperante historia de cómo fueron atacados por 50 Hellcats. Los Bettys estaban a 113 km del blanco con sus Ohkas intentaron maniobrar contra los F6F que los acribillaron sin piedad a pesar de la escolta. El bimotor de Nonaka fue visto por última vez escapando hacia un banco de nubes.

El ataque final de las «Flores de Cerezo» está registrado oficialmente el 22 de junio, aunque algunos reportes japoneses señalan que el último esfuerzo exitoso del almirante Matome Ugaki fue el 14 de agosto. Según cuenta el as brasileño-francés de la Royal Air Force, Pierre Closterman, el 14 de agosto, ya habían estallado las dos bombas atómicas, un día después el Emperador Hirohito reconoce la derrota de Japón. En la base de Omura donde aún quedan unos pocos aviones japoneses, se reúne un grupo de pilotos, entre ellos el propio Ugaki con su sable de samurai y una estrella de oro. Con él también estaba el vicealmirante Fukada. Ambos besaron las empuñaduras de nácar de sus sables con una profunda inclinación y largas miradas, y sin mediar palabras, intercambiaron las espadas. Docenas de hombres sudorosos empujaban dos Bettys con casi toda la pintura caída, ya se podía ver el metal original. A veces las ruedas se atascaban en la arena, al final lograron colocar los regordetes bimotores en la pista.

Ugaki vestía una larga túnica blanca y en su espalda se veía el dibujo de la flor de cerezo con cinco pétalos. Mientras que Fukada en su traje normal de piloto apretaba fuertemente contra su pecho el sable. Dio su último saludo reverencial al personal de tierra y se despidió de las tripulaciones, especialmente de los altos oficiales. Se escuchó el ruido de unos truenos que retumbaron en las colinas vecinas. Nadie se movió durante unos largos segundos, después de reaccionar prepararon la salida. Los pilotos se incorporaron a sus Ohkas, les ciñeron las correas con respeto que a cualquier otro piloto y sobre sus cabezas cerraron las transparentes carlingas. Dos ganchos y las cabrias alzaron lentamente los aviones cohete al fuselaje de sus naves nodrizas. Quedaron bien asegurados aunque a oscuras. Unos minutos después comenzaron a rodar por la pista y la claridad llegó desde abajo cuando el avión nodriza alzó vuelo. En hora y media de vuelo se encendieron las luces verdes de aviso y la voz de atención confirmó que los distinguidos Jinrai Butai estaban listos. Sin escoltas, sólo dos torpederos Saiun y dos cazas Kawanishi acompañaron a los G4M hasta Okinawa.

A una altura de 7.000 metros, los aviones japoneses se preparaban contra sus blancos. Antes del empujón de los cohetes, Ugaki pudo ver el vientre de su avión portador, el de los otros cinco aviones y hasta la salida de su compañero Fukada. A medida que se acercaba a la flota enemiga, el estallido de los proyectiles de 40 y 20mm llenaba su curso sin acertarle. El almirante Fukada vio un blanco ideal a 500 metros de la bahía sobre los barcos de transporte y los destructores, era el portaviones Savo Island. Cuando se encontraba a tan sólo a cuatro metros del agua pasó como un bólido entre los barcos. Su casco fue perforado y se estrelló en el hangar número dos. La explosión destruyó veinte aviones e hirió a 39 hombres. La gasolina en los depósitos comenzó a arder, pero la destrucción no se propagó porque el ascensor estaba abajo y la presión de los gases inflamados escapó. Inmediatamente las cuadrillas de bomberos del portaviones sofocaron el infierno desatado y rescataron a los heridos del impacto.

Cuando el fuego fue sofocado, sólo se encontró la hélice de bronce del dispositivo de percusión de la Ohka, unas cuantas planchas consumidas y un sable samurai con su vaina calcinada, pero la hoja estaba intacta.

Quizás una forma de entender y justificar estos actos suicidas la encontramos en que los japoneses no morían para conquistar la victoria, sino para no enfrentar la derrota.

Desde el año 1253, en la ciudad de Kamakura existe un complejo de templos zen, uno de ellos es una cueva artificial en un acantilado hecha cuando se conmemoró el 20º aniversario del primer y fallido ataque Ohka, y se le conoce como Monumento a los Ohka de Kamakura. Está ubicada detrás del Monasterio de Kenchoji y es considerado uno de los tesoros nacionales. Hay tres placas de acero, una ellas está al fondo de la cueva y tiene grabado los nombres de los tripulantes de las Ohkas y la de los aviones portadores. La otra placa cuenta la historia de la guerra y la de las «Flores de Cerezo». Una tercera placa contiene el largo poema A los dioses de la flecha llameante. En Kanoya hay un monumento y en la ciudad de Kashima existe un parque en memoria de estos valientes pilotos. Todos muestran el mea culpa del actual Japón, como también el reconocimiento a sus héroes.

Referencias

Barker A.J. 1975. Armas suicidas. Ed. San Martin. 160 pp.
Closterman, P. Los kamikaze. Última baza del Japón. Historia y Vida 3(27):11-23.
Inoguchi, R., T. Nakajima & R. Pineau. 1958. The Divine Wind. Bantam Books. NY, 220 pp.
MacDonald, J. 1993. Grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial. Ed. Óptima, 192pp.