La literatura venezolana dedicada a los tiempos del chavismo-madurismo siempre me ha parecido imposible de «digerir» hasta que comencé la primera novela de Karina Sainz Borgo (Caracas, 1982). Me atrapó desde sus primeros epígrafes, en especial el de Sófocles, que dice: «Yo mismo, como tú, fui educado en el destierro».

De esa forma el tema del desarraigo se hace protagonista y a medida que leíamos se nos fue mostrando con cada personaje y hecho, pero no de aquel que viven los venezolanos de la actual diáspora (como la autora, que reside en Madrid desde el 2006) sino el que se padece en el propio país. Una realidad que algunos han llamado «el insilio» (estar exiliados sin salir de tu patria) y que no es otra que no identificarse con la sociedad donde naciste y creciste, porque eso que llegaste amar ya está muerto. Esa Venezuela que existía antes de 1999 fue destruida por una horda que en la novela son llamados «los Hijos de la Revolución».

La novela cuenta la historia de una mujer joven (Adelaida) que acaba de perder a su madre (Adelaida Falcón) en medio de la Venezuela chavista-madurista. «El mundo, tal y como lo conocía, había comenzado a desmoronarse». Era única hija de una madre soltera, y a partir de este momento en medio de su soledad: el cúmulo de males que se han generado en estos 20 años de dominio político de Hugo Chávez (1954-2012), su heredero en el poder (Nicolás Maduro, 1962) y sus huestes, comenzaron a afectar en mayor grado todos los aspectos de su vida. De igual forma como nos ocurre a los que seguimos en Venezuela e incluso de alguna manera también a los que tienen familias acá o vivieron su niñez en el territorio nacional. En pocas páginas la novela logra sintetizar una gran cantidad de odios, perversiones, tragedias y rápido deterioro de la calidad de vida que han ocurrido a lo largo de estas dos décadas («la gente enfermaba y moría tan rápido como perdía el juicio»), y los une de una manera relativamente armónica en los meses en que se desarrolla la trama tanto en su presente como en los recuerdos.

El desánimo se abría paso con la misma fuerza de la desesperación de quienes veían desaparecer todo cuanto necesitaban: las personas, los lugares, los amigos, los recuerdos, la comida, la calma, la paz, la cordura. «Perder» se convirtió en un verbo igualador que los Hijos de la Revolución usaron en nuestra contra.

(…) Cualquier cosa podía matarnos: un disparo, un secuestro, un robo. Los apagones se alargaban horas y empalmaban las puestas de sol con una oscuridad perpetua.

El espacio geográfico y social es el caraqueño, aunque muchos de los recuerdos trascurren en Ocumare de la Costa: el pueblo de su madre y en el cual vivían dos tías que eran sus únicos familiares conocidos. En Caracas el ambiente es dominado por las «batallas» entre los jóvenes que protestan contra el Gobierno y la represión que estos padecen por parte de la policía con apoyo de los «colectivos» (bandas paramilitares, «la máquina de matar y robar, la ingeniería del pillaje»). De estos últimos grupos, un colectivo conformado por mujeres liderizadas por una que llaman «la mariscala», le hará la vida imposible a nuestra protagonista y su justificación será: «tenemos hambre y ustedes lo tenían todo, nos robaron antes y ahora lo recuperamos». El resentimiento y la venganza como praxis política, la comprensión de los derechos y la justicia como el robo y la impunidad en el logro de beneficios personales.

¿Cuál es el país que se «perdió» y/o destruyeron los «Hijos de la Revolución»? ¿Qué tiempos, ligados con su madre, extrañaba? A diferencia de nuestra larga tradición literaria fatalista, la novela nos logra mostrar en parte una Venezuela diferente en medio de la tragedia actual («días oscuros, probablemente los peores desde la Guerra Federal») y del pasado, es ese país con el cual se identifica la protagonista y el cual ha muerto (por lo menos para ella) como murió su madre. Nos referimos a la sociedad próspera que construyeron los migrantes internos (el caso de su madre que es la primera de su familia que sale de su pueblo para Caracas y logra graduarse en la universidad, y se hace una persona culta) y los inmigrantes (acá aparecen representados en el zapatero italiano: señor Teseo y los vecinos gallegos con un restaurante en La Candelaria).

Todos ellos vivieron el desarraigo de dejar una parte de sus vidas en otras regiones, pero supieron enamorarse de esta tierra: «habían desembarcado en Venezuela en un momento en el que todo estaba por hacerse, al tiempo que dejaban atrás las ruinas del lugar donde habían nacido». Y muy especialmente son la prueba de que no todo en nuestro país fue una relación de viveza rentista (explicación de muchos intelectuales) o de robo del pueblo por parte de los oligarcas-capitalistas-pitiyanquis y/o corruptos adeco-copeyanos (diagnóstico marxista-chavista de nuestra historia).

Tenía tiempo que no conseguía una novela de la cual no podía despegarme. Se puede decir de ella lo mismo que dijo Mario Vargas Llosa del Coronel no tiene quien le escriba (Gabriel García Márquez, 1961): «es una pequeña joya», pequeña por sus pocas páginas. Y se puede decir que pude «digerirla» por no ser algo centrado en el hecho político, sino en una vida alejada de la política que esta al final termina casi destrozando. Agradezco a la autora por decir lo que tantos queremos gritar al mundo, y espero que otros grandes escritores se animen a escribir otras aristas de estos 20 años.