Llegó en fin también el día de casarnos formal y cumplidamente.

Fijamos la fecha considerando distintas razones, aunque entre ellas por cierto no la sorpresa que mencionaré luego; y preparamos todo lo mejor que pudimos para celebrar el matrimonio en casa, adonde invitamos a familiares y amigos cercanos. La sencilla ceremonia resultó lograda y emotiva; al intercambiar anillos, nos dirigimos uno al otro, mis palabras en serbio y traducidas al castellano, las suyas en castellano y traducidas al serbio. El agasajo fue después alegre y prolongado; iniciamos el baile con un clásico vals vienés y lo continuamos luego con otro de América Latina, cantado en castellano y dedicado a...mi gente, mi familia... que, así como la presencia de un primo que vino especialmente, flores y otras muestras de afecto recibidas desde lejos, me sirvió para recordar aún más a la mía ausente, en la que pensé en distintos momentos durante la ceremonia deseando que alguna vez pudieran compartir nuestra alegría.

Fue terminada la fiesta, al iniciar nuestra noche de bodas, que nos esperaba la sorpresa: nos dimos cuenta, recién entonces, de que la noche era también… de luna llena; que allí estaba nuevamente, cercana a su perigeo, puntual y entera, para casarnos de nuevo, ahora formalmente, que se veía enorme y sonreía...

Nos fuimos después de luna de miel: unos días a un lugar de descanso cercano; luego a su casa en la montaña, a medio camino de la costa adriática; y finalmente a aquella isla en que pasaba ella sus vacaciones cuando niña.

Una isla habitada desde la antigüedad griega, en la que no circulan vehículos motorizados, con un único poblado, ahora mucho más pequeño que siglos atrás, de construcciones que datan desde el siglo XV, la mayor parte muy antiguas, casas y residencias imponentes hechas todas por igual con una piedra blanquecina, de muros y cercos tallados con relieves e inscripciones, gárgolas y esculturas en la misma piedra, callejuelas estrechas y suelo de adoquines; parques de árboles y plantas originarias de lugares remotos, traídas por los hasta ochenta buques mercantes que llegó a haber en la isla, los que viajaban a todas las latitudes y, entre ellas, un conjunto de palmeras de muchos años, que es el más alto existente en Europa; pero además cultivos de naranjos de una especie autóctona y fruta deliciosa, y de limoneros de frutos mucho más grandes que los normales, agridulces y muy jugosos; y donde ambos frutales florecen y producen sus frutas varias veces en el año, impregnando la isla con su aroma combinado de azahares.

Desayunábamos en una terraza rodeada por un huerto de limones y salíamos de caminatas o a bañarnos en el mar. Fuimos un día a la playa en el otro lado de la isla, atravesando la cadena de cerros de poca altura que la cruza de punta a cabo, y al llegar, viendo desde arriba la playa cercada entre los cerros, me impresionó verla: es la misma playa que vi en el sueño que conté antes.

Fuimos por cierto también a ver la puesta de sol por el sendero de su niñez que bordea el mar entre los árboles; el camino asciende suavemente a la llegada y hay en la altitud un mirador hermoso que parece estar enclavado en el mar, por el que se extienden las distintas coloraciones del cielo desde antes de que se sumerja el sol, como ocurre también a su ocaso en la costa de mi país en el océano Pacífico, donde lo vi tantas veces. Pero no llegamos, en cambio, a ver el sendero trazado por la luna, pues… habían pasado ya unos cuantos días desde nuestra noche de bodas, cuando estuvo llena. Qué se puede, se dice en serbio: no siempre es posible todo.

Lo dejamos pendiente para cuando regresemos a Lopud, que así se llama la isla.