Nunca se cansaría de trabajar con sus manos. Aquel taller era su vida; esas paredes, su protección. Joan ya había cumplido los 75 años, pero no le parecían los suficientes como para colgar el martillo y dedicarse a observar las nubes desde su balcón.

A pesar de tener ampollas en las manos, heridas en los codos y cicatrices en el corazón, él seguía amando su oficio. Ser zapatero requería unas cualidades, dedicación y tiempo que, para Joan, eran recompensados con la simple sonrisa de un cliente o la luz que iluminaba la cara de una mujer al ver a su marido con zapatos nuevos, y no aquellos llenos de barro y agujeros que le hacían parecer un pordiosero.

La jornada comenzaba con el olor a cuero ya impregnado en su piel. El constante contacto con este material había hecho que Joan se asemejase a él en su olor y en el tinte esparcido por sus manos. Ambos aspectos ya le definían, pues después de una vida así, no se podía imaginar a sí mismo sin aquel amargo olor que tanto le gustaba.

El resto del día se resumía en los sonidos de las herramientas golpeando y dando forma a aquello que más tarde vestiría a los hombres más exquisitos del barrio.

Algún cliente interrumpía esta hermosa monotonía en busca de su material ya confeccionado o con aquella ilusión característica de elegir qué tipo de zapato quería.

Joan era amable con todo el mundo, eso lo había aprendido de su mujer, Margarita, que en paz descanse. Ella le demostró que del bien y la bondad siempre nacían sonrisas no sólo para el que las recibía, sino también para el que expandía ese ánimo. Esto fue lo único que le quedó de ella. Joan esperaba muy ansioso la hora de reencontrarse con ella, pero su amor por los zapatos le retenía en este mundo.

Sus clientes le decían ya desde hace muchos años que sus manos valían oro, que debía crear una marca y montar una fábrica, pero el zapatero no buscaba la ostentosidad, sino la vida simple que siempre le había mantenido vivo.

Aquel día de primavera Joan trabajaba retocando unos mocasines para Francisco, un cliente que se encontraba en el taller. El zapatero estaba en la trastienda cuando sintió un fuerte golpe en el pecho, no podía respirar. Se pudo imaginar levemente lo que ocurría y la ayuda ante este problema se encontraba a diez pasos de distancia leyendo un libro. Pero Joan no buscaba ayuda, era de esas personas que pensaban que cuando la muerte llega, se le debe ofrecer asiento. Dejó que aquel dolor se apoderase de su aliento mientras se acomodaba sobre el banco de cuero que había confeccionado él mismo. Y en ese momento, en su último hálito, esbozó una breve sonrisa de satisfacción. Él sabía que morir feliz no era imposible.

Ojalá hubiésemos heredado todos la simple felicidad de Joan, que se basaba en hacer sonreír, dar y recibir. Una mujer amada y un trabajo laborioso valían entonces más que un coche ostentoso, el mejor móvil del mercado y aparentar sin tener. ¿Dónde está la felicidad hoy en día?