En muchos sentidos, escribir es como pintar. Plantea un reto parecido que es enfrentarse al blanco, al vacío. Es difícil forzar la inspiración. Cuando las musas no te visitan, todo es blanco.

El escritor, como el pintor, debe elegir los matices, los tonos, las texturas. Se enfrenta a la caja de colores, imagina, duda, busca. Elige uno, el que le parece más adecuado y justo cuando va a empezar piensa que el otro es mejor. A veces pasa.

Hay ocasiones en que todo es fácil. Sabes con precisión, tomas el lápiz y los trazos salen como si nacieran solos. Así son las musas.

Para aquel que escribe, los autores que lee son como lápices de colores, el espectro lumínico que sirve de herramienta de trabajo para dibujar emociones. Igual que un pintor se decide por un bodegón, se escribe un cuento.

El escritor necesita soledad para crear, requiere tomar distancia para cernir las letras, para mezclar cenizas, lágrimas, cólera y risas. Precisa de tiempo para buscar y para perder, para edificar y demoler, para sembrar y arrancar lo plantado. Cerrar la puerta.

Escribir es como pastorear. El pastor sale a buscar a sus ovejas y vela por ellas de la misma forma en que el escritor lo hace con las palabras. Con igual cuidado apacienta sus vocablos y los hace reposar. Va por ellos a los lugares por donde se dispersaron. Busca la palabra perdida y hace volver a la olvidada; pule a la fuerte, robustece a la débil y guía a todas al lugar tranquilo de la reflexión para prepararlas y dejarlas listas para el papel.

La vocación literaria es la necesidad inevadible que tenemos algunos por atrapar palabras, como quien caza mariposas; para darle cause a esa urgencia por atrapar la fugaz intensidad de la vida.

El juego de imágenes y letras que hace el escritor es parecido al trabajo de las bordadoras tseltales que sobre un pedazo de algodón o de lana, tuercen el hilo y esconden su esfuerzo en cada puntada. Como la indígena piensa en bordar un mantel el escritor toma su pluma para hilar una historia. Al ensartar la aguja con hilo intenta vencer al blanco. Se deja llevar por el flujo de la imaginación y corre tras la imagen. Se embriaga con la victoria sobre el vacío. La chispa enciende los carbones del lápiz, el pensamiento se libera de su jaula.

Y a pesar de todo, falla ese que piensa que la imaginación es la mayor cualidad del escritor, es únicamente la primera. Es verdad que sin ella es difícil empezar, pero no basta con tenerla. Sirve para arrancar, pero el camino es largo. El gran trabajo del escritor radica en poner de pie ideas que cobren vida y tomen rumbo con la mayor naturalidad posible.

Un escritor no es aquel que toma dictado. Es el que enciende y encanta con su visión del mundo. Cada autor se enfrenta al blanco cargado de su propia experiencia. Con sus dolores y sus cosquillas, con sus amores y sus muertes, con sus victorias y cicatrices. A partir de su propia vida crea espacios que le permiten despertar significados. Mejor si logra que la mayor parte de las veces sean impredecibles.

Se debe entrar a la escritura trayendo herramientas propias. Es válido tomar prestadas algunas, pero no todas. Si todo es prestado, se generan pastiches impecables, bien escritos, pero sin alma. La escritura debe estar atravesada por la intensidad de la pluma del autor. Esa es la magia que mueve a la literatura. Es el ingrediente que transforma un texto y le da vida.

Con independencia de lo que los críticos consideren valores literarios, un texto debe ser una colección de sensaciones, la suma de sabores, olores, sonidos en un lugar imaginado que hace posible que el autor entre en contacto con su lector. Es el sitio de la reflexibilidad infinita, como dice Roland Barthes, en el que se busca encender ciertas emociones en el que lee. Se busca provocar al lector.

El escritor debe abrirse las venas y derramar su sangre en forma de palabras. Inocular su espíritu. Un autor sin alma es un sinvergüenza sin escrúpulos. Aquel que se oculta detrás de lo correcto sin dar más es tan perverso como el que deja al hambriento sin comida y le niega al sediento un vaso de agua. Es un palabrero.

El escritor lucha para vencer al blanco. Batalla para someter las dudas y sobrepasar la aflicción. Los enemigos más grandes de la escritura son el miedo y el desprecio a las palabras propias, a las hijas de nuestras plumas. La carne tiembla y los juicios nos llenan de terror. ¿No estaré perdiendo el tiempo? ¿A quién le importan mis palabras?

Es preciso fortalecer el corazón. Ser valientes. Dominar el ímpetu destructivo y renunciar a esas angustias. Muchos son los dolores del que escribe, pero al que confía lo envolverá la gracia. Dejar la pluma antes de intentar es el peor pecado. Hacen falta valor y templanza. Ser como el pájaro que advierte la trampa y no cae en ella.

Lo cierto es que para escribir también es necesario saber que la tinta mancha. No es posible salir como paloma blanca al enfrentarse a las palabras. Para que la escritura crezca es preciso abonarla y el estiércol apesta. Un texto debe correr por los caminos de la soledad, enfrentarse a la crudeza, a la desesperación, penetrar en la oscuridad, sentir el caos y la amargura del que crea. Sobre estas bases se vuelve tangible.

Cada texto, según Mario Vargas Llosa, es una confesión cifrada, constituye una representación del mundo desde unos ojos y una pluma determinada. Un mundo en al que se le ha agregado algo. Este elemento añadido es lo que hace de este conjunto de palabras una creación y no una nota informativa. Es lo que con justicia se llama originalidad.

Todo escritor, según Juan Carlos Onetti, tiene la manía de jugar a ser el gran controlador. Por medio de las palabras se consigue el poder para subir o bajar la temperatura, para controlar el tiempo, acelerarlo o ralentizarlo. Es la flecha que atraviesa a cada autor.

Esclavo de su pasión, cada escritor encuentra su libertad a través del vicio por contar historias. Al tomar la pluma entre sus manos, toma el timón de la voluntad y con ella le da dirección a su vida.