Qué difícil es afrontar la muerte, perder un ser querido y seguir viviendo, porque mentalmente la persona que nos falta está siempre presente y no podría ser de otra manera, pues estamos programados para vivir a través de estrechas relaciones. Este es nuestro destino.

El tiempo que hemos pasado con otra persona, que hemos dedicado a pensar en ella, todos los sentimientos que hemos acumulado y que se han sedimentado en nuestro ser, situaciones vividas, inmensurable inversión emotiva para hacerla crecer en el caso de un hijo, se consolida en redes neuronales, circuitos, estados de ánimo, expectativas e imágenes, que son parte de nosotros mismos, de nuestra identidad, del modo en que nos definimos y, de un momento a otro, sin estar preparados, tenemos que transformarlo en pasado para seguir viviendo. Y esto es imposible.

La muerte es una ruptura que implica una pérdida enorme, que se traduce en inquietud, vacío e inestabilidad emocional. Mucho de lo que hacemos cotidianamente es por automatismos. Tenemos un ritmo de vida preestablecido, un horario, un espacio físico y en éste está siempre presente la persona que nos falta, implicando recuerdos, reacciones, cambios violentos y estados de ánimo. En estas últimas semanas he descubierto en mí mismo todas estas sensaciones, sentimientos y pensamientos y en vez de huir de ellos, he decidido hacerlos míos. Darme tiempo para recordar, llorar y olvidar una parte de mí que es inolvidable. He decidido no huir de la muerte y registrar una presencia ausente que pesa en todos los detalles imaginables y lo hago para entenderme y entender lo que es inseparable de la vida. Es difícil afrontar la muerte y seguir viviendo con tantas heridas, pero desgraciadamente, no existe alternativa, la muerte es parte de la vida.

Algunas veces al día le mandaba mensajes o llamaba para saber qué hacía, para sentirlo cerca y estar presente. Eran impulsos, reacciones, un modo de reasegurar esos nexos que nos hacen padre o de confirmar la importancia de una relación, que alimentaba mis días. Ahora, ya no puedo hacerlo, no puedo golpear su puerta y desearle un buen día, prepararle el desayuno y escuchar lo que estaba haciendo y cómo se sentía o simplemente escuchar su música, abriendo la ventana y dejar llevarme por ella. Y así, abandonado, escribo sobre los fantasmas que me acosan, sobre los sentimientos que me persiguen. Sobre todo por la mañana, cuando inicio, inexorablemente, un nuevo día. Y aquí estoy, hablando de muerte, vulnerabilidad, desasosiego y ausencia, como si estuviera muriendo en esta muerte y reconstruyéndome al mismo tiempo una nueva vida.

Si alguien llama y pregunta por ti,
si llega una carta a tu nombre.
Si uno en la calle me detiene
para mandarte saludos,
no sabré decir que no estás
y que sin ti, no habrá primaveras.

Si otro me saluda, se acerca,
y me tiende la mano para compartir
conmigo mis últimas penas,
no podré decir que me entiende,
porque nadie sabe ni sabrá jamás,
lo que es perder el sol y una estrella.

Si te pudiera alcanzar
en tu último vuelo
e irme detrás de ti,
donde el tiempo
ya no es tiempo.
Hablarte como antes
con palabras claras
y corazón abierto.
Para hacerte sentir,
que en la vida hay más
que un único sendero.

Si te pudiera alcanzar
donde no sopla el viento.
Te estrecharía tan fuerte,
hasta que vivas de nuevo.