No es fácil para un millennial o cualquier habitante del siglo XXI adentrarse en la realidad de las artes – literatura, teatro, pintura- del siglo XIX. Otra época, otra forma de vivir a un ritmo bien distinto de la realidad psicodélica y a veces distópica en la que vivimos. Un tiempo en el que se cultivaba el arte de la oratoria, la conversación y, fundamentalmente, la escucha. Sin embargo, hay algo relajante y placentero en adentrarse en esas novelas gigantescas que se parecen a esas sagas de series de tv que hoy consumimos como producto cultural de primera calidad. Porque nos llevan sin pantalla alguna a mirarnos ante el espejo de lo que somos — imperfectos, felices o atribulados, pero inquietos y no resignados.

En cada novela del siglo XIX, de Tolstói a Clarín o Zola, hay un mensaje sobre la forma de enfrentarse a la vida, de hacerle preguntas. El triunfo o el fracaso — como en el caso de Anna Karenina — es la forma de afrontar el destino y de responder ante nuestras responsabilidades. De esta vida no nos podemos ir sin habernos conocido a nosotros mismos.

No sé si cabe en un artículo todo lo que Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843-Madrid, 4 de enero de 1920) aportó y representa para la literatura española y a la actividad intelectual en España incluso como político. Una figura prolífica, realista, conocedor de las formas, los problemas y las inquietudes de la gente de a pie. Un verdadero artista de la palabra que vivió mucho y vio mucho y que en una época de descontento, desesperanza generalizada por una sempiterna crisis de identidad en la sociedad española y otra sempiterna crisis económica por la corrupción generalizada (nada nuevo bajo el sol) transmitió como nadie su visión particular de la vida.

Creo que esa visión se manifiesta especialmente en su «novela en cinco jornadas» titulada El Abuelo. Él mismo justifica el hecho de novelar en forma de obra teatral una realidad social tan cierta en aquella época (1897) como ahora. Los personajes que se van manifestando incluso en su forma de hablar: Senén, el correveidile buscavidas surgido del lodo, con una ambición a la medida de sus escrúpulos, es decir, sin límites; el clero reflejado en personajes de dudosa catadura ética (quieren encerrar a un anciano) que sólo piensan en la buena vida y la buena comida; gentes sin escrúpulo que son nuevos ricos porque han conseguido medrar, pero no saben vivir de forma generosa y adecuada a su posición porque simplemente la psicología de la pobreza, de la mezquindad, del «y si» les mantiene en su modus vivendi miserable. Gente desagradecida con alguien que está indefenso — un abuelo sin fortuna, sin hijo, sin propiedades, sin saber quién es su nieta biológica. Pero es ese mismo abuelo, con su memoria el que les pone en su sitio; incluso a su nuera. Ella, acusada de superficial y casquivana para los cánones de una moral caciquil y provinciana, resuelve con nobleza e inteligencia su propia situación quitándose el problema de los que viven de ella, y llegando a un acuerdo con el viejo Conde de Albrit para seguir siendo una familia. No se trata de clases sociales, se trata de valores.

Un hombre declarado anticlerical como Galdós da una lección de fe: en la justicia, en los valores eternos como la honestidad, la verdad, los sentimientos verdaderos que son los que curan todas las tropelías, todos los errores, todas las injusticias. Porque la belleza está en lo básico.