Mi familia estaba bien, sin más novedad que las impresiones padecidas en su precipitada salida de nuestra casa, el estruendoso paso rasante de los aviones que bombardearon la residencia presidencial en Tomás Moro y luego La Moneda, la información general sobre lo ocurrido y las incertidumbres sobre lo que seguiría; aún así, agraciadamente mi señora no había tenido problemas con su avanzado embarazo. No creo que en lo que quedaba del día hayamos hecho mucho más que ponernos mutuamente al corriente de lo que sabíamos, distraer a los niños y escuchar noticias en radio emisoras del extranjero.

La casa en que desde un par de meses antes habíamos convenido que nos refugiaríamos si ocurría el golpe, era de familiares cercanos; una casa grande, de familia numerosa, de la que buena parte del tiempo al menos el dueño de casa y algunos hijos permanecían en provincia, donde tenían fundo, de manera que se nos había acomodado sin dificultades de espacio.

La información de radio, televisión y prensa escrita en el país era fragmentaria, incierta y exclusivamente de medios partidarios de la Junta; pero no dejaba dudas sobre la suerte de autoridades, amigos o conocidos que habían muerto, estaban presos o eran perseguidos. Los teléfonos no respondían, o funcionaban mal, o claramente habían dejado de ser aconsejables. Al día siguiente desde temprano inicié visitas a quienes me era necesario, o de quienes deseaba saber, o podían tener mayor información.

Fui ante todo a casa de mi cuñado, para saber de la familia de mi señora y por nuestra parte confirmarles personalmente, y a través suyo en especial a mi suegra, que estábamos bien y tranquilos. Me llevé siempre muy gratamente con mi cuñado, con quien solíamos hablar de política compartiendo apreciaciones de manera franca y clara, o más bien discutiendo mientras compartíamos, ya que él era demócrata cristiano. Debe haber sido efectivamente temprano la hora a que llegué, pues me recibió con su esposa mientras tomaban desayuno todavía en cama. Apenas entrados en materia, mi cuñado me espetó:

Por huevones les pasa…
Está por verse quiénes han sido más huevones - le retruqué.

Y por él me enteré de la muy loable declaración suscrita el día anterior por trece connotados dirigentes demócrata cristianos, al margen de la directiva de su partido, condenando el golpe y… confiando en el respeto de las libertades públicas y el restablecimiento de la democracia.

Mi hermana estaba en los Estados Unidos, donde su marido estudiaba un doctorado y acababan de tener una hija. Mi madre había viajado para acompañarla y a su regreso había hecho escala en México D.F. para permanecer un tiempo de visita donde mi prima Lucy. Mi padre trabajaba desde hacía años en una Universidad de Valparaíso y no tenía cómo ubicarlo personalmente.

Mi tía Chela vivía con mi primo Mauro y su familia, y debería haber viajado a México, también de visita donde mi prima, justamente el día del golpe, que los aeropuertos fueron cerrados desde temprano; pero partiría apenas los vuelos internacionales se reanudaran, así es que los fui a ver. Habían recibido un par de llamadas desde casa de Lucy, de dónde volverían a llamarlos, por lo que le encarecí a mi tía transmitirle a mi madre que en ningún caso regresara antes de que nos comunicáramos directamente y de convenirlo conmigo. Mauro vivía en el sector de Pedro de Valdivia Norte, al otro lado del río Mapocho, cerca del cerro San Cristóbal; y por ellos supe que en las noches se habían oído ráfagas de disparos que parecían venir del cerro, y que vecinos habían comentado de haber visto cadáveres flotando en el río o cuando eran retirados de sus riberas.

Di una vuelta en auto frente a la casa que era redacción de la revista, la que se veía cerrada con las mismas cadenas que de costumbre en las puertas de su verja. Fui a la casa de uno de los altos personeros detenidos en La Moneda, quien hasta poco antes había sido ministro del gobierno y el día del golpe optó por acompañar al presidente; y con cuya esposa compartía en el directorio de una empresa del área social, amiga de familiares y persona en general bien informada.

Me había hecho antes a la idea que, si se producía el golpe, seguramente habría un quiebre en las FF.AA., lo que permitiría de nuevo sofocarlo o podría reforzar lo que pudiera ser la resistencia popular. De todo lo conversado con quienes visité, o me encontré, o pude hablar apenas por teléfono; o de lo que se podía colegir de las noticias en el país, o las que se tenía del extranjero; o siquiera de lo que pude observar circulando por la ciudad, me confirmé por el contrario en la impresión que, pese a la remoción del comandante en jefe de la armada y del general director de carabineros, o de los conatos de resistencia que hubiera habido, o del heroísmo de Allende, el golpe se había impuesto sin contrapeso efectivo; y que tomaría un largo tiempo hasta que la situación pudiera replantearse.

El sábado me reuní con el gerente de la revista, que no tenía mayor noticia de nadie, y convinimos para que compensara a quienes mejor se pudiera y procediera a disolverla. Sabía que la directora no estaría en su domicilio, pero no me fue difícil adivinar dónde encontrarla; compartimos apreciaciones, le informé de lo hecho y nos pusimos de acuerdo en a través de quién comunicarnos si se hacía necesario. Fui también a ver a quien había sido mi director de estudios en Francia, que estaba próximo a partir tras haber pasado un tiempo en Chile preparando un libro sobre el proceso en curso en el país, y con quien mantuve siempre una cordial relación; me expresó que a su juicio lo deseable sería efectivamente permanecer en el país, pero me hizo ver que seguramente no sería fácil.

El domingo fui a nuestra casa con el anfitrión a cuya hospitalidad nos habíamos acogido, y en su vehículo, para recoger algunos pocos efectos necesarios, certificados y documentos personales y de familia. Durante el corto rato de mi estada recibí llamadas de nuestro amigo Sergio y de nuestro amigo Tito, ambas sólo para saber de nosotros; y los dos terminaron con la misma prevención que en esos días parece haberse instituido en el país: Cuídense. Preferí ya no responder a nuevas llamadas, para evitar demoras y porque mi acompañante esperaba afuera sin haber querido entrar a la casa. Fuimos después donde su cuñado, persona que me mereció siempre especial consideración, quien nos recibió de pie en su antejardín, con claras expresiones de respaldo al golpe y manifiesta incomodidad por mi presencia. Al retirarnos, para mi sorpresa, el dueño de casa donde estaba me dijo sin ambages que viera dónde me podría trasladar; que mi señora y los hijos podían permanecer en su casa, pero que él también debía preocuparse por su familia.

Le transmití lo ocurrido con las precauciones que pude a mi señora, participándole que aun si me ausentara la situación tampoco me parecía confiable para ella y los hijos, o que tal vez incluso menos; lo asumió con calma y estimó que de momento no había una urgencia perentoria. No debe haber sido mucho más lo que conversamos, pero me terminó de quedar claro que debíamos buscar alguna opción, que no sabía cuál podría ser.

En la tarde reinicié mi ronda de visitas. Llegué a ver a mi amigo Guillermo, con quien solíamos conversar sobre cómo-está-la-cosa en el país, mientras nos permitíamos algún rato de esparcimiento. Me recibió con alborozo, aunque sorprendido y diciendo algo cómo:

Qué haces tú aquí…

Puestos a la conversa, empecé a entender por qué su recibimiento: no tardó en preguntarme por el ministro con que trabajaba, del que sólo se sabía que, según la prensa, no se sabía qué habría sido de él; y por mi parte no había tenido más información que la del llamado desde La Moneda; después, que alguien lo habría visto mal herido en un hospital; y luego, que no era así. Me contó entonces que un amigo común, Ernesto, se había quedado el 11 en la residencia de un diplomático conocido, había regresado a su casa el día anterior, sábado, se había encontrado con que el viernes efectivos militares habían estado a registrar su domicilio y para interrogarlo, que su único interés parecía ser que buscaban a Pedro (que así se llamaba el ministro); que había conseguido comunicarse después con una hermana de Pedro, quién le había dicho no saber nada de él, salvo que su casa había sido allanada y virtualmente desmantelada al día siguiente mismo del golpe, y que habían allanado también el domicilio de otras relaciones y familiares; con lo que Ernesto había resuelto regresar donde el diplomático que había estado y pedir asilo.

Le expliqué a Guillermo la situación que se me había creado; y mientras se lo contaba, recordé un allanamiento que había visto al pasar en una de mis vueltas por la ciudad, yendo por Manuel Montt hacia Irarrázaval, en una de las primeras casas de una calle que sale de Manuel Montt hacia la cordillera desde poco antes de Irarrázaval, casas de dos pisos construidas en edificación continua, de sector medio, con un pequeño antejardín al frente, donde había vehículos militares estacionados y soldados que encañonaban a una pareja y dos menores a los que mantenían con las piernas abiertas e inclinados sosteniéndose con sus brazos en la reja, de cabeza gacha hacia la calle, mientras a sus espaldas, desde las ventanas abiertas en el segundo piso, otros soldados arrojaban al antejardín repisas con libros, cascos de colchón destripados, muebles y enseres menores.

Guillermo fue terminante:

Lo que tú tienes que hacer es asilarte.
No estoy seguro, ni tengo idea de cómo podría hacerlo - argüí —. La situación de mi señora es también riesgosa, me temo que lo sería más en mi ausencia y no estoy dispuesto a dejarla ni a ella ni a los hijos.
Creo que tengo algo que puedo proponerte… - empezó por anunciar, mientras me pareció que todavía pensaba por si se le terminaba de ocurrir qué.

Guillermo trabajaba en la secretaría de comercio exterior. Me contó que se había hecho amigo del encargado de negocios de Finlandia, quien justamente la semana anterior le había dicho que, si llegaba el caso de que se le hiciera necesario, podía contar con él con toda confianza.

Vamos a verlo -propuso —, tal vez hoy, a esta hora, lo encontremos.

Fuimos; y sí estaba.

Nos recibió amablemente, expresó sus condolencias por el fallecimiento del presidente, su preocupación por lo que ocurría en el país, la indignación existente en el exterior, en particular en Europa, la coordinación establecida entre las representaciones escandinavas para resolver distintas iniciativas que asumir. Guillermo le expuso derechamente mi situación.

Nosotros no podemos ofrecer asilo - precisó —. El tratado sobre asilo es básicamente una convención latinoamericana. Pero podemos asegurarle nuestra protección hasta su salida del país, y luego ya se está viendo cómo se podrá cooperar con agencias internacionales…
Lo que en mi caso necesitaría sería nada más la protección - le expliqué, junto con agradecerle mucho.

Después de lo cual, terminada la conversación, nos pusimos de pie para despedirnos y me dispuse a retirarme.

Un momento -me interpeló el encargado, quien hablaba perfecto castellano —, ¿usted necesita la protección o no la necesita?
Sí la necesita -terció Guillermo, pues por mi parte no alcancé a resolver una respuesta; pero asentí a lo dicho por mi acompañante.
Entonces se queda ahora -concluyó el encargado; y agregó amablemente — y si se retira, ya no vuelve.
Mi problema es la seguridad de mi señora y los niños - insistí.
Pueden venir con usted y se acogen también a nuestra protección -aclaró el encargado.

Supuse que había terminado de entender, agradecí de nuevo y me dispuse otra vez para partir:

Voy entonces por ellos.
No señor -insistió, el encargado —. Si usted opta por nuestra protección no va a ninguna parte.
Pero señor -tuve que reiterar a mi vez — debo consultar con mi señora, explicarle, cómo van a venir si no…
Yo los voy a buscar - terció de nuevo Guillermo —. Le explico y los vengo a dejar.

En eso quedamos; un par de horas después Guillermo estuvo de regreso con mi señora y los dos hijos. Pude avisarle aún a la tía Chela de nuestra nueva situación para insistirle en que mi madre esperara tranquila en México hasta que me pudiera comunicar con ella; y a mi cuñado, quien comentó algo así como: Bien hecho.

De acuerdo a los procedimientos establecidos, el encargado de negocios solicitó salvoconductos para nuestra salida del país bajo protección de su embajada. Cuando supieron que podríamos partir fuera, mi suegra y su hermana, tía madrina muy querida de mi señora, nos pidieron ponernos de acuerdo para esperarlas un día a una hora determinada en la reja de la residencia que estábamos; pasaron puntualmente a la hora convenida y, casi sin detener su marcha ni que mediaran muchas palabras, nos dieron un pañuelo grande en que venían envueltas sus pulseras de oro, sus anillos y otras joyas de ambas, y cincuenta dólares, que eran todos sus ahorros en moneda extranjera, la que en esos días no era fácil de conseguir en Chile.

Los salvoconductos fueron otorgados durante la semana siguiente. Recién entonces se nos planteó el problema ya no de la salida, sino de los documentos de viaje necesarios: nuestros pasaportes estaban vencidos y los hijos no los tenían; la solución determinada por las autoridades de la Junta era irrisoria y ninguna novedad: los interesados debían presentarse normalmente y por sí mismos a solicitar sus pasaportes según el trámite habitual, y no hubo por cierto ninguna representación diplomática que la aceptara. La única opción posible era que viajáramos a Argentina, para lo que bastaban nuestras cédulas de identidad y, en el caso de los hijos, podía encontrarse una solución con base en nuestra libreta de familia; ya en Buenos Aires, para viajar a cualquier otro país, quedaríamos librados a lo que pudiera resolver la organización de Naciones Unidas para los refugiados.

Por la información de radios internacionales, estábamos sin embargo al corriente del creciente deterioro de la situación en Argentina; y por otra parte nos enteramos de que, ya sin protección diplomática, era factible que el país de origen pudiera solicitar extradiciones. A la vez, durante los días transcurridos las embajadas en Santiago se habían atestado de asilados, y la presión continuaba; el encargado había dado protección a un buen número de otras personas con quienes convivíamos en su residencia, y era vital que quienes obtenían salvoconductos fueran dejando sus lugares. Conversando con el encargado se hizo presente que nuestro caso no sería problema si estuviéramos en una sede de país latinoamericano al que fuéramos a viajar asilados directamente. Se me ocurrió entonces llamar a un excompañero de Universidad, de aquel mismo curso de Selma y Viviana, quien era a la sazón secretario de Gobernación en Panamá; Roger me respondió muy amistosamente que tenían problemas muy serios, pues tanto la embajada como la residencia del embajador estaban saturadas a tal punto que estaban procurando habilitar una casa especialmente arrendada para trasladar a los asilados, y que me avisaría si vislumbraba alguna solución. Opté entonces por comentar la situación con mi tía Nana, quien consultó después con mi prima Angélica, y ambas a su vez con la amiga común a quien por mi parte había visitado en los días siguientes al golpe; y al cabo de poco tuve una respuesta: los van a recibir en la residencia de México, dile al encargado de donde estás que los llame y se ponga de acuerdo con ellos.

Y así se hizo. El encargado llamó y se puso de acuerdo para que al día siguiente, a una hora precisa que se acordó, se nos llevara en su auto diplomático hasta la entrada del garaje en la residencia de México, donde se nos estaría esperando.

A la hora justa, el auto de la embajada de Finlandia se detuvo ante el portón de la residencia de México, frente al que efectivamente nos esperaba un representante de su país. A fin de impedir los asilos, las sedes diplomáticas estaban para entonces vigiladas por carabineros, que llegaron a disparar sobre quienes lo intentaban. En la puerta de la residencia de México se había incluso instalado una garita para guardia permanente. El oficial a cargo se acercó al auto para consultar de qué se trataba. El chófer le explicó entonces que traía a personas que tenían salvoconductos para hacer abandono del país, lo que harían ingresando al territorio mexicano de la residencia; ese fue el único momento en que pude ver nuestros salvoconductos, que para mi pasmo tenían los nombres, cargos, timbres y firmas originales de los cuatro integrantes de la Junta; y que el chofer se guardó bien de exhibir al oficial sólo desde el interior del auto, y sin bajar del todo el vidrio de su ventanilla. El oficial quedó claramente perplejo, reaccionó diciendo: Debo consultar; y giró para regresar a su caseta. El representante que nos aguardaba había abierto entretanto las puertas del garaje, y el chofer no se hizo esperar para entrar con el auto: estábamos ahora bajo la protección de México.

Para cumplir debidamente con las formalidades necesarias, se solicitó nuevamente salvoconductos para nuestra salida del país; tras una nueva espera, se recibieron esta vez para mi señora y los hijos pero ya no para mí: había pasado a ser parte de quienes se llamó los diferidos, un grupo reducido a quienes la Junta se negó a otorgarles salvoconducto por incluso hasta más de un año, que debieron permanecer en las dependencias que estaban asilados.

México había enviado ya tres aviones de pasajeros que habían partido antes con asilados, y se esperaba un cuarto. Cuando se confirmó su fecha de arribo, hacia mediados de octubre, el personal diplomático de la embajada me hizo saber que consultarían con la embajada de Finlandia si conservaban el salvoconducto que se me había otorgado antes; y que si lo tenían, les pedirían que el día de la partida del avión para México me acompañara al aeropuerto, junto con ellos, uno de sus diplomáticos, para hacer valer el salvoconducto otorgado; y que, si no era aceptado, se encargarían por su parte de traerme de regreso a la embajada.

Consultaron; el salvoconducto se conservaba; y fue lo que se hizo.

El día de nuestra salida fuimos llevados al aeropuerto en varios buses dispuestos por la embajada, a los que acompañaba una fuerte escolta militar y policial. A lo largo de un par de cuadras desde el frente de la residencia, numerosos familiares y personas cercanas se habían agolpado tras cordones de carabineros para confirmar quienes partían y darnos una silenciosa despedida; vimos entre ellas a mi suegra y la tía madrina de mi señora, quienes vestían de riguroso luto, y en ese momento pensamos que era sólo por la ocasión.

En el bus, a mi lado, iba la diplomática finlandesa que me acompañó, a quien no había tenido la ocasión de conocer antes.

Me disculpa -me permití decirle a poco de saludarnos —. ¿Segura de que no se le olvidó traer el salvoconducto…?

Sonrió con buen humor y me respondió:

¿Creerá que lo mismo me preguntaron los mexicanos…? Así es que ya hasta se los di a ellos…

El trámite de embarque del equipaje y revisión personal fue relativamente normal y rápido para un grupo numeroso.

Fuimos después llevados a una sala de espera, desde la que se veía el avión de Aeroméxico estacionado en la losa, en la que había cada tanto centinelas militares. Tras un buen rato, se observaron en la sala preparativos para lo que sería el embarque. Uno de los militares se apostó fusil en ristre junto a una puerta de salida hacia la pista, de la que se abrió sólo una hoja; y un funcionario, parado bloqueando la salida, leyó de una lista los dos apellidos y los dos o más nombres de alguien entre quienes esperábamos, aguardó a que se acercara, le franqueó el paso por la puerta, retomó su posición, y leyó los apellidos y nombres del siguiente. Éramos bastante más de cien y el procedimiento se hizo lento y con interrupciones; el llamado no era tampoco según abecedario ni ningún orden que se pudiera discernir; mi señora pasó con los hijos y caminó con uno de cada mano hasta la escalera de subida al avión: ya era de noche y en el avión estaban iluminadas las ventanillas y la puerta abierta.

Casi dos horas después de iniciado el embarque, quienes seguíamos en espera éramos aún más de treinta y me pareció con claridad que el llamado tampoco era aleatorio. Cuando quedábamos sólo doce por llamar, el funcionario que leía la lista se retiró y la puerta volvió a cerrarse. Hubo entonces idas y venidas de los representantes mexicanos que nos acompañaban, vueltas de uno u otro a las oficinas, nuevas consultas entre sí; hasta que uno de ellos nos pidió acercarnos, y nos informó:

-La Junta se niega a reconocer los salvoconductos otorgados a ustedes; el ministro consejero que vino en el avión para llevarlos a México está ahora tratando de comunicarse al país para solicitar nuevas instrucciones.

De mi caso no se hizo mención alguna ni consulté más nada; los demás salvoconductos habías sido por cierto todos extendidos a la propia embajada mexicana.

Un buen rato después salió de las oficinas el ministro consejero, quien se reunió primero brevemente con el personal de la embajada y luego con nosotros para decirnos:

He hablado con el propio señor presidente. Le he explicado la situación y me ha instruido para que el avión viaje de regreso con quienes están a bordo, pero que yo permanezca con ustedes en el aeropuerto; que informe a la Junta que mañana a primera hora la delegación de México denunciará ante la asamblea general de Naciones Unidas que la autoridad militar impuesta en Chile no respeta ni los documentos que ellos mismos suscriben; y que desde ya le haga saber lo ocurrido al cuerpo diplomático residente. He cumplido con lo dispuesto por su excelencia; la cancillería local me ha informado que la Junta no se reúne hasta mañana a las nueve horas; y voy ahora al avión para informar a sus compañeros y que puedan partir.

Tras lo cual se encaminó a la puerta, que le abrieron prestamente sin necesidad de que lo pidiera, y siguió al avión. Tardó después en regresar, más de lo que se pudiera haber previsto, y se dirigió nuevamente a nosotros:

Les expliqué a sus compañeros lo mismo que a ustedes -empezó por decir —. Cuando terminé, varios levantaron la mano. El primero que habló sólo dijo: O nos vamos todos, o no se va nadie; y los demás aplaudieron. Les tuve que decir que no era posible, pero entonces… - ahí se le anduvo quebrando la voz al ministro consejero, — me dijeron que bajarían todos del avión y empezaron a levantarse… Así es que he asumido la responsabilidad de que el avión se queda hasta mañana, y voy ahora a informar a México.

Rato más tarde, en las ventanillas del avión disminuyó la intensidad de las luces. A quienes permanecimos en tierra se nos hizo llegar algunas frazadas de Aeroméxico y pasamos el resto de la noche más bien conversando. A la mañana siguiente temprano, llegaron hasta el aeropuerto los embajadores de los seis países centroamericanos entonces existentes; algo más tarde, el nuncio, decano del cuerpo diplomático, avisó que estaba por partir al aeropuerto acompañado de otros embajadores: antes de que alcanzaran a llegar, se nos avisó que la Junta se habría ya reunido y restablecido la validez de los salvoconductos. Nuestro trámite de embarque fue casi inmediato y no recuerdo ni si hubo o no el procedimiento de llamado uno a uno; así como supongo que en medio del embrollo mayor que se formó no hubo en mi caso ninguna objeción especial.

En el avión, mi señora había dormido tendida sobre algunas frazadas en el pasillo, mientras de los hijos se habían hecho cargo otros compañeros. El cuarto vuelo con asilados por México partió poco después. Hizo todavía una inusual escala técnica en Antofagasta, que no dejó de causar cierta inquietud pese a que se comentó que así habría ocurrido también en los vuelos anteriores; y luego ya no volvimos a ver tierra hasta sobrevolar el inmenso lucerío de la capital mexicana, donde aterrizamos entrada la noche.

Muchos años después, por casualidad, pude ver nuestra llegada al descenso del avión, mi segundo hijo en mis brazos y el mayor de la mano de mi señora, en una retransmisión del informativo televisado de aquella noche de nuestro arribo. Dudo que haya habido otro caso de personas que se hayan asilado en una embajada portando un salvoconducto; y luego de alguien que haya salido del país por medio de una embajada después de que su solicitud de salvoconducto fuera denegada.